Dom 27.04.2008
libros

RESCATES

¿Por qué le habrán puesto Pacífico?

Si hubiera que recomendar a alguien deslumbrado por Moby Dick otro libro de Herman Melville que leer sin el amparo o la sombra de esa obra de genio, cada uno tendría su favorito. Pero pocos discutirían Las Encantadas, la obra más esquiva y secreta de Melville. Bíblica y aventurera, paradisíaca y a la vez infernal, esta novela, originada en un viaje de juventud a las islas Galápagos y recuperada años después con la imaginación febril del profeta, reaparece ahora en las librerías argentinas de la mano de una nueva editorial.

› Por Luis Chitarroni

Las Encantadas
Herman Melville

prólogo de Luis Chitarroni
traducción de Alejandro Manara
Editorial miluno, 2008
156 páginas

En los escritores como Melville –bien pocos, claro–, que inauguran una categoría exclusiva dentro de las clasificaciones superiores, es difícil encontrar –después de Moby Dick– el segundo libro para leer cuando ya nos hemos convertido en sus admiradores. “Benito Cereno” y “Billy Budd”, si bien revelan la familiaridad con el mundo melvilleano –el escenográfico, pero también el alegórico–, parece mejor dejarlas para el final, cuando uno puede recuperar los sabores a cierta distancia del manjar. Mardi (no sé si hay traducción al español) es demasiado compleja y, por lo demás, el lector satisfecho de Moby Dick podría tomarla como un bosquejo malogrado, fallido, de la exitosa obra mayor. O por un intento de Novela Total, con islas imaginarias en lugar de las reales. “Bartleby” es un sendero distinto, un dibujo a lápiz –todos los matices del gris y del negro– que da una idea equivocada del escritor que Melville era (capaz de guardar en un cuarto de la memoria la mezquindad irritante del narrador). Todos los libros que restan, incluido el extenso poema Clarel (el “íncubo terrible”, según la mujer de Melville: 20.000 versos divididos en 150 cantos), ofrecen muestras parciales del genio de Melville, pero fracasan en decirnos al oído algo que Las Encantadas no calla: quien escribió este libro escribió también Moby Dick; o, para no hacerle las cosas tan fáciles a Las Encantadas: quien escribió Moby Dick, escribió también Las Encantadas.

Melville publicó The Encantadas or The Enchanted Islands en forma serial durante el año 1854, con el seudónimo de Salvator R. Tarnmoor. Luego fue incorporada, junto a “Bartleby” y “Benito Cereno”, a The Piazza Tales. La distancia entre el joven que recorrió esas islas y el hombre que recuerda tal experiencia está matizada por el nom de plume; la prosa, por el aprendizaje concentrado en cápsulas de obsesión, como se le debe admirar al autor de Moby Dick (o como suele reprochársele). Después de leer Taipi y Omú, Robert Louis Stevenson lamenta que una de las hadas madrinas haya rechazado la invitación de asistir al bautismo de Melville. El futuro joven será capaz de ver, de decir y de encantar... pero no de oír. Curioso reproche (o no tan curioso en un escritor que decretó “guerra al nervio óptico, guerra al adjetivo”) porque parece desatender varios hechos: Melville escribió las peripecias de Taipi y Omú unos cuantos años después de que hubieran ocurrido; Melville lo hizo con sus precisas y salmodiosas inflexiones, que renuncian a los favores de la oralidad para hacer caer al lector en una especie de emboscada retórica, de la que no podrá huir sin reconocer el bello ejercicio de inmersión en esos ritmos, en esa sintaxis. También De Quincey reprochaba a John Donne la falta de oído desde el bautismo (John Donne es tan monótono en inglés como Jorge Borges en español). ¿Qué tal John Louis Donne? El hexámetro yámbico y la buena configuración de la prosa y la poesía inglesa predispuso mal a ciertos oídos, los que esperan –y reclaman– la misma música siempre.

