Domingo, 18 de mayo de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Mauro Libertella
A los 48 años, Angel Rama empezó a escribir su diario. Los motivos de esa decisión literaria no estuvieron del todo claros ni siquiera para el mismo escriba, y en esa ambigüedad inicial se funda ya esa naturaleza mestiza y urgente del diario. “A esta edad, normalmente, se redactan las memorias. A falta de ellas, me decido por una anotación de diario, ni público, ni íntimo.” Así empieza el diario en el que Rama escribiría intermitentemente, a veces con amarga dejadez y la mayor de las veces con compenetrada tenacidad, de 1974 a 1983. Son los años del exilio, cuando la dictadura estalla en Uruguay y lo encuentra a Rama en Venezuela, donde se queda por varios años. Salvando las diferencias conceptuales e idiomáticas, es posible proyectar una relación con el caso de Gombrowicz: no se van de sus países con la certeza del exilio sino que quedan como atrapados en un país en el que se vuelven muy rápidamente, una esquirla cultural a un mismo tiempo revolucionaria y molesta. Son muchas las ocasiones en las que Rama se pregunta si la gente con la que trabaja no se sentirá aliviada cuando él se vaya. Sucede que el ímpetu crítico y la moral política de Angel Rama eran de un vigor que parecía aplastar a su paso la mediocridad y el silencio, la flaqueza intelectual y la falta de conciencia histórica y social. Así, Rama fue un crítico respetado, a veces venerado, pero también silenciosamente temido. Así lo demuestra una serie de discusiones a partir de las cuales se puede armar una suerte de biografía literaria de Rama. Su renuncia a la revista Casa de las Américas de Cuba por el caso Padilla; sus virulentos cruces con Reinaldo Arenas, que lo acusó de “agente subversivo” y de “operador de Fidel Castro” (acusaciones que confabularon para que a Rama lo expulsen de Estados Unidos, dicho sea de paso); sus históricas peleas con Emir Rodríguez Monegal, que marcan el arco biológico de su vida intelectual. Lo cierto es que la vida de Rama no admite adjetivos como “tranquila” y mucho menos “desapasionada”. Porque si un espíritu recorre estas páginas, ése es sin duda el de la pasión. Una pasión a prueba de las más ásperas adversidades políticas, una pasión que sobrevivió a los agotadores desplazamientos (a lo largo del Diario, Rama y su mujer viven en Venezuela, Estados Unidos, Barcelona, Colombia y Francia) y a una época en donde las cuestiones de la literatura tenían que hacerse, muchas veces, a escondidas.
Si tuviéramos que escoger uno de los problemas que obsesionaban a Rama y usarlo como cifra de sus años de diario, diríamos quizá que éste es el de la creación de una conciencia latinoamericana. En una época sin Internet y con muchos militares, Rama entendió que el único modo de hacer de la literatura latinoamericana un corpus orgánico y sólido era erigir rutas de pensamiento a lo largo y ancho del continente. Ya desde sus años de editor de Marcha en Uruguay, Rama se dedicaba full time a conectar a escritores latinoamericanos residentes en muy diversos países, impulsando la idea de que la literatura latinoamericana tiene que leerse a sí misma. Hoy eso parece obvio, pero en los días previos al boom lo más frecuente era leer a los escritores sobre todo europeos, y los latinoamericanos que calaban hondo en el continente eran Borges y unos pocos más. En ese sentido, se ha dicho aquello de que Rama vivió en el lugar justo en la época justa. Con la renovada ilusión política que trajo la revolución cubana y el estallido del boom latinoamericano, Rama encontró el mapa perfecto para cruzar literatura y sociedad, su juego crítico de mayor alcance, y entonces las relaciones entre escrituras nacionales se volvieron menos fragmentarias, menos aisladas, y lo latinoamericano empezó a tomar forma. Uno de los tramos del Diario que mejor evidencian esta cuestión es aquel en el que Rama reflexiona sobre el proyecto venezolano de la Biblioteca Ayacucho. La idea era ambiciosa, y consistía en publicar 500 volúmenes que contengan lo más fuerte de la cultura latinoamericana, en diversos campos de intervención específica. Para la concreción del proyecto hubo muchísimas reuniones, y en ellas Rama pudo comprobar algo escalofriante: cada participante proponía un puñado de libros de su país, y hasta ahí llegaba el entusiasmo. Rama entendió entonces que la unidad latinoamericana todavía era una ilusión en tímido estado embrionario, y que hacía falta quemar las barcas para saltar ese cerco que hacía de cada país una provincia endogámica.
