Dom 29.09.2002
libros

ENTREVISTA

El albanés soy yo

Antonio Tabucchi está cada vez más convencido de que, frente a las cosas de la vida, los hombres son muy estúpidos y que los escritores que no alzan su voz cuando las cosas van mal, no son nada. Pero sobre cualquier otro juicio literario, político o de género, el autor toscano está convencido de que, a tono con su última novela, para muchas cosas, Se está haciendo cada vez más tarde (Anagrama, 2002). Demasiado tarde. Y explica por qué.

por Alicia Martínez Pardíes,
desde Florencia
Hace ya cinco años, y entre la publicación de sus dos novelas más populares –Sostiene Pereira y La cabeza perdida de Damasceno Monteiro–, Antonio Tabucchi empezó a pensar y a escribir lo que, en principio, fue sólo una carta pero que con el tiempo devino una suerte de novela epistolar que él define, casi divertido, como una pequeña comedia humana de bolsillo. El resultado de ese trabajo ya está a la vista: Se está haciendo cada vez más tarde, o bien, diecisiete cartas escritas por remitentes casi anónimos –y masculinos–, a sus respectivas mujeres, amadas en el presente, pero siempre mucho más, en el pasado. Diecisiete cartas que conforman un aparente rompecabezas de tiempos suspendidos, destinos ilusorios o equívocos e historias plenas de fugas y vacíos. Un juego que, según el propio Tabucchi, sólo alcanzará un sentido, si lo tiene, con su última pieza: una carta escrita por una mano femenina que unifica, con lucidez, las fracciones dispersas.
¿Por qué Se está haciendo cada vez más tarde?
–El título puede parecer metafórico, pero no lo es: los personajes que escriben las cartas del libro lo hacen con retraso, cuando ya todo ha pasado. Tengo casi sesenta años y he llegado a una conclusión: nosotros, los hombres, somos muy estúpidos. En el género humano el ser masculino es particularmente estúpido frente al femenino. Los hombres entendemos todo demasiado tarde. Ustedes, las mujeres, mucho antes. Y entonces me pareció razonable poner a escribir a varios hombres que creen haber entendido, quizá lo hicieron, pero comprendieron todo demasiado tarde. Es como cuando uno abre la heladera porque quiere comer un yogur, pero está vencido. Su aspecto es bello, pero ya no es comestible. Ya es tarde.
Tanto en su nuevo libro como en otros anteriores –Sostiene Pereira o La Línea del horizonte– aparece una preocupación fuerte por lo que puede fallar en el cuerpo y por el sentido irreversible del tiempo.
–Quizá porque estoy envejeciendo cada vez más y veo que la vejez no es un hecho de calidad sino de cantidad. Me explico: cuando uno es joven tiene apetito todos los días, cuando es más viejo, no. Y no sólo: me inquieta el dolor físico –lo he padecido bastante–, mucho más que el sufrimiento psicológico, al que puedo administrar, o por lo menos intentar controlarlo. Con el dolor físico no pasa lo mismo: siempre es inútil. Y encima, estoy en desacuerdo con las reglamentaciones duras que existen al respecto...
Como la eutanasia...
–Exacto. Dejemos morir a los que quieren morir y, sobre todo, hagamos lo imposible para que no sufran.
Una vez más usted vuelve a apostar en la ficción a personajes muy contradictorios y atormentados. ¿Por qué?
–Porque las personas con vidas plenas o satisfactorias me aburren. Me atraen quienes dudan porque, aunque es probable que tengan vidas más sufridas y difíciles, están más vivos. Y porque además soy bastante melancólico, como casi todos los escritores, que nacen bajo el signo de Saturno.
Es la primera vez que usted dispone se respete la misma tapa para todas las ediciones de sus libros que se publiquen en el mundo, y se trata de una fotografía, Couple (Kuligowsky, 1978). ¿Qué lo llevó a elegir esa portada?
–Le cuento la historia de esa imagen. A fines de los años setenta, paseando por la orilla del Sena, me detuve en un puesto de libros viejos. Allí me llamó mucho la atención esa misteriosa postal en la que un hombre abraza desesperadamente a una mujer. La compré por un franco y durante veinte años la llevé siempre en mi agenda, buscando quién sabe qué explicación. Me intrigaba que no se viesen las caras, sino sólo un sombrero, y tampoco comprendía ese aferrarse desesperado del hombre a la mujer que aparecía algo rígida. La escena me transmitía la sensación de alguien que encontró el puerto donde llegar con su nave después de un naufragio. Con mi mujer, María José, y mi hijo Michele –que es fotógrafo- aventuramos varias hipótesis: tal vez era un reencuentro, quizás un adiós. Hasta que supimos la verdad. En enero de este año estábamos en París y mi editor me invitó a firmar libros, en una librería vecina a La Sorbona. La última persona en la fila era un señor algo anciano y muy elegante. Cuando se acercó, le pedí su nombre para dedicarle el libro y me sorprendió su respuesta: Monsieur Kuligowski. ¿Como el fotógrafo?, le pregunté. Sí, me dijo, como el fotógrafo. Yo insistí: ¿Tiene algo que ver con el fotógrafo? Yo soy el fotógrafo, respondió con una sonrisa divertida. Me levanté enseguida, le di la mano y le pedí al dueño de la librería que trajera algo para brindar. Mientras celebrábamos con champagne, le confesé que durante dos décadas su foto había incentivado mi imaginación. Entonces me contó que cuando él era joven trabajaba en una agencia que se ocupaba de sacar fotos de matrimonios y que la fotografía del abrazo la había tomado en un remarriage: era una pareja que se había divorciado y que, después de varios años, se había vuelto a casar.

