DELILLO
La ficción y la Historia Toda la obra de Don DeLillo cobró un sentido profético el 11 de septiembre de 2001: terror, paranoia y medios masivos era, efectivamente, de lo que estaba compuesto el aire norteamericano. ¿Pero qué podía decir el profeta una vez que vio su profecía cumplida? ¿Cómo escribiría el autor de la ficción paranoica una vez corroboradas todas las sospechas? El hombre del salto es, finalmente, su novela sobre el 11/9. Y sus conclusiones son aún más desoladoras.
› Por Juan Forn
El hombre del salto
Don DeLillo
Traducido del inglés por Ramón Buenaventura
Seix Barral, 2008
289 págs
Lo primero que pensó la intelligentzia norteamericana ante al derrumbe de las Torres Gemelas fue: “Don DeLillo lo vio venir antes que nadie”. En cierto sentido, era como si el gran pope de la ficción paranoica hubiese estado redactando paso a paso, desde sus primeros libros, el guión completo del 11 de septiembre de 2001. Desde principios de los años ’70, DeLillo hacía decir a sus personajes que el territorio estadounidense ya no era seguro, que la muerte filmada en directo y contemplada frente al televisor sería la única catarsis cotidiana de los norteamericanos y que los terroristas terminarían por apropiarse del modo de llamar la atención de los artistas conceptuales para sacudir el inconsciente colectivo de la sociedad. Incluso había adivinado cuál sería el perfecto objetivo para un atentado (en su novela Jugadores, una operadora de Wall Street mira desde la ventana de su oficina el flamante World Trade Center pensando: “Esas torres no parecen hechas para siempre; es como si se asomaran a su propia extinción”).
Poco después del 11/9, DeLillo escribió un ensayo en la revista Harper’s titulado En las ruinas del futuro, donde se preguntaba cómo debían responder los escritores ahora que el terror había hecho impacto en su propia casa: “El relato termina en los escombros. Es nuestra responsabilidad crear el contrarrelato. Hay un vacío en el cielo. Los escritores debemos llenar de sentido y memoria ese vacío”. Los lectores de DeLillo no disimularon su decepción meses más tarde, cuando se publicó Cosmopolis, la nueva novela de su autor favorito, y ésta no trataba sobre el 11 de septiembre. Debieron mascar su frustración cinco años más hasta que, en mayo pasado, apareció Falling Man, título que remitía inequívocamente al 11/9: con esas dos palabras (“Hombre cayendo”) se conoce una foto que recorrió el mundo desde el 11 de septiembre de 2001, y que muestra cómo una de las tantas víctimas atrapadas en los pisos superiores de las Torres Gemelas se arroja al vacío ante la evidencia de que nadie puede rescatarlo.
Si bien El hombre del salto (tal la traducción de Falling Man a nuestro idioma, publicada por Seix Barral) es la esperada novela de DeLillo sobre el 11/9, no trata sobre aquel hombre que se arrojó al vacío. Tampoco es una de esas panorámicas radiografías psicohistóricas como Libra o Submundo, Mao II o Ruido de fondo. Siguiendo literalmente aquella aseveración de Balzac (“la novela es la vida privada de las naciones”), El hombre del salto se propone retratar el efecto que tuvo el 11/9 sobre la esfera privada, íntima, de la nación norteamericana.
La mejor descripción del resultado la dio el británico Andrew O’Hagan en el NYTBR: “DeLillo nos preparó para el 11/9 pero no supo prepararse a sí mismo para la eventualidad de que el episodio superara sus capacidades como novelista”. ¿Qué queda de la ficción paranoica cuando todas las sospechas se han hecho realidad? ¿Qué le resta decir a un profeta luego de que su profecía se ha cumplido? Básicamente eso es lo que sucede en El hombre del salto, para horror de la intelectualidad norteamericana en general y neoyorquina en particular: el Gran Relato que todos esperaban para hacer catarsis, para plegarse a él, para sentirse retratados, falló. El 11/9 sigue siendo lo que era hasta ahora. El estupor, la hemiplejia conceptual, la esterilidad emocional que todos creían pasajera parece que va a ser mucho más permanente que lo esperado.
