Dom 27.04.2008
libros

NOTA DE TAPA

Carne

› Por Patricio Lennard

28 de noviembre de 1785. En la soledad de la mazmorra, se oye el garrapateo de la pluma sobre el papel y la respiración dificultosa del hombre obeso. Los huesos de pollo han quedado en el plato de la cena. La mano engrasada, manchada de tinta, hurguetea un resto de comida entre los dientes. En el texto que hace días escribe con letra microscópica, en un rollo de papel que ya tiene doce metros de largo, compuesto por hojas que ha ido pegando una atrás de otra, el infierno acontece en un castillo. Pero la tinta nunca llega a tener el olor de la sangre. Ni la vela que le permite escribir en la oscuridad es la misma que hace un rato le servía a un fustigador para quemarle el clítoris y los pezones a una mujer en su libro.

Falta poco para las diez cuando el marqués de Sade consigna al pie del manuscrito la cantidad de días que le ha llevado escribir Las ciento veinte jornadas de Sodoma. Enrolla la banda de papel, se acomoda en el camastro y apaga el candelero. Por la ventanita el claro de luna se filtra junto con el aire gélido de finales de otoño. Ha concluido su primera novela y una dulce agitación lo embarga de repente. Por eso le costará conciliar el sueño aquella noche. Contará atrocidades como ovejas hasta quedarse dormido.

Que “las huellas de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, como me enorgullezco de que mi recuerdo desaparezca de la memoria de los hombres”. En su testamento, el marqués de Sade pide que lo sepulten en su propiedad de Malmaison, sin ninguna ceremonia, pero lo terminan enterrando en el manicomio de Charenton, donde él pasa internado varios años de su vida (en 1803, a instancias de su familia, es declarado loco) y muere el 2 de diciembre de 1814.

Con el fin de disipar algo de la heredada ignominia, su hijo quema entonces sus manuscritos inéditos. Así es que de Les Journées de Florbelle, una ambiciosa novela en varios tomos, sólo ha perdurado el nombre. Los diarios íntimos se pierden. Sus libros son prohibidos. El fuego busca ser la maleza de su tumba. Y el ocultamiento es efectivo: casi olvidado durante el siglo XIX, Sade será redescubierto en los años ’30 del siglo XX, tras la sorpresiva publicación de Las ciento veinte jornadas de Sodoma.

Esa curiosa novela él la escribe cuando está preso en La Bastilla. Y es parte de la leyenda que su manuscrito se pierde en medio de la célebre toma de la prisión, de la que Sade es trasladado unos días antes. Durante toda su vida el marqués se lamenta profundamente por el extravío de ese libro, del que no se supo nada hasta que en 1904 comenzó a circular en Alemania una edición semiclandestina. Recién en 1931 es publicado en Francia, en medio del entusiasmo de los surrealistas, quienes celebran en Sade al rebelde por antonomasia frente al orden burgués, al precursor de Freud en el develamiento de la perversidad de la mente humana.

Las ciento veinte jornadas... es sin duda su obra más brutal, epítome de su concepción olímpica de la lascivia y el crimen. En ella, cuatro libertinos, encerrados en un castillo inexpugnable, con un séquito de sirvientes que son a la vez sus cómplices, urden un plan para ocupar cuatro meses en los más inimaginables desenfrenos sexuales, valiéndose de un grupo de hermosos jovencitos que han sido secuestrados y tomados prisioneros. Pero no todo está librado allí a las vicisitudes de la carne, ya que el relato de las cuatro narradoras, que hacen las veces de calenturientos juglares, arma en la novela un catálogo de “pasiones” que, además de inspirar a los libertinos, le permite llevar a Sade su imaginación al límite. Es en el crescendo mediante el cual la truculencia de las perversiones y los horrores relatados y practicados en el castillo de Silling aumenta con el paso de los días, donde la erótica de los cuerpos y los suplicios de la carne llegan a un punto de virtual agotamiento. El colmo es la figura que persigue la literatura de Sade. Por eso es casi imposible intentar superarlo sin evitar repetirlo: si algo deja en claro su literatura es que no se le puede hacer mucho más a un cuerpo.

Se entiende así que el eterno problema de sus libertinos (y el de él como escritor) sea la inadecuación entre sus más extremas fantasías y los medios a su alcance para materializarlas. Tal como lo plantea Dolmancé en La filosofía en el tocador: “No siempre se puede hacer el mal. Privados del placer que éste nos produce, compensemos al menos esta sensación con la excitante maldad de no hacer nunca el bien”. Es en los tiempos muertos, en los intervalos ociosos (los libertinos también duermen), donde la maldad se choca, abstraída de su sentido metafísico, con sus propios límites. Y algo de razón tiene George Steiner cuando habla de lo escasas que son, en el fondo, las modalidades de placer y dolor sexuales que Sade describe “con el furor pedante de un hombre que trata de obtener el último decimal de pi”.

