Tenía dieciocho años cuando vi por primera vez a György Lukács, en la cátedra del aula Nº 4 de lo que entonces era la Universidad de Ciencias Pázmany-Péter; y cuarenta y dos cuando me despedí del agonizante, en el solitario cuarto de enfermo de la clínica Kutvölgyi. Para conjurarlo en cuanto profesor, tengo que remontarme a los comienzos. Lo que la reincidente memoria vuelve hoy a vivenciar es la manifestación de su esencia, tal como la vi desarrollarse de año en año.
› Por Agnes Heller
En el comienzo era el Logos.
Con un paso apresurado se dirigía a la cátedra; extendía sobre la mesa el manuscrito –siempre extenso– de la conferencia. Luego, se sentaba; entonces, comenzaba a hablar; siempre en voz muy baja.
Para entenderlo, era preciso concentrar persistentemente la atención. Nunca alzaba la voz, no se esforzaba en buscar un efecto inmediato: nada de teatralidad. No se ponía de pie, no caminaba de un extremo al otro, no se dirigía a la audiencia: ninguna captatio benevolentiae. El texto mismo nos interpelaba, el pensamiento desprovisto de ornamentos. El Logos puro.
No quería poner en movimiento nuestra fantasía, sino nuestra inteligencia. No quería brillar con lo que suele designarse como encanto de la personalidad. Hacer comprensible el pensamiento, a fin de que pensáramos juntamente con él, a fin de que él desapareciera detrás del pensamiento: esa era su intención.
Profesores conocidos por ser maestros en cuanto al modo de exponer –maestros de la exposición siempre deslumbrante, ingeniosa– sólo por unos meses podían resistir a la comparación con él. Pues la palabra tenuemente pronunciada y la impersonalidad voluntaria, intencional del pensamiento, alcanzaban cierto brillo. Cada vez más fuerte era el encanto de la explicación. Esa fuerza no emanaba sólo del pensamiento sino que, inseparablemente de éste, procedía también del pensador que procuraba ocultarse detrás del Logos. No teníamos noción de quién era realmente ese György Lukács: su pasado era, entonces, un misterio; su obra –en su mayor parte– desconocida. Y sin embargo, en la sucesión de estas explicaciones, cobró expresión algo casi imposible de explicar, cuyos signos, nosotros –jóvenes de entonces– pudimos “captar” y descifrar. La emanación de la personalidad significativa.
Un hombre pequeño explicaba, en voz baja, desde la cátedra. Y eso se convirtió, para algunos de nosotros, en destino.
Nadie podrá decir que exigía a los otros más de lo que se exigía a sí mismo.
Todas sus necesidades estaban subordinadas a una; más aún: todas las demás necesidades confluían en una. Desde temprano hasta tarde, se sentaba ante su escritorio y trabajaba. Un solo ser humano era el lazo de unión con la vida: su mujer. Sus amigos eran para él “aliados ideológicos”. No sentía el frío, el hambre o la sed. Las “incomodidades” no lo perturbaban, pues no las advertía. No tenía idea de lo que tenía puesto. No conocía la vida cotidiana: ni sus molestias ni sus alegrías.
No era un “profesor distraído”. Y sin embargo, una vez apareció en la universidad con el saco del pijama. Al regresar a casa, respondió a la mirada sorprendida de su mujer: “Gertrud, hoy di mi mejor conferencia”.
En una ocasión –mucho después–, a todos les llamó la atención cuán gastado se encontraba su sobretodo; alguien aludió sutilmente a que era tiempo de encontrar uno mejor. “¿Para qué?” preguntó, sorprendido. “Es un abrigo excelente, que adquirí en Rumania: nunca en la vida tuve un abrigo tan bueno”. Y no cambió de opinión.
En Viena había vivido durante mucho tiempo de la sopa de papas que suministraba la asistencia pública; en Moscú, a comienzos de la guerra, trabajaba en un cuarto sin calefacción, vestido con un chaleco de piel. (También se trataba de un “excelente chaleco de piel”, según nos decía a menudo.)
Rara vez abandonaba la casa. Las estaciones llegaban y se iban sin que lo notara. Se sentaba ante el escritorio y trabajaba: eso era su vida.
Remontandose en el tiempo
Ya fuese por la vejez o por la atmósfera amistosa, o porque se relajaba paulatinamente una vieja inhibición (aparentemente, los tres factores interactuaban), cada vez narraba más cosas sobre sí mismo. Comenzó el viaje común hacia el pasado; primero, a la madurez; luego, a la juventud; finalmente, a la infancia.
Con las más intensas emociones recordaba al niño al que la madre consideraba tonto; al niño que continuamente andaba en bicicleta y que, en París, no quería entrar a ningún precio al Louvre: quería ir al zoológico. Recordaba al niño que había aprendido a leer antes que los tres hermanos mayores aunque no le enseñaban: como se sentaba del otro lado de la mesa, leía las letras al revés; ese niño nunca pedía disculpas, prefería permanecer durante todo el día encerrado, sin comida ni bebida, en el oscuro armario de madera, esperando el momento en que el querido padre regresaba, lo rescataba de la prisión y lo llevaba en brazos a la casa, a su cuarto de trabajo; el buen padre, que prefería al hijo menor porque él mismo lo había sido, y conocía las humillaciones que se derivan de esa condición.
Y narraba sobre el niño que al leer a Fenimore Cooper y a Homero, descubrió que existe un mundo puro y auténtico; que el mundo en que vivía era sólo mentira y engaño. Desde ese momento quedó convencido de que el libro es más auténtico que la vida.
Narraba sobre las amistades juveniles. Sobre el verano que pasó en lo de Elek Benedek, sobre la conmoción que le ocasionó encontrar en él a un “hombre recto”. Sobre su admiración por Leo Popper, sobre las experiencias compartidas durante las tardes, dominados ambos por la misma pasión por el arte. “Era mucho más talentoso que yo” decía a menudo sobre el amigo muerto en plena juventud.
“Tendría que volver a narrarnos eso” volvíamos a pedirle siempre. Lo narraba, y lentamente lo conocimos.
Al final, se encontraban sobre su escritorio las obras de Sigmund Freud.
Cuando nos enteramos de que tenía cáncer, supimos que había que decírselo. (...) Tomó conocimiento de la sentencia sin pestañear.
Cuando después entramos al cuarto, estaba enteramente preocupado por mitigar nuestra congoja. No era un artificio, no se trataba de ninguna actuación. Comenzó, simplemente, a charlar, como siempre. No tenía necesidad de representar el papel de sabio estoico; el estoicismo pertenecía a su personalidad.
Estaba cada vez más consumido, apenas si podía caminar. Pero el sentimiento de la dignidad no lo abandonaba; superaba las debilidades corporales. A menudo, citaba a Plotino, que se avergonzaba de su cuerpo. También él se avergonzaba de su cuerpo, del atributo vulnerable del espíritu.
Hospital. Sostenemos su mano, le hablamos. Hablamos de sus obras que son leídas y reverenciadas en todas partes. De que sus ideas ahora son conocidas también en América; de que se escribe y discute mucho sobre él. Asiente, pero sus pensamientos están en otra parte.
Súbitamente, dijo: “Lo más importante, lo más importante, no lo entiendo”. Le preguntamos qué era lo más importante. Respondió:
“Todavía no lo sé”.
Murió como el árbol. Y, sin embargo, fue, hasta el final, el Logos.
Fragmentos del ensayo de Agnes Heller, discípula de Lukács, publicado en György Lukács. Etica, estética y ontología, con traducción de Miguel Vedda.
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