Domingo, 29 de septiembre de 2002 | Hoy
ENTREVISTA
Antonio Tabucchi está cada vez más convencido de que, frente a las cosas de la vida, los hombres son muy estúpidos y que los escritores que no alzan su voz cuando las cosas van mal, no son nada. Pero sobre cualquier otro juicio literario, político o de género, el autor toscano está convencido de que, a tono con su última novela, para muchas cosas, Se está haciendo cada vez más tarde (Anagrama, 2002). Demasiado tarde. Y explica por qué.
La alegría es
sólo brasilera
Tabucchi no milita en ningún partido político porque comulga,
según confiesa, con los anárquicos, que saben perfectamente que
están combatiendo por una utopía que no aplica ni aplicará
ningún gobierno. Pero la falta de filiación partidaria es un detalle
sin importancia a la hora de hablar de la militancia de este intelectual europeo,
archiconocido y respetado no sólo por su producción literaria
sino por sus artículos en la prensa local e internacional, y sus libros
de non fiction (La gastritis de Platón, entre otros), en los que no repara
en denunciar, criticar o discutir todo aquello con lo que discrepa o entiende
que está mal (han sido famosas, por ejemplo, sus discusiones públicas
con Umberto Eco sobre el rol de los intelectuales; sus escritos en favor de
los gitanos discriminados en su ciudad, Florencia, o sus permanentes críticas
al gobierno de Silvio Berlusconi). Quizá por eso, en varias oportunidades
recibió propuestas para presentarse como senador. Quizá por eso
mismo, siempre las rechazó.
En general, usted se niega a ser caracterizado como un escritor comprometido
pero, al menos en español, ésa es la única palabra con
la que se puede hablar de un intelectual que toma posición constante
frente a los problemas políticos y sociales de su país. En ese
sentido, ¿en qué términos preferiría considerarse?
Si usted quiere hablar de compromiso, el mío tiene que ver con
una posición ética, moral y quizás, incluso, cristiana.
Aclaro que soy ateo, pero adhiero a los valores básicos del cristianismo,
como el no robarás o no hagas a tu prójimo lo que no quieres que
te hagan a vos. Y además, siempre pensé que los escritores tienen
el deber de inquietarse si pasa algo grave en el mundo, de hacer sonar la alarma
y de tomar posiciones cuando la situación es grave. La escritura es nuestra
voz. Y un autor que no alza la voz cuando debe, no es un escritor. Es nada.
En esa línea se inscribe el Parlamento Internacional de Escritores, del
que usted fue uno de los fundadores. ¿Cómo nació esta organización?
Surgió en 1993, después del asesinato del escritor y poeta
argelino Tahar Djaout. Trescientos intelectuales de todo el mundo (entre ellos,
Toni Morrison, Günter Grass y Octavio Paz) lanzamos el Parlamento Internacional
de Escritores, con la intención de crear un organismo para proteger,
físicamente, a los escritores y a los intelectuales amenazados de muerte,
perseguidos o encarcelados en sus países. Muchos autores nos escribían
no sólo por la libertad de palabra, sino por el cuerpo. La libertad de
la palabra es muy noble, pero si está en juego el cuerpo no sirve para
nada. Hay países donde no matan a los escritores y se pueden defender,
pero en otros les meten dos balas y la libertad de palabra pasa a ser secundaria.
Para eso creamos este Parlamento, es decir, para crear una red de ciudades-refugio
en Europa, donde las administraciones de las alcaldías pudiesen asegurar
la defensa física de las personas amenazadas. Hoy contamos con una red
de treinta ciudades-refugio que ofrecen a los escritores y sus familias un lugar
decoroso donde vivir, una suma de dinero mínima para su sostenimiento
y su participación en las actividades culturales de la ciudad, en la
biblioteca, las escuelas, las asociaciones.
Hay algunos otros temas por los que usted alza la voz a menudo en
sus artículos. Me refiero a su país, al que desde hace tiempo
usted se refiere como un un país a la deriva. ¿Qué
cosas son las que más lo molestan de la realidad italiana?