Pero es en ese afán de absoluto (“la ley de gravedad es un estorbo”, ironiza Steiner) donde comprendemos que la literatura sólo vive si se traza objetivos desmesurados. ¿En quién sino en Sade hallar el ejemplo de ese exceso que hace que aún tenga sentido escribir?

Que para Sade el infierno no sea obra de Dios sino del hombre explica las imperfecciones de su funcionamiento. Si el placer de matar a un individuo es una sensación que pasa de inmediato (¿es preferible matar por mucho tiempo a alguien o asesinar a muchos en el menor tiempo posible?), lo que siempre queda, como un regusto amargo, es la desazón de no poder acabar con la humanidad entera. El genocidio como fantasía voluptuosa (el personaje de Saint-Fond soñando ser él mismo la Caja de Pandora, “a fin de que todos los males salidos de mi seno destruyeran a todos los seres individualmente”); la utopía de provocar un cataclismo adrede, de tan siquiera encender la mecha del Apocalipsis, lleva la noción de crimen hasta sus últimas consecuencias.

Si Dios no existe (y esa es la premisa de la que parte Sade), la megalomanía que anida en el corazón de sus libertinos, el superpoder que hace del mero libertinaje la más monstruosa de las monstruosidades (la redundancia, claro está, es otro de sus fetiches), tiene como efecto inmediato trivializar el crimen. Por eso el accionar criminal es entendido en Sade como un simple movimiento regulador de la naturaleza; por eso, a la manera de Malthus, “los asesinos son en la naturaleza como la guerra, la peste, la carestía; son uno de los medios de la naturaleza, como todas las plagas con que nos agobia”.

Pero una cosa es la suma de los actos criminales y su incidencia en el control demográfico, si se quiere, y otra es que alguien pretenda arrogarse para sí, aunque más no sea imaginariamente, el poder destructivo de Natura. Reducido a la muerte en tanto fenómeno físico, el crimen es deslindado así de sus consecuencias morales, y visto como mero engranaje del ciclo vital, inclusive. “El asesinato no es una destrucción”, dice Dolmancé, “el que lo comete no hace más que modificar las formas, devolviendo a la naturaleza unos elementos de los que luego se servirá hábilmente para recompensar a otros seres”. Sin el alma de por medio, sin que el alma sea algo a tener en cuenta, cuerpo y cadáver –carne el uno para el otro– constituyen apenas dos estados, diferentes, de la materia. De ahí que no haya nada trascendental en el hecho de morir para los personajes de Sade: lo único que se constata en el crimen es la muerte.

Esa coartada se contradice, sin embargo, con la teatralidad de la violencia. Si asesinar equivale a transformar una materia viva en inerte, el ensañamiento y la experiencia del dolor deberían ser, en algún punto, irrelevantes. Pero ¿cómo se explica que esa naturalización del crimen, esa banalidad del mal, sea funcional a un pensamiento que ve en el asesinato la vía de acceso a la mayor satisfacción voluptuosa? Allí es donde la apatía evidencia su real importancia. Tal la ascesis del libertino sadiano: la indiferencia más imperturbable como coronación del furor más indecente.

Poder llegar a matar como mata la naturaleza, anhelar convertirnos en la propia Muerte (ser la Muerte), es la utopía más desmesurada que se plantea Sade. El grado más alto de abstracción del asesinato en cuanto práctica. La instancia en que se le quita toda criminalidad al crimen.

En ese extremo el Mal deja, por supuesto, de tener sentido, y el pensamiento de Sade se toca, provocativamente, con la metafísica. Más allá de la fatigosa enumeración de todas las formas por las que un ser humano puede ser destruido, en la variante conceptual del crimen está el punto de fuga de su filosofía. Así Clairwil, uno de sus personajes, imagina un procedimiento por el que el mal pudiera hacerse solo. “Querría encontrar un crimen cuyo efecto perpetuo actuase aun cuando yo dejase de actuar, de modo que no hubiera un solo instante de mi vida en el que, aun durmiendo, no fuera yo causa de un desorden cualquiera, y que ese desorden pudiera extenderse al punto de arrastrar una corrupción general, o un disturbio tan terminante que su efecto se prolongara más allá de mi propia vida”.

En la idea de “crimen infinito”, en esa forma radical del mal que emerge de la impersonalidad y el automatismo (el crimen como efecto dominó, como happening), Sade brinda el más perturbador ejemplo de apatía. ¿Cómo asesinar a pesar mío, sin percatarme, desinteresadamente? ¿De qué modo puedo convertirme, incluso sin saberlo, en el más consumado genocida?

