Dom 06.10.2002
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Más allá del euro

Por Jürgen Habermas

Hacia fines del siglo XVIII, los padres de la constitución de Filadelfia y los ciudadanos revolucionarios de París fueron los precursores y protagonistas de una praxis inaudita que hasta entonces no se había visto en el mundo. Hoy, tras doscientos años de práctica constituyente, no sólo volvemos a recorrer un sendero harto transitado sino que lo hacemos con la convicción de que la cuestión constitucional no es la clave para los problemas que nos toca resolver.
Es más, el desafío no consiste en inventar lo nuevo, sino en mantener, bajo otro formato, las grandes conquistas del Estado-nación europeo, más allá de sus fronteras nacionales. Lo único nuevo es la entidad que habrá de surgir por esa vía. Se trata de conservar las condiciones de vida materiales, las oportunidades para la educación y el ocio, los espacios de configuración social que le dan valor de uso a la autonomía privada y de esta manera vuelven posible la participación democrática.
En virtud de la “materialización” de las garantías del estado de derecho de las que ya hablaba Max Weber, hoy el debate sobre el “futuro de Europa” depende menos de consideraciones jurídicas o iusfilosóficas que de los discursos altamente especializados y ampliamente entrelazados de los cientistas sociales y los economistas, sobre todo de los politólogos. Pero no deberíamos subestimar el peso simbólico del hecho de que ya se haya puesto en marcha el debate en torno de la Constitución. En tanto comunidad política, Europa no puede establecerse en la conciencia de sus ciudadanos únicamente bajo la forma del Euro. El tratado intergubernamental de Maastricht carece de fuerza para la condensación simbólica, una fuerza que sólo puede lograrse a través de un acto fundacional.

Razones para una Constitución
Las expectativas económicas no alcanzan como motivo para movilizar a la población para que brinde apoyo político al proyecto lleno de riesgos de una unión que merezca ese nombre. Para movilizar hacen falta valores compartidos.
Ciertamente, la legitimidad de un régimen depende también de su eficiencia. Pero las innovaciones políticas, como la construcción de un Estado formado por estados-nación, requieren de la movilización política en pos de objetivos que interpelen no sólo los intereses, sino también los espíritus. Las constituciones nuevas siempre han sido respuestas históricas ante situaciones de crisis. Ahora bien, ¿cuáles son las crisis a las que se enfrentan las sociedades de Europa occidental, más bien prósperas y pacíficas?
Las razones económicas para la Unión Europea tienen que combinarse con ideas de cuño por completo diferente para conseguir en los Estados que la integran mayorías nacionales que apoyen una modificación del statu quo político –digamos, por ejemplo, la idea de la salvaguarda de una cultura y una forma de vida específicas que hoy se encuentran en peligro.
La gran masa de los ciudadanos europeos se siente unida en aras de la defensa de la forma de vida que supo desarrollar en las regiones privilegiadas de este lado de la Cortina de Hierro durante el segundo tercio del siglo XX –o sea, lo que Hobsbawm llama “la Edad de Oro”–.
Ciertamente fue el rápido crecimiento económico el que proveyó la base para un estado de bienestar en cuyo marco se regeneraron las sociedades de posguerra europeas. Pero el único resultado que cuenta de esa regeneración es aquella forma de vida en la que, sobre la base del bienestar y la seguridad, se fue desarrollando toda la riqueza y la diversidad nacional de una cultura centenaria y atractivamente renovada.
Las ventajas económicas de la unificación europea sólo cuentan como argumento para seguir ampliando la Unión Europea en el contexto de un poder de atracción cultural que va mucho más lejos que la dimensión económica. La amenaza a esa forma de vida, y el deseo de preservarla, sonestímulos para idear la visión de una Europa futura que esté en condiciones de enfrentar los desafíos actuales de manera innovadora.