Ponerse sobre la espalda la bandera de Estados Unidos porque nos dicen
que todos debemos ser americanos; participar en los bombardeos de la OTAN; tener
una Constitución atropellada todos los días por un decreto del
gobierno de Berlusconi; colocar en la plaza central una estatua de Mussolini
(como ya pasó en varias ciudades del país); ver cómo un
gran cómico como Roberto Benigni pudo ser amenazado por un pseudo periodista,
Giuliano Ferrara, porque en el pasado Festival de San Remo haría un monólogo
contra Berlusconi, y ver que al final Benigni lo respeta porque su nueva película
será distribuida próximamente en Italia por la distribuidora más
grande del país, que pertenece, ¿adivinó?, al cavalliere
Berlusconi. Yo les dejo esta Italia. Me disgusta esta Italia donde rige una
ley por la cual los extracomunitarios deben registrar sus huellas digitales.
Ya lo escribí en un artículo, El albanés soy yo:
que me tomen las huellas digitales también a mí, porque me considero
extraño a esta cultura. Quiero seguir estando en un pueblo maya, sintiéndome
uno de ellos porque su cultura me pertenece también, ¿por qué
hay que aceptar en silencio una ley que pretende reconocernos como europeos
puros? ¡Es una estupidez! Los europeos no son puros. Como jamás
lo ha sido Occidente: aquí hubo judíos, árabes, invasiones
bárbaras, y hasta turcos. Y si Occidente produjo una gran cultura como
lo hizo fue gracias a estos cruces, a estos mestizajes de culturas.
Frente a esta situación, ¿qué pasa con la izquierda?
En Europa se observa que cuando la izquierda trata de copiar el modelo
de la derecha naturalmente pierde porque la derecha sabe hacer su tarea de derecha
mucho mejor que la izquierda. Y por esto mismo la izquierda perdió en
Europa. Sin ir más lejos fíjese en Tony Blair: con una máscara
distinta, es una contrafigura de la señora Thatcher, o mejor, un travestido.
Por eso consigue tantos votos de la señora y de la pequeña burguesía.
En el teatro shakespeareano hay figuras que se travisten y Blair pertenece a
la tradición occidental del travestido: un hombre mediocre, astuto, supongo
que bien pagado, muy amigo de los presidentes americanos. En fin, una personalidad
sospechosa.
Hay algunos movimientos, como los anti-globalización, que se manifiestan
contra este estado de cosas...
Y yo los miro con mucho interés porque, sobre todo, son jóvenes.
Yo no lo soy, y creo que una persona que es casi vieja debe mirar a los jóvenes.
Ésta es, en el fondo, una posición progresista. Y en mi caso,
una apreciación que revela una naturaleza optimista o falsamente optimista.
Porque en la medida en que son jóvenes el mundo les pertenecerá.
A mí no me pertenece más porque lo dejaré en pocos años.
Ellos quieren un mundo distinto y me encanta que lo crean. ¿Por qué
con mi falsa sabiduría debería decirles que no es así?
Además, ni siquiera sería una falsa sabiduría porque conozco
el mundo, y la civilización humana es perversa y negativa desde siempre
(con esto les doy libreto a quienes me critican porque dicen que soy un pesimista).
¿Se siente, en cambio, un escéptico?
Sí, sin dudas. Porque el escepticismo es una postura esencial del
escritor. Ser escéptico es no creer inmediatamente en los slogans que
el poder propone. El escepticismo supone la duda y dudar es indispensable en
la literatura. Los artistas deben dudar. Mucho más ahora, cuando todo
está tan mal.
¿Se le ocurre alguna solución?
No lo sé. Hagan cualquier cosa ustedes en Latinoamérica.
Nosotros, los italianos, nos hemos transformado en personas inmovilizadas. Quizás
ustedes tengan todavía posibilidades. Vuestro continente tal vez tenga
aún un futuro distinto del de Europa. Búsquenlo ustedes. Latinoamérica
cuenta con una fuerte diversidad, y por suerte creo que la modernidad no lo
ha anestesiado aún. Por eso tiene todas las desventajas de la no modernidad,
pero también las posibilidades, las ventajas. El mundo de la modernidad
creado por Occidente es éste que usted ve aquí, en Italia, el
que se ve en el resto de Europa: un mundo que no nos gusta. Y no me gusta. No
hemos logrado construir uno distinto. Y yo espero, ansioso, que Latinoamérica
haga uno diferente.
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