› Por Hugo Salas
Dominada por las dos grandes guerras y la posibilidad (frustrada) de una revolución internacional, o cuanto menos europea, la primera parte del siglo XX fue generosa en destinos épicos, aun entre intelectuales, usualmente tan poco dispuestos al despliegue de la fuerza. Lejos de la preceptiva clásica –y bajo el influjo, tal vez, del último aliento romántico–, durante aquellos años se escribió en el exilio, al borde de la muerte y con las armas en la mano, pero muy pocos lo hicieron, además, desde una participación activa en la vida política gubernamental. Comprometerse no implicaba, en sí, ensuciarse las manos con el vulgar desarrollo de la historia, salvo para unos pocos, como György Lukács.
Nacido en 1885, este hijo de un prominente banquero judío de Budapest, filósofo y crítico literario de formación alemana, se convierte al comunismo (lo suyo no fue una mera adhesión) hacia fines de la I Guerra Mundial. A diferencia de otros colegas de su tiempo, debió entender que un pensamiento marxista no podía ir disociado del porvenir del socialismo como realización concreta, y por ello ya en 1919 participa del fugaz levantamiento húngaro, primero como subcomisario del pueblo, luego titular del Ministerio de Educación y más tarde comisario político de la Quinta División Roja. En un siglo donde la mayoría de los grandes teóricos marxistas piensa el socialismo desde afuera, como pura utopía o apuesta al porvenir, Lukács se anima a pensar una política cultural interna (la otra excepción sería Gramsci, lamentablemente reducido al encierro).
Exiliado en Viena entre 1920 y 1929 tras el aplastamiento de la rebelión, publica allí dos de sus obras mejor conocidas: Teoría de la novela e Historia y conciencia de clase. Este último, debido a sus audaces reinterpretaciones hegelianas de puntos especialmente sensibles de la teoría de Marx (como la relación entre base y superestructura), genera hondo malestar en la ortodoxia, provocando duras críticas durante el V Congreso Mundial de la Internacional Comunista. Su autocrítica pública no se hace esperar, y tampoco será la última (de hecho, en 1967, cuatro años antes de morir, escribirá un duro e interesante prólogo para la edición española). Más tarde emigra a Moscú, donde permanece hasta el fin de la pesadilla fascista y formula una muy personal teoría estética del realismo (que muchos leen en consonancia con el realismo socialista impuesto por Stalin), que le vale una durísima respuesta de Adorno.
Estos datos, sin mayores precisiones, han contribuido a generar una imagen de Lukács (muy difundida dentro de la academia argentina) como un filósofo de primera línea que termina abjurando de su talento para someterse a los dictámenes soviéticos; un burócrata. Más allá de no concordar con la evidencia histórica (la relación del filósofo con el Partido distó mucho de ser pacífica, tanto que en 1956 participará de la revolución de Nagy, que procuraba implantar en Hungría un socialismo de corte democrático), esta interpretación ha permitido que se ignore su producción posterior a Historia y conciencia de clase (en particular, su monumental Estética y la póstuma Ontología del ser social), así como también las válidas objeciones estrictamente filosóficas que el pensador supo formular a aquellas obras de juventud, escritas aún desde un conocimiento muy imperfecto de la obra de Marx.
Es justamente ese hueco en el espacio de las lecturas españolas el que procuran llenar las compilaciones de Antonino Infranca y Miguel Vedda, miembros de la Sociedad Internacional György Lukács, comprometida con la preservación de su legado. El último volumen, György Lukács: ética, estética y ontología, abre con un interesante abanico de textos inéditos que van desde 1922 (“Origen y valor de la obra poética”) hasta 1970 (“Marx y Goethe”), entre los que se destaca “Gran Hotel Abismo”, escrito en 1933. Si bien es preciso situarlo en un contexto de juventud, donde el filósofo rechaza la cultura burguesa y la socialdemocracia en bloque (actitud muy distinta de la que rige, por ejemplo, “Marx y Goethe”, última pieza de la antología), en la caracterización que allí hace de ciertos intelectuales burgueses como individuos prestos a criticar el capitalismo siempre que esto no implique abandonar sus comodidades, sus dádivas, Lukács parece responder de antemano, con gran clarividencia, a quienes hoy lo tildan de burócrata. En efecto, ¿qué posibilidades había, en plena guerra mundial, de sostener cualquier apuesta por el socialismo fuera del bloque soviético?
“A modo de comparación, es muy útil ver qué pasa en Brasil”, reflexiona Vedda. “Allí, Lukács es un clásico. Ocurre que entre ellos la costumbre es procurar desarrollos originales, adaptar los aportes de los distintos pensadores marxistas a la realidad brasileña. Así, buena parte de sus grandes críticos literarios son no sólo marxistas sino en particular lukacsianos. La tradición argentina, por el contrario, importa versiones armadas, y en el caso de Lukács se contentó con la difundida por Adorno durante su exilio en Estados Unidos. Eso, sumado al desinterés por las teorías marxistas en el campo de los estudios literarios, complotó para que Lukács permaneciera casi desconocido en la Argentina, situación que recién cambia con el gran vuelco de 2001, donde muchos estudiantes vuelven a interesarse por el marxismo.”
Otra explicación del desinterés, no vislumbrada por su compilador, radica seguramente en su prosa escueta, severa y disciplinada, muy distinta de los alardes estilísticos que la escuela francesa terminará de imponer en la segunda mitad del siglo XX e incluso del tono brillante de algunos contemporáneos como Adorno y Benjamin.
Según Vedda, la lectura errónea lleva a muchos a considerar a Lukács como un teórico del realismo socialista, “cuando en realidad, en sus trabajos sobre realismo y en particular la novela histórica, nunca se refiere a ningún escritor del realismo socialista salvo a Gorki, que por otra parte difiere mucho de los postulados de la era stalinista”. Al igual que se desprende del emotivo artículo de Agnes Heller, “El fundador de escuela”, que da inicio a la segunda parte del libro, consagrada a trabajos de especialistas, Vedda pone de relieve la peculiar hibridación, en la vida del filósofo, entre rigor intelectual y coherencia ideológica: “Lukács nunca dejó el ámbito del socialismo real, y esto lo llevó a ir tomando distintas decisiones. De hecho, después de la revolución de Nagy fue deportado a Rumania y permaneció expulsado del Partido Socialista Húngaro de los Trabajadores hasta 1969, cuando lo rehabilitaron. Conoció los campos de concentración stalinistas; es más, el suyo es el único caso de un intelectual al que hubo que secuestrar de un campo para poder salvarlo, porque se negaba a fugarse mientras hubiera otros camaradas detenidos”. Luego de su rehabilitación, que implicó el cese de los ataques dirigidos contra su persona desde Hungría, la RDA, la Unión Soviética y otros países del este, recibe sendos doctorados honoris causa en Zagreb y Gante. En 1970 le conceden el premio Goethe, pero también le diagnostican el cáncer que habría de terminar con su vida en poco menos de un año. En su departamento se encontraron varios manuscritos inéditos, sobre todo de juventud, y –como era costumbre también de la época– una nutrida correspondencia.
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