La alegría es sólo brasilera
Tabucchi no milita en ningún partido político porque comulga, según confiesa, con los anárquicos, que saben perfectamente que están combatiendo por una utopía que no aplica –ni aplicará– ningún gobierno. Pero la falta de filiación partidaria es un detalle sin importancia a la hora de hablar de la militancia de este intelectual europeo, archiconocido y respetado no sólo por su producción literaria sino por sus artículos en la prensa local e internacional, y sus libros de non fiction (La gastritis de Platón, entre otros), en los que no repara en denunciar, criticar o discutir todo aquello con lo que discrepa o entiende que está mal (han sido famosas, por ejemplo, sus discusiones públicas con Umberto Eco sobre el rol de los intelectuales; sus escritos en favor de los gitanos discriminados en su ciudad, Florencia, o sus permanentes críticas al gobierno de Silvio Berlusconi). Quizá por eso, en varias oportunidades recibió propuestas para presentarse como senador. Quizá por eso mismo, siempre las rechazó.
En general, usted se niega a ser caracterizado como un escritor comprometido pero, al menos en español, ésa es la única palabra con la que se puede hablar de un intelectual que toma posición constante frente a los problemas políticos y sociales de su país. En ese sentido, ¿en qué términos preferiría considerarse?
–Si usted quiere hablar de compromiso, el mío tiene que ver con una posición ética, moral y quizás, incluso, cristiana. Aclaro que soy ateo, pero adhiero a los valores básicos del cristianismo, como el no robarás o no hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a vos. Y además, siempre pensé que los escritores tienen el deber de inquietarse si pasa algo grave en el mundo, de hacer sonar la alarma y de tomar posiciones cuando la situación es grave. La escritura es nuestra voz. Y un autor que no alza la voz cuando debe, no es un escritor. Es nada.
En esa línea se inscribe el Parlamento Internacional de Escritores, del que usted fue uno de los fundadores. ¿Cómo nació esta organización?
–Surgió en 1993, después del asesinato del escritor y poeta argelino Tahar Djaout. Trescientos intelectuales de todo el mundo (entre ellos, Toni Morrison, Günter Grass y Octavio Paz) lanzamos el Parlamento Internacional de Escritores, con la intención de crear un organismo para proteger, físicamente, a los escritores y a los intelectuales amenazados de muerte, perseguidos o encarcelados en sus países. Muchos autores nos escribían no sólo por la libertad de palabra, sino por el cuerpo. La libertad de la palabra es muy noble, pero si está en juego el cuerpo no sirve para nada. Hay países donde no matan a los escritores y se pueden defender, pero en otros les meten dos balas y la libertad de palabra pasa a ser secundaria. Para eso creamos este Parlamento, es decir, para crear una red de ciudades-refugio en Europa, donde las administraciones de las alcaldías pudiesen asegurar la defensa física de las personas amenazadas. Hoy contamos con una red de treinta ciudades-refugio que ofrecen a los escritores y sus familias un lugar decoroso donde vivir, una suma de dinero mínima para su sostenimiento y su participación en las actividades culturales de la ciudad, en la biblioteca, las escuelas, las asociaciones.
Hay algunos otros temas por los que usted “alza la voz” a menudo en sus artículos. Me refiero a su país, al que desde hace tiempo usted se refiere como un “un país a la deriva”. ¿Qué cosas son las que más lo molestan de la realidad italiana?