Modernidad y globalización
Más allá de que consideremos la globalización económica como aceleración de tendencias existentes desde hace tiempo, o bien como una transición hacia una forma novedosa de capitalismo transnacional, en ambos casos comparte rasgos preocupantes con todos los procesos de modernización acelerada.
En períodos de cambios estructurales vertiginosos se produce una distribución cada vez más inequitativa de los costos sociales. Cada vez es mayor la desigualdad entre los ganadores y los perdedores de la modernización. Va de la mano con las expectativas generalizadas de mayores cargas en el corto plazo y mayores beneficios en el largo plazo. Sólo que esta última oleada de globalización económica no es en absoluto consecuencia de una evolución natural.
Dado que la globalización de los mercados es el resultado de decisiones políticas intencionales (las rondas del GATT y el establecimiento de la Organización Mundial del Comercio), también debe ser posible contrarrestar las consecuencias indeseadas de esas decisiones, no a través de una inversión del proceso, sino a través de políticas sociales y económicas complementarias y compensatorias.
En términos generales, dichas políticas deben adaptarse a las necesidades de grupos diferentes. En el caso de los perdedores de reciente data, la falta de empleo puede ser superada con inversiones en capacitación y reconversión laboral, como también a través de empleos eventuales de transición; mientras que los perjudicados a largo plazo deberían ser indemnizados a través de alguna forma de ingreso básico disociado de la situación laboral. Claro está, los programas con efectos de redistribución del ingreso no son fáciles de imponer, tanto más cuanto que los perdedores de la modernización ya no pertenecen a la clase trabajadora industrial con fuerte capacidad de veto.
La decisión política acerca de si una sociedad está dispuesta a pagar por un nivel adecuado de bienestar general, que excluya la segmentación de grupos marginales y la exclusión social como tal, depende cada vez más de los considerandos acerca de la justicia, sobre todo de la sensibilidad de amplios sectores de la población frente a los fenómenos claramente perceptibles de lesiones a la solidaridad. Sin embargo, esos considerandos normativos sólo pueden movilizar a las mayorías en la medida en que estén enraizados en las tradiciones de la cultura política imperante.
Esa presunción no carece de realismo en los países europeos donde las tradiciones políticas del movimiento obrero, de la doctrina social de la Iglesia y del liberalismo social todavía garantizan una cierta resonancia de las nociones de solidaridad social. Los estudios culturales comparados atribuyen a Europa un patrón de valores en el que el individualismo privado se combina con el colectivismo público de manera única.
Al menos en su presentación pública, los grandes partidos políticos siguen sacando provecho de ese trasfondo de valores; enarbolan un concepto material de ciudadanía democrática y aún en tiempos de competencia entre los Estados por atraer el favor de los inversores, deben seguir rindiendo examen en lo que hace al carácter inclusivo de sus políticas sociales.
Aun bajo esa premisa se plantea la cuestión de por qué los gobiernos nacionales no están mejor preparados que la lenta burocracia de Bruselas para implementar con mayor eficacia políticas que hagan de contrapeso y programas compensatorios.
Llegamos aquí al punto controvertido del impacto de la globalización económica sobre el margen de acción de los gobiernos nacionales. Yo mismo he subrayado que asistimos a un giro hacia una constelación posnacional. Entretanto, se han planteado argumentos en contra. Sea como fuere, noexiste una relación lineal entre la globalización de los mercados y una decreciente autonomía de los estados, ni existe necesariamente una relación inversa entre el nivel de empleo y la seguridad social.
Europa contra el Imperio
Sin embargo, persiste el problema en torno de la capacidad de acción de nuestros pequeños o medianos Estados-nación por separado para resistir a la larvada asimilación al modelo de sociedad que les es sugerido por el régimen dominante de la economía mundial. Si se me permite un cierto subrayado grueso de tono polémico, ese modelo se caracteriza por cuatro instancias:
* por la imagen antropológica del hombre como un empresario que toma decisiones racionales y explota su propia fuerza de trabajo;
* por la imagen moral de una sociedad posigualitaria que se resigna a las marginaciones, desplazamientos y exclusiones;
* por la imagen económica de una democracia que reduce a los ciudadanos al estatus de miembros de una sociedad de mercado y que redefine al Estado como una empresa de servicios para clientes y consumidores;
* finalmente, por la pretensión vanamente estratégica de que no hay mejor política que aquella que se vuelve superflua hasta para sí misma.
Esos son los ladrillos con los que se construye la imagen neoliberal del mundo, que, si estoy en lo cierto, es ajeno a la comprensión normativa que los europeos tienen de sí.

