Dom 27.07.2008
libros

Marechal, el alegato

› Por Guillermo Saccomanno

La nueva edición de Cuaderno de navegación tiene un valor adicional además de la búsqueda metafísica de su autor. Porque incluye un texto inédito, en forma de carta, que Marechal le escribe a un tal José María, presumiblemente el poeta peronista Castiñeira de Dios, refiriéndose a una polémica en La Nación en noviembre del ‘63 entre Murena y el ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal, quien en Narradores de esta América alude a su proscripción. El texto es El poeta depuesto, un inédito que el escritor pensaba incluir en la primera edición del libro en 1965. Se trata de una defensa apasionada, pero no menos meditada y racional, del peronismo y sus argumentos tienen una vigencia estremecedora. (Quizás algún espíritu progre se escandalice con la mención amistosa del nacionalista Marcelo Sánchez Sorondo. Y convendrá recordar que fue en su diario Mayoría, firmada por él mismo Sánchez Sorondo, donde se publicó la primera reseña a favor de El precio, la primera novela de Andrés Rivera).

Marechal traza su autobiografía política, la simpatía por el socialismo primero, un interés contemplativo y pietista por el yrigoyenismo y, más tarde, vía el cristianismo, su adhesión al justicialismo y su doctrina, adhesión que no implica, en su caso, hacerse el distraído y formular reparos en cuanto a la restricción de libertades individuales en el marco de un gobierno popular. Dos subrayados: “el hombre, por el solo hecho de vivir, es un ser comprometido ya desde su nacimiento hasta su muerte”. El otro subrayado, que explica el porqué de su compromiso político, tiene una base religiosa: “Se me impuso la doble y complementaria lección crística del amor fraternal y la condenación del rico en tanto que su pasión acumulativa trastorna el orden en la distribución asignado tan admirablemente a la Providencia en el Sermón de la Montaña”. Desde estos argumentos Marechal explica su peronismo. Pero antes de estas reflexiones, fue el instinto: cuando la mañana del 17 de octubre de 1945 vio pasar bajo el balcón de su departamento sobre Rivadavia, entre Congreso y Once, las masas de descamisados hacia la Plaza, sin vacilar, puro reflejo, Marechal supo que ahí marchaba el pueblo, bajó a la calle y se sumó a la manifestación que, según define, fue “la única revolución verdaderamente popular que registra nuestra historia”. A partir de entonces, Marechal se ganó el desprecio de la intelectualidad tilinga. En El poeta depuesto Marechal ironiza: quienes empiezan a segregarlo, los partidarios de la “civilización”, representan la “barbarie” que luego encarnará la “contrarrevolución” –así la denomina– del ‘55 con bombardeos, fusilamientos, torturas. Si hay un líder depuesto, un gobierno democrático depuesto, un pueblo depuesto, cómo no va a haber, por lógica, también un poeta depuesto. A él le ha tocado serlo.

Fue en 1971, bajo la dictadura de Lanusse. Hacía un año que Marechal había muerto. Por entonces un grupo de estudiantes de la carrera de Letras que nos acercábamos al peronismo decidimos homenajearlo. Buscamos a Elbia Rosbaco, Elbiamor, su viuda. Eran sus noches largas del duelo. La viuda nos recibía en su casa y nos hablaba de Marechal. Fascinados, la escuchábamos. Nosotros éramos más pichis que la generación de El escarabajo de oro, que precediéndonos, había iniciado bastante antes la revaloración de Marechal y compartían juntos veladas en las que fluían la literatura, la amistad y el humor, siempre el “humor angélico”, todo un don en Marechal. Transmitía calidez, Marechal. Como su Adán Buenosayres. Nos habíamos acercado primero a su obra y después a su viuda. No éramos inocentes: pensábamos en el escritor no sólo como una gran literatura. También como una provocación, y lo era. Ese primer homenaje al año de su muerte no era una simple mesa redonda literaria: era un acto político. Me acuerdo: tiempos de la

CGTA, en el Sindicato de Farmacia. Contábamos con el apoyo de las Cátedras Nacionales. Eduardo Romano y Juan Sasturain, si mal no recuerdo, enseñaban Adán Buenosayres. Invitamos a Abelardo Castillo, Liliana Heker, Haroldo Conti, Castiñeira de Dios y Antonio Carrizo. No me acuerdo si acudieron todos, pero sí que la sala desbordaba. Tal vez mi memoria se engaña: por ahí la audiencia nos parecía tan masiva porque el local era reducido. En la calle, en la puerta del sindicato, vigilaban patrulleros, un neptuno y camiones celulares. A la salida hubo un momento de tensión. De no haber sido por la popularidad y el carisma de Carrizo, el homenaje habría terminado con gases y a los bastonazos. Un año más tarde intentamos otro homenaje: esta vez en el sindicato del calzado. Entre los participantes estuvieron Arturo Jauretche y Juan Carlos Gené. Me acuerdo: leíamos a Marechal con fervor, pero también, como dije, nos entusiasmaba nombrarlo en los ámbitos académicos y de intelligentzia acartonada. Un buen escritor no podía ser peronista, pensaban sus detractores. Es más: no se podía ser peronista y escritor. Al peronismo la escritura le estuvo, le está, negada. La negrada no lee siquiera.