Escribe Barthes en Sade, Fourier, Loyola: “La mierda escrita no huele; Sade puede inundar con ella a sus personajes, y nosotros no recibimos ningún efluvio, sólo el signo abstracto de una desazón”. Ciertamente...

Saber que en Saló, la película de Pasolini basada en Las ciento veinte jornadas de Sodoma, la mierda que tragan algunas de las víctimas está hecha con salsa de chocolate y mermelada de naranja, nos evita, siquiera en parte, la repugnancia de ver lo que habíamos leído.

Pero ¿es concebible una literatura que nos obligase a leer apartando la mirada? ¿Puede el horror ser un efecto de lectura?

En la noche 493 del Libro de las Mil y Una Noches, se dice que Alá fundó un infierno de siete pisos, el primero de los cuales está destinado al castigo de los musulmanes que han muerto sin arrepentirse de sus pecados. A Sade sin duda le hubiera gustado mucho la descripción de ese infierno, “el más tolerable de todos”, el cual contiene: “mil montañas de fuego, en cada montaña, setenta mil ciudades de fuego, en cada ciudad, setenta mil castillos de fuego, en cada castillo, setenta mil casas de fuego, en cada casa, setenta mil lechos de fuego, y en cada lecho setenta mil formas de tortura”.

La hipérbole es uno de los recursos primordiales del humor sadiano. En las metódicas vueltas de tuerca a la atrocidad y el sacrilegio, en sus grotescas refracciones, la risa es lo que emerge de las profundidades del espanto. Ya sea en el arquetipo del “duro de matar” que encarna Justine, o en el vértigo de acumulación de la aprendiz de libertina de La filosofía en el tocador (“¡Ah, gritas, madre, gritas cuando tu hija te coge!... ¡Y tú, Dolmancé, me enculas!... ¡Soy entonces a la vez incestuosa, adúltera, sodomita, y todo en una chica que apenas fue desvirgada hoy!... ¡Qué progresos, amigos míos!”), la heroicidad del mal, leída desde hoy, es regida por la lógica del record Guinness. El crimen hojaldrado, la superposición de capas de malignidad, e incluso el esteticismo con que Sade compone algunas de sus viñetas (“Coloca a una muchacha desnuda a caballo sobre un gran crucifijo, y en esta pose la coge por la concha, pero por detrás, de modo que la cabeza del Cristo masturbe el clítoris de la puta”; “Da por el culo a un cisne, metiéndole una hostia en el culo, y él mismo estrangula al animal cuando acaba”; “Corta los cuatro miembros de un chiquillo, encula el tronco, lo alimenta bien, y lo deja vivir así; ahora bien, como los miembros no han sido cortados muy cerca del tronco, vive largo tiempo. Lo encula así durante más de un año”); es en este exceso, decíamos, por el que los malabares de la imaginación, lejos de horrorizar, provocan risa, donde Sade invita a ser leído libertinamente. A reemplazar el subrayado del lápiz negro por las más propicias y gustosas anotaciones del látigo.

“Ah, en Sade, al menos, respetad el escándalo”, declamaba Blanchot. “La figura enorme y siniestra de Sade”, evocaba Swinburne.

El marqués funda y agota de un plumazo el género de horror en la literatura, y por eso aún sigue atemorizándonos. No en vano se lo ha leído tantas veces con el miedo propio de quien se predispone a tener pesadillas a la noche, o con la tonta añoranza de que nuestros padres no hayan querido asustarnos alguna vez de chicos con las cuatro letras lacerantes de su nombre.

La mitología de Sade se complace en confundirlo con sus personajes, en construir una imagen sadiana de Sade. No en vano tanto él como Sacher-Masoch son quizá los únicos enfermos típicos que le han dado su nombre a una patología, cuando son los médicos, en general, los que lo hacen.

Sabemos, no obstante, que el marqués ni de lejos tuvo la audacia de acceder a los abismos que describe en su obra. Sabemos también que hirió a navajazos a una joven mendiga, y que ésta, en un testimonio oficial, habló de los abominables gritos que el goce de lastimarla le arrancaba. Si bien “estuvo a menudo –como certifica Bataille– en problemas con la policía, que desconfiaba de él, pero que no pudo acusarlo de ningún verdadero crimen”, en una época en que era habitual que los aristócratas maltrataran en sus juegos eróticos a cuanta campesina y prostituta engatusaban, el marqués se agenció su reputación por su empecinada negativa a considerarse inocente.

Sin haber predicado con el ejemplo, sin embargo, Sade nos enseña que un crimen puede ser una obra de arte.