¿Y el pueblo dónde está?
Ahora bien, los escépticos frente a la idea de Europa rechazan que se pase de la legitimación a través de los tratados internacionales a una Constitución Europea con el argumento de que “no existe el pueblo europeo”.
Lo que parece faltar es el sujeto que se necesita para un proceso constituyente, vale decir aquel singular colectivo del “pueblo” que desee constituirse a sí mismo en una nación de ciudadanos. Sin embargo, esta “tesis del no-pueblo” ha sido criticada por razones conceptuales y empíricas.
La nación de ciudadanos no puede ser confundida con una comunidad de destinos prepolítica, signada por el origen, la lengua y la historia comunes. Al caer en esa confusión, se pierde de vista el carácter voluntarista de la nación de ciudadanos, cuya identidad colectiva no existe ni previa ni independientemente del proceso democrático del que surge. En ese contraste entre la nación de ciudadanos y la nación popular es donde se refleja una de las grandes conquistas del Estado-nación democrático, que con el status de la ciudadanía generó una solidaridad totalmente nueva (por lo abstracta), mediada por el derecho.
La conciencia nacional surgió tanto de la comunicación masiva de los lectores de la prensa escrita como de la movilización masiva de los conscriptos y los votantes. Dicha conciencia lleva la impronta tanto de la construcción de orgullosas historias nacionales como de los discursos públicos de los partidos políticos que luchan por la influencia y el poder.
De la historia de la génesis de los Estados-nación europeos puede aprenderse que las nuevas formas de la identidad nacional tienen un carácter artificial que sólo pudo surgir bajo determinadas condiciones históricas en el curso de un proceso que se extendió durante todo el siglo XIX. Esa formación identitaria se debe a un doloroso proceso de abstracción en el que las lealtades locales y dinásticas fueron superadas en la conciencia de los ciudadanos democráticos, que se saben pertenecientes a la misma nación. De ser así, no hay razones para suponer que la formación de ese tipo de solidaridad ciudadana tenga que detenerse en las fronteras del Estado-nación. Las condiciones bajo las cuales surgió la conciencia nacional también nos recuerdan las condiciones empíricas que deben darse para que pueda constituirse una formación identitaria, tan improbable, más allá de las fronteras nacionales: a) la necesidad de una sociedad civil a escala europea; b) la construcción de una esfera pública a escala europea, c) la creación de una cultura política compartida por todos los ciudadanos de la UE.
Esos tres requerimientos funcionales de una Unión Europea con una constitución democrática pueden concebirse como puntos de referencia para desarrollos complejos, pero convergentes. Dichos procesos pueden ser acelerados y llevados hacia la convergencia por el efecto catalizador de una Constitución.
Europa tiene que volver a aplicarse reflexivamente la lógica de ese proceso circular en el que el Estado democrático y la nación se generaron mutuamente. En el principio sería el referéndum constitucional el que pondría en marcha un gran debate en toda Europa. Es que el proceso constituyente es un medio único para la comunicación más allá de las fronteras. Tiene el potencial de una profecía autocumplida. Una Constitución europea no sólo volvería manifiesto el desplazamiento en el poder que ha tenido lugar silenciosamente; también promovería la aparición de nuevas constelaciones de poder.
Selec. y trad. Silvia Fehrmann.

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