Lafcadio Hearn convenció a sus editores de ser enviado a Oriente por este libro escrito sin haber pisado China. Cautivó a muchos. A Borges entre ellos.
› Por Sergio Kiernan
Fantasmas de la China
Lafcadio Hearn
Traducción de Marcos Mayer y posfacio de Pablo De Santis
La Compañía
157 páginas
Chiquito, miope, feón y de lo más tímido, Lafcadio Hearn fue un escritor marcado por la dificultad de pertenecer a algo. Su madre era una griega fría de ascendencia maltesa, o sea una británica colonial. Su padre era un médico bastante sádico de ascendencia irlandesa, apenas menos colonial. Y él nació griego, en la isla de Lafcada, lo que le dejó un nombre rarísimo hasta para los victorianos y una nacionalidad inglesa que nunca usó. Pese a que se educó en Dublín, pese a que no perdió su acento mitad y mitad, y pese a que nunca escribió más que en inglés, Hearn desapareció de esas islas apenas pudo. Su breve vida acabó en Japón, con el nombre de Koizumi Yakumo y con una familia que al final sí lo quería.
Si Hearn no hubiera ido a Oriente nadie nunca hubiera oído de él, con lo que le debemos una a la editorial Harper & Brothers. Para cuando le pagaron el largo pasaje, en 1889, Hearn tenía treinta nueve de edad y veinte de exilio. Vivía en algún rumbo de Estados Unidos —más que nada en el sur, donde se casó con una negra, acto de coraje y provocación rarísimo en la época— con largas estadías en el Caribe. Hearn era periodista de los malos, de los que se morían literalmente de hambre y escribían con prosa rebuscada, torturé e imitada del peor Poe. Pero lo que tenía el inglesito era una tenacidad perruna. Para convencer a la Harper de enviarlo a Japón, se presentó como un experto en esa cultura. La prueba era que dos años antes, en 1887, había publicado el breve, encantador y curioso Fantasmas de la China, su cuarto libro y el primero a recordar.
No extraña que la editorial se haya dejado engañar: Hearn no hablaría chino y trabajaría con traducciones de la literatura de un país que nunca pisó, pero la atmósfera que logró es perfecta. Más de un siglo después, la nueva editorial La Compañía, dedicada a rescatar piezas literarias, acaba de publicar una traducción de Marcos Mayer que permite apreciar la notable potencia de Hearn y entender la lealtad de por vida que le dedicó a sus libros un cierto escritor ciego de Buenos Aires.
Lo que Borges le robó sin piedad a su colega fue el tono de ciertos cuentos y la manera impasible de contar aventuras exóticas sin caer en Salambó o en Salgari. Un ejemplo: “En el capítulo 38 del libro sagrado, Kan-ing-p’ien, donde se trata de la Recompensa de la Inmortalidad, puede encontrarse la leyenda de Yen-Thin-King. Han transcurrido mil años desde la muerte del buen Tchin-King; pues fue en el apogeo del período Tang cuando vivió y murió”.
La pasión de Borges por Hearn —y por Saki— es perfectamente entendible para quien lea estas leyendas. Las seis historias colocan al lector en un planeta diferente donde lo que pasó hace un siglo se comenta como lo que pasó ayer, actitud cuerda en una tierra donde se cobran impuestos y se envían cartas desde hace tres mil años. Hearn entra con el suficiente exotismo de nombres impronunciables y objetos indescriptibles, se detiene en las texturas –los durazneros en flor, la seda crujiente– y se para en el lugar exacto para ser un traductor de culturas.
Los fantasmas chinos no son, sin embargo, las tétricas criaturas de nuestra imaginación. Son espíritus que se niegan a irse porque tienen algo más que hacer por aquí o porque les da lo mismo. Se enamoran y tienen hijos con los mortales, se enojan y muerden, exigen que se respete el equilibrio del Tao y se enderecen entuertos.
Hearn terminó peleado con la Harper y se dedicó a enseñar inglés y literatura en Japón, y a seguir escribiendo. Se casó y tuvo tres hijos en una relación tan íntima que inventó con su mujer un idioma privado. Hearn murió en Tokio a los 54 años. Su hijo mayor le dedicó un libro de enorme cariño.
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