Dom 06.07.2008
libros

SUEZ

Las criadas

Después de la Trilogía de Entre Ríos, Perla Suez ofrece una novela de ajustada escritura alrededor de unas mujeres sometidas a la servidumbre.

› Por Sergio Kisielewsky


La pasajera
Perla Suez

Editorial Norma
131 páginas

A las hermanas Tránsito y Lucía no las une el amor sino el espanto: los huecos que dejan la ausencia de la madre y la destrucción que produce una patrona que señala siempre su lugar en la servidumbre. Ambas mujeres se revelan, de forma diferente, atadas por una soga familiar tan invisible como potente y cruel, tan semejante a un destino en una estancia vacía, tan innombrable como el tedio de la tarde donde el té siempre está frío, donde sobrevuela en cada bocado un dulce aroma a veneno. Con estos ejes el lenguaje de La pasajera se construye al borde del precipicio, palabras escritas con el roce del filo del cuchillo, siempre con el asesino cerca. Algo siniestro ocurrirá, está en el aire, pero de todas formas es más que interesante ver cómo Perla Suez sitúa un dispositivo de relojería ahí donde la crueldad ocupa el primer plano en la trama. El silencio, los resentimientos, la mirada sobre los dueños de la estancia. “Hay que tener cuidado, cuando se divierten están sonriendo como cuando mandan y uno nunca sabe qué está pasando por sus cabezas.”

La escritura entonces deja paso a un estilete que tiene la velocidad de un arpón. Aquí las clases sociales exponen sin ambages su peculiar modo de accionar, su atenta disposición para destruir al otro. En este contexto, los detalles no son irrelevantes; Tránsito toma de un sorbo el jugo de naranja que era para la patrona, lo hace porque la acaba de matar. Suez entrecruza el pasado con paseos en canoa en el Delta y la presencia aún estremecedora de los padres jóvenes y una infancia casi bucólica, ajena a toda maldad. Por si fuera poco, la obra se potencia con la idea del secreto, con lo que no se nombra, lo que no se revela del otro porque puede acabar con todo como si la vida aún estuviera de pie, sin alteración alguna por los vaivenes del tiempo, por las traiciones y el desapego. Si cada fragmento se apoya en una matriz teatral de construcción, la novela –que posee dos actos– susurra una poética de la sordidez, de los vínculos humanos estropeados, de la amenaza sobre los cuerpos como dato constante. Parece que nada ocurre pero lo esencial, de pronto, se precipita y todo se desmorona. Tránsito y Lucía son dos seres que viven en una casa donde nada les pertenece. Por eso se ocultan en las habitaciones y asemejan a la nada (“yo un gorgojo, yo esa cosa oscura y negra como un mono”). Por eso coquetean con Ortiz, su único compañero de trabajo y lo seducen como una forma más del odio. Sólo las ata a la tierra el despecho, la marca donde la almohada se convierte en puñal y la dueña ya no respira, ya no manda, como una luz que se apaga sola en la intemperie, en una vieja cama donde la alcoba siempre es oscura.

Como si las estéticas de Horacio Quiroga y Andrés Rivera atravesaran el propio río de Suez, que da vida a la terca existencia del que manda. La escritura, aquí, es una venganza que se sirve sin plato y sin mantel.

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