Esta vez los hombres no son necesariamente casados pero sí elegantes. Y algunas mujeres también. Historias entrecruzadas, humor judío y del otro, viñetas de Tel Aviv, Medellín y el Tigre, arman esta novela astillada en mil historias de Marcelo Birmajer.
› Por Juan Pablo Bertazza
Tres hombres elegantes
Marcelo Birmajer
Seix Barral
228 páginas
Podrían pensarse dos tipos básicos de historias, espacialmente hablando: las que son llanas y lineales como las confiterías luminosas que plagaron la década del noventa, y las que, imbricadas, se parecen a las casas irregulares que se pierden en altillos, rincones, piecitas de dudosa clasificación, recovecos. Es que, como dice Marcelo Birmajer en su nuevo libro: “los ambientes son contables; los rincones donde las cosas se pierden, infinitos”. Tres hombres elegantes entra, sin lugar a dudas, en la segunda clase y se parece también al paisaje un tanto irregular y siempre en riesgo –con callecitas laterales y bulevares– que constituye Tel Aviv según la descripción del autor, la ciudad insomne donde transcurre la primera historia de este libro. “Historia” y “libro” no son palabras fortuitas. Justamente por su encanto de recoveco, Tres hombres elegantes podría ser tanto una novela cuyos capítulos están extrañamente unidos como un compendio de cuentos que no están claramente diferenciados: si el eje de este libro son los hombres elegantes que va conociendo Javier Mossen –el antihéroe y alter ego de Birmajer reaparecido en esta entrega–, al final nos encontramos con dos elegantes adicionales, en este caso mujeres, que componen la historia más explosiva, como un anexo (un recoveco) que, pese a su contundencia, hubiera sorprendido al mismo título del libro. Un libro tan carente de planos –es decir, sin índice– que una buena manera de leerlo parece ser perderse en sus habitaciones.
Todo esto no puede tratarse de un descuido sino que responde a un gesto deliberado de Birmajer ya que, lejos de reducirse a lo formal, repercute también en la manera de contar las historias y, por ende, en las historias mismas.
Así, usufructuando al máximo uno de los atávicos encantos del arte de narrar, esto es, la sorpresa, las historias de Tres hombres elegantes llegan no sólo por lo que cuentan sino también por su itinerario, es decir, los lugares que deciden inspeccionar y las líneas que abandonan en su amplio inmueble narrativo. En ese sentido, Birmajer se muestra acá como preciso en crear la sensación de espontaneidad narrativa, tal vez porque sus historias van sorprendiendo al mismo narrador aunque todo lo que cuente esté en pasado. Dos dilemas, por ejemplo, son los que inauguran las dos mejores historias de este libro, llamativamente las que abren y cierran el volumen. En una, la necesidad de Javier Mossen por mantener la fidelidad del personaje femenino de un guión que le encargan desde Israel, desemboca en su encuentro con el primero de los tres hombres elegantes: Tzvi Merlitz, un anciano escritor consagrado pero poco conocido cuya enigmática historia se relacionará, en cierta forma, con el guión inicial de Mossen. El otro dilema es el de un hombre separado que no sabe si acostarse con una mujer o con su madre, lo cual conduce a una historia sencillamente adictiva y también dialoga con la situación que originó su recuerdo.
Es decir que, en este libro, contar es igual a encontrar, una ecuación donde la memoria cobra gran protagonismo porque acá las verdaderas historias son las (aparentes) digresiones, y los verdaderos enigmas son misterios que brotan del pasado, tan persistentes como una garúa finita: ¿por qué un prestigioso escritor donaba sus escritos inéditos a una revista de mala muerte? ¿Por qué una profesora histeriqueaba al más lindo de la clase? ¿Por qué un grupo de ancianos estaba obstinado en que Mossen fuera el presidente de jurado de un concurso literario en el que no había jurado? En la rústica mansión de Tres hombres elegantes hay lugar para todo: conviven las obsesivas referencias de su autor al mundo judío con los temas universales; el humor sagrado, que hace creer en que existe la carcajada lectora, con la profundidad y hasta la bizarreada que aporta un símil de Susana Giménez. Con sus techos altos, pisos resonantes y falta de confortabilidad, da gusto pasar una temporada en este hogar, no tan dulce hogar.
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