Pasiones encontradas

Hace años que Jean-Jacques Pauvert y Annie Le Brun vienen llevando a cabo la empresa de editar en Francia las Obras completas del marqués de Sade. Tarea de dimensiones titánicas, si se tiene en cuenta las miles y miles de páginas que comprenden sus novelas, sus piezas teatrales, sus panfletos políticos, sus ensayos, sus notas personales y su correspondencia, sin contar, por supuesto, la cantidad de textos que se saben extraviados o han sido destruidos.

Escrito como Introducción a las Obras completas, el libro de Annie Le Brun Sade. De pronto un bloque de abismo... es el fruto de años de investigación que han hecho de su autora una de las principales especialistas francesas en la obra de Sade. Credenciales que ella expone en su libro con la virulencia de quien pretende legitimar su lectura cuestionando a mucha de la palabra autorizada existente sobre Sade. En ese afán revisionista, Le Brun acierta, por ejemplo, cuando enfatiza la centralidad de Las ciento veinte jornadas de Sodoma y marca lo desatenta que parte de la crítica ha estado (el ejemplo es Blanchot) ante el carácter programático de esa obra maestra. También cuando desacredita, siguiendo en ello a Lacan, la idea de que Sade anticipa a Krafft-Ebing y a Freud en la confección del catálogo de las perversiones sexuales. En este punto, Le Brun argumenta: “Si bien los especialistas reconocen la exactitud casi clínica de sus cuadros de las pasiones, Sade no se atiene en él ni se acerca a la estricta objetividad científica: sin discusión, unos personajes llenos de maldad, un decorado que pervierte el espacio como máquina de placer, unos comentarios voluntariamente escandalosos hacen que el proyecto se deslice hacia la ficción”.

Diferente es el caso cuando Le Brun se mete con Barthes para criticar “la ligereza de hablar de literatura con respecto a Sade”. Un error que ella comete malinterpretando la hipótesis de que parte de la originalidad de Sade residiría en la novedad de su escritura, en su carácter de instaurador de lenguaje. Algo en lo que Le Brun detecta una licuefacción del potencial subversivo de su pensamiento en pro de la celebración de sus virtudes literarias, cuando de lo que se trata es de situar al marqués en el durante tanto tiempo vedado panteón de los escritores. Un acto de justicia, según Barthes, que para Le Brun apenas disimula la intención de asimilar lo inasimilable (¿pero acaso ella no es la editora de sus Obras?). “No hay que suponer que haya algún tipo de voluntad literaria o estética de parte de Sade”, escribe Le Brun, y no es difícil ver allí un exceso que no tiene otro objeto que avivar un malditismo que –a fuerza de ser un lugar común– en Francia jamás ha dejado de avivarse.

Más allá del mayormente inmoderado apoyo que la argumentación del libro de Le Brun tiene en citas de textos de Sade, su afán por cumplir un recorrido integral por su obra la lleva a iluminar zonas laterales como el teatro, de gran importancia para el marqués, y a establecer novedosas conexiones con la obra de autores como Maquiavelo, Rimbaud y Jarry. Su sugestiva hipótesis de que Las ciento veinte jornadas de Sodoma es un libro terminado, y no una novela que Sade habría dejado inacabada involuntariamente (cualquier lector sabe que tres de sus cuatro partes se reducen a enumerar las pasiones que en la primera parte tienen desarrollo narrativo, lo que les da el aspecto de esbozos o planes), se ampara en la certificación de que Sade tuvo cuatro años, desde el otoño de 1785 hasta julio de 1789, antes de su traslado de La Bastilla a Charenton, para terminar ese libro. “Podemos suponer, sin demasiada inverosimilitud, que si Sade no se tomó el trabajo de corregirlo en el curso de esos cuatro años durante los cuales escribió Los infortunios de la virtud, Eugénie de Franval, Aline y Valcour, fue porque, más o menos conscientemente, consideraba que había concluido ese proyecto”.

Quizá la idea más poderosa del libro de Le Brun sea la que postula la más completa gratuidad como única justificación de los horrores que cometen los personajes de Sade. “Siempre es mucho más cómodo considerar el crimen como el resultado de una opción ideológica aberrante que como la expresión de la naturaleza humana”, sostiene la autora. Y de allí se desprende su acertada crítica a aquellas interpretaciones que asimilan a Sade (basta pensar en Saló de Pasolini) con algún tipo de ideología totalitaria.

De ahí que Le Brun denuncie el reduccionismo que establece afinidades entre la criminalidad en Sade y el mal histórico absoluto encarnado en el nazismo, dejando en claro que “la menor justificación ideológica de que puede valerse el crimen siempre presenta la ventaja de remitir la responsabilidad a un conjunto psicosocial más o menos vago”.

Mientras que el crimen en Sade, el verdadero fondo de su horror, queda bajo la exclusiva responsabilidad de los señores libertinos.

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