Domingo, 8 de junio de 2008 | Hoy
KANIUK
Un perro, una niña y su familia disfuncional arman una seductora historia de la siempre interesante literatura hebrea.
Por Juan Pablo Bertazza
Wasserman. Historia de un perro
Yoram Kaniuk
Fondo de Cultura Económica
140 páginas
A menudo los hijos se nos parecen... a los perros. Por lo menos según muchas de las historias dirigidas al público infanto-juvenil (aunque los chicos nunca pidieron esas historias) que padecen de tanta azúcar como los dulces que acostumbran comer a esa edad: los clásicos esquemas blanco/negro en que tanto niños como perros representan la bondad absoluta en contraste con la maldad de los adultos, a quienes en general terminan redimiendo.
Wasserman. Historia de un perro, de Yoram Kaniuk (un buen exponente de la siempre interesante literatura hebrea, combatiente en la guerra de independencia del ’48 y autor de una excelente novela sobre el Holocausto llamada, justamente, El hombre perro), constituye un cabal intento de escaparles a esos huesos fáciles y hay que decir que, en gran parte, lo logra.
Talia es la extraña hija de un extraño matrimonio y vive obsesionada por los perros a los que, por ejemplo, acostumbra a darles respiración boca a boca aunque siempre se le terminan muriendo. Un día encuentra a un can con los testículos quemados, lo adopta y lo salva con la fuerza del cariño. Y si bien la suma entre una nena conflictiva y aislada y un perro rescatado del infierno suele dar como resultado una amistad inquebrantable, acá hay eso pero también algo más: un incómodo resto que tiene que ver, por un lado, con la amenaza de la inminente aparición de su verdadero dueño y, por el otro, con un intermitente gesto de hostilidad del mismo perro hacia Talia, como si le estuviera recriminando tanto amor, como si extrañara la violencia.
Un raro misterio alimentado con interesantes simetrías como, por ejemplo, las de las placas: al morir su perro anterior, Talia clava en su tumba una placa de madera con su nombre que luego quitan los niños; y por la descolorida placa de un ginecólogo fallecido, que nadie se dedicó a sacar, lo bautiza al nuevo perro con el nombre de Wasserman.
Pero sin lugar a dudas el gran aporte de este libro es su deliciosa estética cuasiabsurda: el padre de Talia –presumiblemente alter ego del propio autor, ya que es pintor y periodista como Kaniuk– tiene una suerte de dislexia motriz que lo hace ponerse a beber el diario y leer la taza de café, encender un fósforo con los cigarrillos y hasta leer un libro que acaba de cerrar. La madre, por su parte, no para de lavarse la cabeza y Wasserman, el perro, canta “Claro de luna”.
Todas estas características que no escatiman paradojas del tipo “Papá solía asegurar que Boser era el judío de los perros, que nadie lo quería porque no era puro como los husky, los terriers y los boxers, lo que es ridículo en un país de judíos”, hacen de Wasserman una interesante novela que podría ser leída por chicos y jóvenes siempre y cuando sus padres soporten a Talia diciendo cosas como “yo era cruel y estúpida como sólo los niños pueden serlo”.
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