La relación de Angel Rama con la generación del boom latinoamericano, que dejan entrever las páginas del Diario, es ambigua. Por un lado, es sabido que el uruguayo ha sido el más incansable de los promotores críticos de los libros del boom. Y sin embargo, la intimidad del Diario arma una lectura paralela, que cristaliza el momento en el que el boom se fue acercando al poder y las preocupaciones empezaron a dejar de ser literarias para volverse neta y puramente políticas. Los reparos no suelen ser hacia las obras –aunque los hay– sino hacia los escritores, que Rama conocía en toda su dimensión humana. En esos momentos, el Diario puede leerse si se quiere como una especie de museo del chisme, una afirmación que seguramente a Rama le disgustaría profundamente. Respecto de García Márquez, en 1977, escribe: “¿Quién es, hoy, Gabo? No decepción, no desagrado, simplemente perplejidad. Parecen no quedar huellas del escritor, al menos como ese escritor fue, él lo sabe y aún trata de jugar con esa imagen superpuesta a la antigua. Tampoco un periodista, pero asimismo no un político sino algo cercano a ambos términos y diferente: un viajante político-cultural quizás, un agitador, pero no un ideólogo, of course, sino un animador o relacionador que opera entre los centros de poder político de la izquierda. Evidentemente eso lo fascina, es su acción, y eso ha sido logrado con la literatura, pero nada tiene que ver con ella”.
A toda esta vertiente del Diario que gira alrededor de la literatura, se le agrega también una dimensión humana que hace de éste una especie de joya literaria única. El punto más estremecedor, en este aspecto, es aquel en el que se enferma su mujer, la artista argentina Marta Traba, y Rama vuelve al abandonado Diario para conjurar allí fantasmas y miedos. Son esos momentos en los que se trasluce el Rama vulnerable, terriblemente humano, cuyo sufrimiento tiene la misma hondura que su empuje. Su relación con sus hijos y con los de su mujer, las amistades y el país natal, son espectros que irrumpen en cualquier momento, y que quizás en última instancia justifican la existencia del Diario. El final del libro es, en este aspecto, demoledor. Rama vuelve al cuaderno después de un año funesto en el que el gobierno de Estados Unidos le rechaza la renovación del visado por “comunista subversivo”. Rama y su mujer emprenden, así, un nuevo exilio, esta vez a París. En la última entrada del Diario, Rama se queja todavía del ingrato proceder de Estados Unidos, pero su pulsión de vida ya empieza a exigirle nuevos proyectos. “El pasado empieza a pesar menos”, escribe. El final del Diario es brusco y las razones son conocidas: en noviembre de 1983, cuando viajaba con Marta a Bogotá para un congreso, el avión se estrelló cerca de Madrid, y nadie sobrevivió.
El legado de Rama, desde luego, todavía se está capitalizando. A sus dos libros más emblemáticos –Transculturación narrativa en América latina y La ciudad letrada– hay que agregar, sin ninguna duda, Diario 1974-1983, como un material para entender la literatura de un continente, pero sobre todo para conocer un modo de pensar el rol del intelectual; un modo radical, sin medias tintas, de gran vigor moral y de una fuerza que da escalofríos. Y si en el Borges de Bioy Casares la frase que se repetía como un mantra obsesivo era “Come en casa Borges”, aquí la constante es “Larga conversación con...”. Eso es el Diario. Una larga conversación con Angel Rama; una conversación de siete años cortada únicamente por los exilios, por épocas de excesivo trabajo, y por el duro final.
Junio 10, 1980
Una semana en Xalapa, México, para el homenaje a Juan Carlos Onetti que, a iniciativa de Ruffinelli, organizó la Universidad de Veracruz. Poco interesante en sí, pretexto para encontrarme con amigos, empezando con el propio Onetti, a quien no veía desde 1972.