Pero ésta era una digresión, sigamos con Las Encantadas. El archipiélago en miniatura de Las Encantadas, de configuración tipográfica que el autor se encarga de explicitar, había sido ya un enigma biológico para Charles Darwin, quien recorrió las islas entre septiembre y octubre de 1835. El viaje del Beagle le permitió en esa apoteosis pétrea de lo arcaico llevar más lejos que nunca sus conjeturas e hipótesis acerca del origen de las especies, como si los pensamientos adoptaran una fragmentación insular distinta a la amaestrada por el continente. La terca, cineraria, despiadada geografía tiene un nombre que se refiere a las criaturas –quelonios– que parecen insinuar otro cementerio de islas móviles sobre las espaldas del encantamiento: Galápagos. El naturalista y el escritor ven lo mismo pero conviene comparar las versiones para comprobar cómo hizo cada uno para volver este mundo algo más cierto.

Melville nunca reniega de lo lírico, y abastece la avidez del lector con una cantidad tan vehemente de imágenes que las narraciones de Las Encantadas parecen episodios bíblicos inventados en un lugar del planeta poco apto para permitirlos. El escenario ofrece una especie de textura senil, donde la evolución fragua una demora artificial y confiere al aire –que es el único tiempo visible– el aliento poderoso de la imaginería y las intrigas del Pentateuco. Melville había visitado las islas en uno de sus tempranos peregrinajes balleneros (el primero de los cuales fue en el Acushnet) y recobraba ahora las historias con su imaginación de profeta, que por momentos acallaba su memoria de viajero. El paisaje bien podría corresponder a la exaltada serenidad con que puede reproducirse algo percibido muchos años antes; las historias inflaman una violencia sagrada, que los estrechos, arrecifes y desfiladeros de Galápagos instruyen con inusual maestría. La historia de Hunilla, por ejemplo, abandonada en una de esas islas terribles, borra con su ronca afirmación antropológica la bella y misteriosa cortesía fomentada luego por los transatlánticos y su opereta flotante de invitaciones solícitas: “¿De qué barco eres tú, marinero?”, “¿Y tú, de qué isla?”.

Y, sin embargo, en toda esta prosa turbulenta, en la que por momentos fulgura un destello abisal o interviene una tinta de atroz profundidad oceánica, hay una firmeza ancha que parece declarar, como en el poema de Auden: “Esta roca es el Edén; naufraga aquí”. Melville, como un bajo continuo, sentencia o recalca: “Hay una experiencia del mundo que no puedes perderte. Si resultara imposible llegar hasta allá, lee este libro. Si estás ahí, consuélate”. Con esa extraordinaria capacidad que había adquirido Melville para convertir las cosas concretas de este mundo en cifras de una constelación simbólica, Las Encantadas es el núcleo ígneo de la tentación y el peligro: un paraíso en el que habitan como evocaciones visibles todas las fealdades del infierno.

Hay algo más en el estilo, una opulencia que no pierde nunca la fórmula y la apariencia de lo frágil, y que esta nueva traducción reproduce con fidelidad. Y hay un factor mágico, fácil de argumentar en uno de los grandes maestros de la prosa norteamericana que es también un visionario, un agitado corazón capaz de evocar las tripulaciones populosas con un amuleto o un rito. Aunque existían –que yo sepa– traducciones anteriores de este libro, siempre lamenté que fuera “un secreto” para los lectores, en la medida en que las traducciones hoy ya sin circulación eran –como se dijo en los primeros párrafos de este prólogo– el segundo libro a recomendar para quien hubiera ingresado en la órbita de Melville después de Moby Dick. Lo atribuía a la pereza de la industria editorial en lengua española, y a la errática política de reediciones. Sin embargo, hay un fenómeno de evasión que Las Encantadas ensaya o produce también en la lengua original. La prudente y pragmática monografía de Elizabeth Hardwick, por ejemplo, uno de los últimos libros de divulgación sobre el autor de Moby Dick, no menciona el libro ni el hecho de que Melville hubiera pasado por las Galápagos. Lejos de parecer uno de esos olvidos significativos para los que nos ha entrenado la custodia psicoanalítica, parece una extraña precaución del texto mismo, que es también un tesoro y gusta, por lo tanto, de esconderse. Hagamos caso, entonces, a Auden: naufraga aquí lector. De estas páginas no habrás de arrepentirte.

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