EL EXTRANJERO
Beautiful Children es la novela del momento en Estados Unidos. Los críticos la elogian casi unánimemente, hablan de la (décima) reencarnación de Holden Caulfield, de las sombras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, de una gran novela americana que reinventa Las Vegas como antes se reinventaron Nueva York y Los Angeles. ¿Es así? Rodrigo Fresán la recorre y levanta apuestas.
› Por Rodrigo Fresán
BEAUTIFUL CHILDREN
Charles Bock
Random House, 2008
417 páginas
Elegante y vistosa portada con letras en relieve y salpicadas de brillantina. Extenso profile en la revista dominical de The New York Times repasando su pequeña vida como si se tratara, ya, de la de un indiscutido grande. Arrobados testimonios de colegas que también pasaron por allí, que alguna vez fueron lo nuevo y lo novedoso, y entre los que se cuentan Walter Kirn (que lo define como una cruza entre Nelson Algren y Walt Whitman), Jonathan Safran Foer y A. M. Homes y el comentado debut ascendiendo por las listas de best-sellers.
Rayos y truenos y neones y ruletas que giran y chicas desnudas que giran todavía más y, digámoslo así, de entrada: Charles Bock –muchacho maravilla de turno, hijo de prestamistas de la capital del pecado, nombre que venía circulando desde hace rato por escritorios de editores a la espera de la llamada next best thing– escribe muy bien y, por momentos, increíblemente bien. Y Beautiful Children es la gran novela del momento en EE.UU. y Beautiful Children es una de esas novelas que desborda de grandes momentos.
Así, dentro de ella, variables de intensidad y voltaje que, perfectamente perceptibles pero imposibles de predecir -–como los picos ascendentes y descendentes de una buena racha en una partida de poker–, hacen de Beautiful Children un libro parejamente desparejo, orquestado como si se tratara de diferentes postales/perfiles/naipes con los diferentes y muchos personajes entrando y saliendo de cámara y de la trama y subtramas y produciendo en el lector una de esas deslumbrantes fiebres de jugador en las que, por momentos, la compulsión ludópata parece imponerse a la astucia del maestro de la baraja.
Y se podría argumentar que esta novela viene a ser algo así como el nuevo Menos que cero para una nueva generación (cambiando la rara Los Angeles por la mucho más rara Las Vegas) con un casi protagónico y acomodado chico de 12 años Newell Ewing como la nueva e inevitable (y ya van unas cuantas...) mutación del Holden Caulfield de Salinger. Así, un día Newell sale y no vuelve a casa y ahí quedan sus padres solipsistas (y aquí viene Kenny, su contraparte under y clase baja, gay y virgen, que vendría a ser algo así como un Tom Sawyer X-Rated) y hay tanto freak suelto (a destacar el adolescente aprendiz de gótico Lestat a la búsqueda de su admirada Anne Rice) en esta ciudad artificial de pasado gángster y presente de parque temático donde al atardecer el fantasma de Elvis sale a cantar “Viva las Vegas” ahora como “Muera Las Vegas”.
Sumarle al paisaje la estructura zigzagueante y en dos tiempos (que a muchos lectores poco curtidos desconcertará e irritará) y que parece estudiada cuidadosamente en algún aula de la Robert Altman University con Hunter S. Thompson como decano que traga pastillas en los baños y Richard Price (de cuya nueva y gran novela, Lush Life, hablaremos próximamente) como ese curtido pero sensible consejero estudiantil. Añadir la obsesión con la cultura pop (comics especialmente, y por ahí también se filtran aires y tintas de Ghost World), souvenirs de Douglas Coupland y Haruki Murakami y cierto tratamiento epifánico de lo sórdido que remite inevitable a Rick Moody (quien fue profesor de Bock en algún taller literario de universidad) y ciertos momentos donde el lenguaje que evoca a la jerga de las telenovelas evoca ciertas maniobras formales y estéticas del mejor DeLillo. Toda esta combinación de influencias podrían hacer pensar que Beautiful Children es –como lo fue en su momento Las correcciones de Jonathan Franzen– un más o menos hábil greatest hits ajeno disfrazado de novela propia.
Pero no: porque aquí finalmente se impone el talento y la personalidad de Bock (que lo tiene) y se notan los largos once años que pasó dentro de la novela y la descripción de ambientes es magistral aunque, por momentos, tengamos la incómoda sensación de que la non-fiction se impone a la fiction y de que estamos en manos de un privilegiado y conocedor guía de turismo que se muere con espantarnos con todo lo que sabe del wild side y de la detallada técnica con la que una stripper introduce tornillos en su vagina.
¿Es Beautiful Children una novela pretenciosa en el buen sentido? Mucho y, por momentos (en el mal sentido), demasiado.
¿Consigue Beautiful Children lo que pretende? Bastante.
¿Es éste el principio de una gran carrera? Quién sabe, y espero que Bock no sea uno de esos de un solo disparo, como ocurrió con los firmantes de otros grandes libros de sordideces llámense estos Homeboy o Lord of the Barnyard o Leaving Las Vegas: todo lo que vino después fue como la misma canción con diferente arreglo y más cerca del muzak que de lo sinfónico. No digo que Bock vaya a terminar mal como los dueños de las anteriores novelas. A no ser alarmistas. Tal vez Bock termina feliz y escribiendo miniseries en plan The Wire para la HBO (y hasta podría definirse a Beautiful Children como la primera Great HBO Novel). Pero cabe preguntarse si Bock tendrá otra novela dentro de él luego de haber metido tanto (¿todo?) en esta que acaba funcionando como un rabioso y aullante alegato contra los estragos de la pornografía, los piercings, la tecnología, el sexo inseguro y las drogas en las mejores mentes de su generación. Y, de acuerdo, hay momentos en que los personajes de Beautiful Children se mueven y se expresan como clichés con patas; pero cabe pensar que esto no se debe a torpezas de Bock sino a torpezas de sus personajes cada vez más reducidos a sombras de lo que alguna vez fueron.
“¿Qué se supone que haga ahora?”, se pregunta Kenny en las últimas páginas del libro. Buena suerte para él, que salga y le vaya todo bien y me pregunto, también, si Beautiful Children es una novela o si en realidad es una perfecta atmósfera o un genial state of mind sobre el que proyectar una novela que se quedó apostando en el casino con cartas marcadas o esperando a un editor que le enseñara a jugar a los dados. (Leyéndola, el agudo David Thomson –en un panorama de críticos casi uniformemente estáticos sin que esto les impida señalar el carácter vago y vagabundo del libro como rasgo definitoria de una indefinida teenage wasteland– apuntó hace poco que “por estos días la responsabilidad de armar la novela parece ser algo que el autor le cede al lector”.) Tampoco tengo del todo claro si Beautiful Children –aunque no haya problema alguno para canjear su papel en las ventanillas por el plástico de fichas de alta denominación– se trata de algo auténtico o falso. Pero no creo que sea algo que, a esta altura, importe. Después de todo –se sale de la atmósfera controlada y por siempre nocturna del casino y se cierran los ojos bajo la luz encandiladora del sol pensando si se trata de un oasis o de un espejismo– lo mismo sucede con Las Vegas, supongo.
Mientras tanto –mientras esperamos a ver cómo termina la partida o cuál es el próximo número al caer o a salir– hagan sus apuestas.
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