Físicamente mal, no sólo por sus setenta, sino por la hinchazón, la dificultad para moverse, los malestares varios que no creo puedan atribuirse todos al alcohol. Sigue tomando, preferentemente vino, quizás en dosis mayores de las que puede soportar, pero su decaimiento físico parece responder a más causas que Dolly no llega a enumerar ni conocer. Ella lucha día a día contra la dosis de vino, pero también para llevarlo a los médicos y curarlo. Ve mal, se le inyectan los ojos repentinamente y le lloran; se fatiga muy pronto, incluso la mera conversación. Pero espiritualmente está muy bien, feliz en su encuentro con amigos en la intimidad, aterrado con el público como siempre, parloteador y bromista incluso, menos áspero y defensivo que antes. Lee sin cesar novelas, preferentemente policiales, tendido en la cama, bebiendo y fumando, pero agradece que lo visiten y acompañen. Carlos Martínez [Moreno] y yo hicimos de acompañantes e improvisados enfermeros, ayudando a Dolly, y él dejaba hacer con placidez. Ruffinelli nos puso a todos en un hotel separado, junto con Fernando Alegría, de modo que pasamos la mayor parte del tiempo libre con él.
Sólo fue a la inauguración del coloquio, sentado como un maniquí rosado entre el rector y el gobernador, sólo dijo tres palabras (“¡no, hablar no”!) cuando creyó que el gobernador se dirigía a él para instarlo a decir un discurso y no volvió más por el encuentro para general consternación y fastidio de los estudiantes y de los otros invitados, escritores y profesores, reunidos para homenajearle.
Inútiles fueron nuestros intentos para llevarlo a la Universidad o tratar de que se viera con los escritores mexicanos. [Carlos] Monsiváis, que hizo un excelente análisis de su obra, le remitió unos libros para que se los autografiara, dado que no pudo verlo. Y creo que Onetti, atendiendo nuestras referencias sobre él, hubiera querido verlo, pero concluía “no pudiendo”.
Encuentro con Ida y con Enrique Fierro y conversación fluida con ellos, apaciblemente. La relación distendida y cordial. Desde luego, los chicos como tema primero, pero también la vida profesional de ellos en México y su situación. Ella leyó un texto preciso interpretando la última novela de Onetti y él un poema conjugando Santa María-Montevideo, en la distancia.
Junio 10, 1980
En las largas conversaciones con Gabo, siempre la curiosa impresión de que se maneja con “historias” que son casi materiales literarios, sucesos de la vida que resultan llamativos e ilustrativos, pero sin trasladarlos al servicio de normas generales o leyes del funcionamiento político o económico, como tiendo a hacer yo. La sensación de que manejamos dos diferentes instrumentos cognoscitivos.
En México, Gabo me pasa el original de su próxima novela Crónica de una muerte anunciada que leo en la noche sin soltarla. Tiene sólo 180 páginas de máquina y es una suerte de Cien años concentrada, a la manera de El Coronel. Un “fait divers” admirablemente contado, con una precisión más austera que en los Cien años, utilizando los mismos recursos, pero con más energía y concentración, con menos deslices de esa mala poesía que hay en los Cien años.
Es una historia italiana como en Bocaccio o en Mateo Bandello, aunque ambientada en un pueblecito costeño, creo que Sucre, de Colombia, nacida de un episodio real ocurrido cuando Gabo era un muchacho. Se le podría definir como el juego del azar, del amor y de la muerte, pues los tres triunfos se suceden en el libro.
Domingo 27, 1980
Desagrado, cólera y más tarde una larga, larga depresión, cuando oí a Cortázar en el acto de presentación de la revista Sin censura que él patrocina en París.
Me consta su falta de información política y no digamos económica o social, y su escaso discernimiento para la problemática internacional. Como él confiesa, hasta mediados los sesenta era un literato puro que además nada sabía de América latina. Lo desgraciado es que no ha hecho reales esfuerzos para informarse mejor, estudiar los problemas y verlos con una perspectiva objetiva. Pero a pesar de que sigue siendo un “literato puro” opina sobre política con tal simpleza, ignorancia de los asuntos y elementalidad del razonamiento, que produce o descorazonamiento o cólera. A mí las dos cosas y concluyo abominando de los escritores metidos a políticos: concluyen haciendo mal las dos cosas.