Hay un sinfín de anécdotas que lo retratan a Marechal, durante su colaboración con el peronismo, haciendo gauchadas, dándole una mano a quien en la mala lo requería. Pero muchos olvidarán esta generosidad suya. Ya desde 1948, cuando publicó Adán Buenosayres, Marechal venía registrando el ninguneo, una exclusión operada “según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el recurso fácil de los silencios prefabricados”. Son escasos quienes lo defienden: Murena, Sabato y Cortázar. A Cortázar, un artículo extenso sobre Adán Buenosayres le costará, a su vez, la repulsa del séquito de la Ocampo. Deberían pasar muchos años, casi hasta fines de los ‘60, para que se lo reivindicara. Entre las primeras señales de rehabilitación se contó Primera Plana, que coqueteaba con el peronismo, el elogio de El banquete de Severo Arcángelo, que operó como su reaparición pública. También por esa época, al igual que Martínez Estrada, viajaría a Cuba y revisaría su posición con respecto a la liberación latinoamericana que parecía tan inmediata. Son ya los tiempos de la insurgencia: el Cordobazo, la jotapé, la lucha armada prenuncian una revolución que Marechal comprende desde su cristianismo no muy alejado de la Teología de la Liberación. De esta época es Megafón o la Guerra, su novela publicada post mortem, explícitamente peronista y simpatizante de la guerrilla. No es la mejor de Marechal. La mejor, en mi opinión, sigue siendo el Adán Buenosayres, que aun cuando muchos la consideraron una versión local del Ulises joyceano, no se le parece en nada.

Volviendo a El poeta depuesto: acá hay una prosa tan precisa como delicada, que termina con el mito de que el buen gusto literario era un patrimonio exclusivo de la colonialista secta Sur. En lugar de sorna, en Marechal asoma una picardía serena que mira con lástima a sus enemigos. Si algo no es Marechal es un resentido. Y su ensayo, en forma de carta, tiene un valor enorme si se lo intercala, complementario, entre la carta que el general Juan José Valle escribe a sus fusiladores en 1955 y la carta que Rodolfo Walsh le escribe a la junta militar del ‘76. Una digresión y no tanto: algún día la crítica habrá de reparar en estos textos con valor de carta abierta, y fijarse de qué manera, por ejemplo, Valle, al escribir la suya, parece estar imprimiéndole a Walsh un tono, el mismo. Reparar, digo, como la denuncia no implica necesariamente un registro de brulote sino que puede no subestimar a su destinatario al adoptar una preocupación por el estilo, la palabra justa. El poeta depuesto pertenece a esta clase de textos ejemplares y tiene el efecto de un alegato.

Pero, al margen del ninguneo sufrido por su compromiso político, hay una hipótesis que me queda picando. Y creo que me viene desde esa época en que un grupo de estudiantes lo homenajeábamos como provocación. Ahora que lo pienso, me pregunto si la mentada antinomia entre Borges/Arlt no deviene una contradicción maniquea, un invento que le queda cómodo a la intelectualidad liberal con sus remilgos antiperonistas. Es una contradicción, la de Borges/Arlt, educada, presentable, en la que no cabe el peronismo. Me pregunto, si la verdadera contradicción, civilización/barbarie, no es en términos de “alta cultura” Borges/Marechal. A Marechal no se le perdonó no sólo su militancia. No se le perdonó tampoco –y todavía no se dice– que desde el martinfierrismo pasara al justicialismo mientras publicaba una obra monumental como el Adán Buenosayres, una gran novela cargada de personajes inolvidables, poética, urbana, iniciática, amorosa, satírica, muy jodona. Lo trágico siempre ha tenido más y mejor prensa que el humor. Entre la melancolía de la guapeza devaluada de Borges y la angustia del Arlt humillado que plantea la traición como una condición de clase media, Marechal se cruza con una novela gigante, inusual en su forma y contenido, entre poética e hilarante, que empieza con un despertar de “la Gran Capital del Sur” donde una “mazorca” (sí, leyeron bien: mazorca, escribe Marechal) de hombres se disputan a gritos la posesión del día y la tierra. Marechal sobrevuela omnisciente sobre Villa Crespo, Avellaneda y Belgrano, el puerto y los frigoríficos, los cien barrios porteños. Mientras se oye la voz de una piba de barrio cantando “El pañuelito”, el narrador observa y celebra con “una mirada gorrionesca” la vida. A pesar de la religiosidad de su autor, Adán Buenosayres es una novela profana que se cifra en “la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación”. De acuerdo: lo que no se le perdonó a Marechal fue su peronismo. Pero menos se le perdonó el genio que brilla en cada página de Adán Buenosayres. Basta ichinearla, abrirla en cualquier parte para quedar pegado. Y dan unas ganas de leerla, de recomendarla, de compartir la lectura prodigiosa de esa cruza imaginativa entre lo barrial y lo flanneur, lo canyengue y lo criollo, el tango y la música clásica, lo filosófico y lo cotidiano, lo lírico y lo bajo, y con un desafuero rabelaisiano, como si fuera poco, un descenso, “El Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia”. Demasiado para los estreñidos del gueto literario entre los cuales, Borges, pareciera ser, con su “sense of humour” tan british, su máximo representante, “solemne como pedo de inglés”.

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