Una novela finalista del Premio Planeta bucea en un tema muy poco explorado: ¿qué pasó con la población negra de Buenos Aires? De la esclavitud a la fiebre amarilla y así hasta el siglo XXI, Fiebre negra no da respiro.
› Por Angel Berlanga
Fiebre negra
Miguel Rosenzvit
Emecé
Dos niños nacen, casi al mismo tiempo, en la misma casa. Es 1820, es Buenos Aires y es el fabuloso comienzo de Fiebre negra: allí Miguel Rosenzvit cuenta, construye, los trabajos de parto simultáneos del ama blanca y fina, y de la esclava negra y gruesa. Luz, doctor, ayudante, dama de compañía y dos esclavitas para una; cuarto sin ventilación, oscuridad y compañero cocinero para otra. ¿Muy desequilibrada la cosa? Bueno, la señora es primeriza, está lógicamente asustada y sabe que la otra sabe, si está por parir su cuarto hijo... Así que solicita ayuda: “¡Que venga esa negra puta!”.
Fiebre negra cuenta la historia de Joaquín, el hijo liberto de esa esclava que luego, estaba escrito, será soldado: parte de la tropa de Echagüe que corrió a Lavalle, en la batalla de Sauce Grande; lo que se dice carne de cañón en Itaité, capítulo en la guerra del Paraguay. Rosenzvit reconoce y rechaza a la vez esto de la “carne de cañón”: tres de cada diez habitantes de Buenos Aires eran negros y su descendencia hoy casi ni se percibe, de modo que la simplificación, esas tres palabras, suena a grosería.
Rosenzvit encarna a través de Joaquín, entonces, lo que ni se reconoce: da cuerpo, detalle, humanidad. Se trata de un personaje singular, porque además de ser un soldado hábil y fuerte, e impiadoso o asesino si hace falta, aprendió a escribir de muy chico. Le enseñó Valeria, la hija del ama, para pagar con trabajo un castigo por robo: tiene que anotar en las etiquetas de unos frascos las palabras “ungüento milagroso”. Luego formará parte de “la nación angoleña” y de un par de periódicos: hace crónicas de lo que pasa en la ciudad. La singularidad de Joaquín, sin embargo, en algún tramo quizá se acerque demasiado al “heroísmo” y eso distrae, en alguna página, del extraordinario fresco de época que hace Rosenzvit en torno de la comunidad negra y la ciudad, de su notable uso del lenguaje en vinculación con la construcción de clima y sentidos, de sus múltiples y lúcidas observaciones, de su dosificación del humor y el manejo de suspensos.
La estructura del libro pivotea entre 2008, con una arqueóloga que irrumpe en una casa familiar cerrada desde 1871, y el despliegue de la historia de Joaquín, que nació, creció y murió, pronto se esboza, en ese mismo sitio: de acá, un cuarto tapiado en el que ella encuentra dos osamentas, y de allá, el encierro junto a un sobrino, en plena epidemia de la fiebre amarilla que en febrero de aquel año asoló Buenos Aires. El contraste estilístico entre ambos carriles es rotundo, y también la espesura de las problemáticas: mientras investiga sobre los negros y lee los manuscritos que encontró junto a los cuerpos, la antropóloga padece a un novio que se le queja porque no grita cuando llega al orgasmo, pero conoce a un muchachito que hace robots y le arrastra el ala; a Joaquín le tocan el basureo y el hambre, la humillación constante, las marchas inhumanas, las muertes atroces de familiares y compañeros, la guerra. Lo que fue liquidando a los negros acá. Le toca, también, el paralelo con Valeria, con quien mantiene una amistad inquebrantable hasta el final: ella lo resguarda de los criollos que combatieron con fuego, en la zona que hoy es San Telmo, a los sospechosos de transmitir la peste. Es que, parece, esas otras tres palabras tan oídas hoy, “negros de mierda”, ya sonaban hace rato. Carne de cañón, negros de mierda: algo hubo, hay, ahí.
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