DeLillo la elegido un personaje imaginario como protagonista de la novela: Keith, un ejecutivo que trabaja en las Torres Gemelas y que (a diferencia de aquel hombre que se arrojó al vacío) logra salvar su vida, sobrevivir al derrumbe y llega a pie, cubierto de polvo, sangre y vidrio, sordo y exhausto, al departamento donde viven su ex mujer y su hijo, en la otra punta de Manhattan. La novela empieza con el atentado y avanza desde allí en nuestra dirección, hasta un presente indefinido y perpetuo, que puede ser el 2003, el 2005, el 2007 o ayer nomás, da igual, porque lo que DeLillo quiere decirnos es que así es y será el futuro de sus personajes: ya les ha pasado lo que tenía que pasarles. Ya ha definido el resto de sus vidas (en palabras de Keith, el sobreviviente del atentado: “Aunque viva cien años, seguiré siempre bajando por aquellas escaleras, sin correr, todos juntos, apretados, en la oscuridad”). Por eso el libro cierra tal como abre: el fin completa y redondea esa descripción pormenorizada del principio, donde Keith repasa todo el atentado, desde que se produjo la embestida del primer avión hasta el fin de ese interminable descenso por las escaleras y la salida a la luz, al maremágnum de escombros, heridos, bomberos, ambulancias, humo, gritos, caos, horror.
Mucha gente leía poesía en las semanas siguientes al atentado, dice DeLillo. En el metro, en las plazas, en los escalones de entrada de los edificios, había gente leyendo poesía. Esta es una novela de DeLillo, así que la gente no lee vulgar poesía: leen haikus. Y todo esto es para que el personaje femenino, la desequilibrada mujer de Keith, recuerde de pronto un poema de Bashó: También en Kyoto... echo de menos Kyoto. “No se acordaba del segundo verso”, le hace pensar entonces DeLillo, “pero no le pareció que fuera necesario”. Al que no le es necesario es a él, porque en esas dos líneas, sin el anticlímax intermedio, se cifra la metáfora que nos quiere transmitir, el diagnóstico que tiene para ofrecer el gran gurú de la ficción paranoica sobre el estado en que quedó la sociedad norteamericana después del 11/9: hasta en Nueva York extrañaremos Nueva York.
En uno de los escasísimos buenos momentos de El hombre del salto, un personaje secundario de la novela, marchand alemán de sesenta años, les dice a su amiga de cincuentipico y a otros dos cincuentones, intelectuales neoyorquinos progres como ella: “Estamos todos hartos de los norteamericanos. El tema nos da náuseas”. Aunque hable un alemán, el nos, el todos se refieren inequívocamente al mundo entero (recordar aquella tapa de la revista Time, post 11/9, con la leyenda en letras catástrofe: “¿Por qué nos odian?”). Los interlocutores del alemán no le contestan nada en el momento, pero un rato más tarde uno de los intelectuales neoyorquinos dice: “Van a ver nuestras películas, escuchan nuestra música, hablan nuestro idioma, ¿cómo pueden dejar de pensar en nosotros?”. El alemán le retruca: “Yo ya no puedo reconocer a Estados Unidos. Hay un vacío donde estaba Estados Unidos”.
Quizás ésta sea la observación más lúcida que ofrece DeLillo en todo el libro, sobre la intelectualidad norteamericana actual y sobre él mismo. Quizás ésa es su impresionante manera de decir que no está a la altura de las expectativas que depositaron en él sus compatriotas, sus camaradas de la intelligentzia norteamericana, sus fieles lectores. Y ni uno solo de los ensayos y reseñas norteamericanos sobre El hombre del salto se atreve a ver el libro de esa manera por la magnitud de fracaso que significaría. Ese secreto a voces: que, en el terreno intelectual, hay un vacío donde estaba Estados Unidos.
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