En Julio, dentro de ese constitutivo y original funcionamiento enrevesado del tiempo, se oye a un adolescente quinceañero decir simplezas, sobre el exilio, sobre Nicaragua (“en dos años habrán sido resueltos los problemas del país”), sobre los regímenes militares, sobre el socialismo (una simple panacea), sobre los escritores comprometidos.
He defendido siempre su candor (como lo he hecho respecto a Benedetti) y su honestidad; quienes estaban cerca de mí en el acto no compartían mi creencia. Todos sin embargo coincidimos en la penosa impresión dada por su disertación y sus respuestas a las preguntas (infausta fue su explicación de lo ocurrido en la embajada peruana de La Habana, llegando a negar que hubiera 10.000 personas a pesar del testimonio peruano y del reconocimiento cubano) y a mí me volvió a plantear esta espina sobre los perjuicios que estos intelectuales ignorantes de la realidad social, económica y política de nuestros pueblos provocan en las jóvenes generaciones que creen en ellos (porque son buenos escritores, no porque sean políticos buenos) y están dispuestos a aceptar sus juicios.
La extrapolación es evidente: aprovechando la autoridad ganada en el campo de la “literatura pura” se la usa para impartir una doctrina sobre asuntos que les son enteramente ajenos y donde no ha habido prueba de ningún tipo de competencia o de conocimiento serio. Desgraciado equívoco. He conocido sus desgraciadas consecuencias en el pasado y nada parece que ellas hayan contribuido a hacer más serias y responsables las palabras políticas que hoy siguen pronunciando los intelectuales.
Washington, 1980
De noche, en casa de los Pico, cenamos con Beatriz Guido, que había dado una conferencia en la Universidad de Maryland durante la tarde. Hacía años que no la veía; se ha hecho señora y ha adoptado un modo social, nervioso e inseguro que la impulsa a hablar torrencialmente sobre las naderías de la convivencia, con una visible inquietud interior. Nos comunicábamos datos sobre amigos tratando ella de ser animada, atractiva, chismosa (“parezco Radiolandia”, de pronto dijo) y muy informada, a pesar de que varias veces noté que improvisaba o que simplemente inventaba (creía que Divinsky vivía aún en Buenos Aires y seguía dirigiendo La Flor). Notorio afán de estar bien con todo el mundo, como le es propio, que la impulsa a excederse compartiendo las que cree competencias o enemistades, se puso repentinamente a hablarme mal de Rodríguez Monegal, a inventar que había sido abandonado otra vez por su mujer, a recordar críticas de Torre Nilsson sobre él. Sentí con claridad que lo mismo le diría a él de mí cuando se encontraran.
26 de diciembre de 1977
En casa de Jorge Edwards para una reunión tediosa, donde los repentinos silencios sembraban la alarma. La misma impresión de siempre con él: tanto ha reprimido, en el estilo aristocrático y diplomático, sus emociones y sus opiniones, que ha concluido por no tenerlas, consagrándose a una conversación plana de cocktail mundano, intercambiando datos y tramando intereses del momento. La conversación recae forzosamente en Chile, de donde acaba de regresar su mujer, y percibo el suave acercamiento que ya observé en otros chilenos del exilio: comienzan a colaborar en las revistas llamadas de oposición, viajan al país en visitas privadas, gestionan documentos, etc. La fuerza del nacionalismo chileno, quizás, pero también un temperamento provinciano, como en Venezuela, que más allá de los enfrentamientos políticos, conserva una red de relaciones personales cordiales gracias a la cual se restañan las comunicaciones y se atemperan las discordias: claro está que en el nivel de la burguesía, más que en el proletario, pues ella ha sido la espina dorsal de la evolución histórica del país.
Acaba de concluir una nueva novela que quizá diga todo eso, pues recorre a un grupo de amigos desde 1948 hasta octubre de 1973, cubriendo por lo tanto el agitado período de cambio con la democracia cristiana y el gobierno de Allende. Quedamos en encontrarnos para hablar de ella: por sus reticentes informaciones creo que se sitúa en el cauce de Persona non grata.
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