–Ponerse sobre la espalda la bandera de Estados Unidos porque nos dicen que todos debemos ser americanos; participar en los bombardeos de la OTAN; tener una Constitución atropellada todos los días por un decreto del gobierno de Berlusconi; colocar en la plaza central una estatua de Mussolini (como ya pasó en varias ciudades del país); ver cómo un gran cómico como Roberto Benigni pudo ser amenazado por un pseudo periodista, Giuliano Ferrara, porque en el pasado Festival de San Remo haría un monólogo contra Berlusconi, y ver que al final Benigni lo respeta porque su nueva película será distribuida próximamente en Italia por la distribuidora más grande del país, que pertenece, ¿adivinó?, al cavalliere Berlusconi. Yo les dejo esta Italia. Me disgusta esta Italia donde rige una ley por la cual los extracomunitarios deben registrar sus huellas digitales. Ya lo escribí en un artículo, “El albanés soy yo”: que me tomen las huellas digitales también a mí, porque me considero extraño a esta cultura. Quiero seguir estando en un pueblo maya, sintiéndome uno de ellos porque su cultura me pertenece también, ¿por qué hay que aceptar en silencio una ley que pretende reconocernos como europeos puros? ¡Es una estupidez! Los europeos no son puros. Como jamás lo ha sido Occidente: aquí hubo judíos, árabes, invasiones bárbaras, y hasta turcos. Y si Occidente produjo una gran cultura –como lo hizo– fue gracias a estos cruces, a estos mestizajes de culturas.
Frente a esta situación, ¿qué pasa con la izquierda?
–En Europa se observa que cuando la izquierda trata de copiar el modelo de la derecha naturalmente pierde porque la derecha sabe hacer su tarea de derecha mucho mejor que la izquierda. Y por esto mismo la izquierda perdió en Europa. Sin ir más lejos fíjese en Tony Blair: con una máscara distinta, es una contrafigura de la señora Thatcher, o mejor, un travestido. Por eso consigue tantos votos de la señora y de la pequeña burguesía. En el teatro shakespeareano hay figuras que se travisten y Blair pertenece a la tradición occidental del travestido: un hombre mediocre, astuto, supongo que bien pagado, muy amigo de los presidentes americanos. En fin, una personalidad sospechosa.
Hay algunos movimientos, como los anti-globalización, que se manifiestan contra este estado de cosas...
–Y yo los miro con mucho interés porque, sobre todo, son jóvenes. Yo no lo soy, y creo que una persona que es casi vieja debe mirar a los jóvenes. Ésta es, en el fondo, una posición progresista. Y en mi caso, una apreciación que revela una naturaleza optimista o falsamente optimista. Porque en la medida en que son jóvenes el mundo les pertenecerá. A mí no me pertenece más porque lo dejaré en pocos años. Ellos quieren un mundo distinto y me encanta que lo crean. ¿Por qué con mi falsa sabiduría debería decirles que no es así? Además, ni siquiera sería una falsa sabiduría porque conozco el mundo, y la civilización humana es perversa y negativa desde siempre (con esto les doy libreto a quienes me critican porque dicen que soy un pesimista).
¿Se siente, en cambio, un escéptico?
–Sí, sin dudas. Porque el escepticismo es una postura esencial del escritor. Ser escéptico es no creer inmediatamente en los slogans que el poder propone. El escepticismo supone la duda y dudar es indispensable en la literatura. Los artistas deben dudar. Mucho más ahora, cuando todo está tan mal.
¿Se le ocurre alguna solución?
–No lo sé. Hagan cualquier cosa ustedes en Latinoamérica. Nosotros, los italianos, nos hemos transformado en personas inmovilizadas. Quizás ustedes tengan todavía posibilidades. Vuestro continente tal vez tenga aún un futuro distinto del de Europa. Búsquenlo ustedes. Latinoamérica cuenta con una fuerte diversidad, y por suerte creo que la modernidad no lo ha anestesiado aún. Por eso tiene todas las desventajas de la no modernidad, pero también las posibilidades, las ventajas. El mundo de la modernidad creado por Occidente es éste que usted ve aquí, en Italia, el que se ve en el resto de Europa: un mundo que no nos gusta. Y no me gusta. No hemos logrado construir uno distinto. Y yo espero, ansioso, que Latinoamérica haga uno diferente.

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