Domingo, 28 de septiembre de 2008 | Hoy
Una novela finalista del Premio Planeta bucea en un tema muy poco explorado: ¿qué pasó con la población negra de Buenos Aires? De la esclavitud a la fiebre amarilla y así hasta el siglo XXI, Fiebre negra no da respiro.
Por Angel Berlanga
Fiebre negra
Miguel Rosenzvit
Emecé
Dos niños nacen, casi al mismo tiempo, en la misma casa. Es 1820, es Buenos Aires y es el fabuloso comienzo de Fiebre negra: allí Miguel Rosenzvit cuenta, construye, los trabajos de parto simultáneos del ama blanca y fina, y de la esclava negra y gruesa. Luz, doctor, ayudante, dama de compañía y dos esclavitas para una; cuarto sin ventilación, oscuridad y compañero cocinero para otra. ¿Muy desequilibrada la cosa? Bueno, la señora es primeriza, está lógicamente asustada y sabe que la otra sabe, si está por parir su cuarto hijo... Así que solicita ayuda: “¡Que venga esa negra puta!”.
Fiebre negra cuenta la historia de Joaquín, el hijo liberto de esa esclava que luego, estaba escrito, será soldado: parte de la tropa de Echagüe que corrió a Lavalle, en la batalla de Sauce Grande; lo que se dice carne de cañón en Itaité, capítulo en la guerra del Paraguay. Rosenzvit reconoce y rechaza a la vez esto de la “carne de cañón”: tres de cada diez habitantes de Buenos Aires eran negros y su descendencia hoy casi ni se percibe, de modo que la simplificación, esas tres palabras, suena a grosería.
Rosenzvit encarna a través de Joaquín, entonces, lo que ni se reconoce: da cuerpo, detalle, humanidad. Se trata de un personaje singular, porque además de ser un soldado hábil y fuerte, e impiadoso o asesino si hace falta, aprendió a escribir de muy chico. Le enseñó Valeria, la hija del ama, para pagar con trabajo un castigo por robo: tiene que anotar en las etiquetas de unos frascos las palabras “ungüento milagroso”. Luego formará parte de “la nación angoleña” y de un par de periódicos: hace crónicas de lo que pasa en la ciudad. La singularidad de Joaquín, sin embargo, en algún tramo quizá se acerque demasiado al “heroísmo” y eso distrae, en alguna página, del extraordinario fresco de época que hace Rosenzvit en torno de la comunidad negra y la ciudad, de su notable uso del lenguaje en vinculación con la construcción de clima y sentidos, de sus múltiples y lúcidas observaciones, de su dosificación del humor y el manejo de suspensos.
La estructura del libro pivotea entre 2008, con una arqueóloga que irrumpe en una casa familiar cerrada desde 1871, y el despliegue de la historia de Joaquín, que nació, creció y murió, pronto se esboza, en ese mismo sitio: de acá, un cuarto tapiado en el que ella encuentra dos osamentas, y de allá, el encierro junto a un sobrino, en plena epidemia de la fiebre amarilla que en febrero de aquel año asoló Buenos Aires. El contraste estilístico entre ambos carriles es rotundo, y también la espesura de las problemáticas: mientras investiga sobre los negros y lee los manuscritos que encontró junto a los cuerpos, la antropóloga padece a un novio que se le queja porque no grita cuando llega al orgasmo, pero conoce a un muchachito que hace robots y le arrastra el ala; a Joaquín le tocan el basureo y el hambre, la humillación constante, las marchas inhumanas, las muertes atroces de familiares y compañeros, la guerra. Lo que fue liquidando a los negros acá. Le toca, también, el paralelo con Valeria, con quien mantiene una amistad inquebrantable hasta el final: ella lo resguarda de los criollos que combatieron con fuego, en la zona que hoy es San Telmo, a los sospechosos de transmitir la peste. Es que, parece, esas otras tres palabras tan oídas hoy, “negros de mierda”, ya sonaban hace rato. Carne de cañón, negros de mierda: algo hubo, hay, ahí.
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