Dom 16.11.2008
libros

Tú, que te escondes

Desde Charles Dickens, el escritor se convirtió en un profundo promotor de sí mismo. La obra pasó a ser acompañada por la vida. Las biografías y autobiografías se convirtieron en apetecibles bocados. Y, sin embargo, la literatura de los siglos XX y XXI registra una importante cantidad de escritores que se esconden, no dan entrevistas, salen poco y dejan falsas pistas sobre su paradero. Un mundo de vidas privadas a contrapelo de la súper promoción literaria.

› Por Rodrigo Fresán

Si se lo piensa un poco, tal vez el verdadero misterio pase no por si un escritor decide desaparecer sino por demasiados escritores mostrándose tanto. Y es que en un principio no era así: en un principio el cuerpo –el corpus– eran los libros y sus autores una suerte de fantasma en vida, pero fantasma al fin. El asunto se complica para siempre –hay casi consenso en esto– con la llegada de Charles Dickens. Es él quien descubre y patenta la industria del escritor como producto: se lanza a largas giras, ofrece conferencias, cobra por lecturas que son mucho más que eso. Los que estuvieron allí dejaron testimonio del alto dramatismo de las veladas, con Dickens actuando cada uno de los personajes y arrancando lágrimas del público y, en ocasiones, hasta desvaneciéndose de agotamiento por el esfuerzo realizado. Freud lo hubiera calificado de histérico y sus biógrafos aseguran que semejante esfuerzo live fue lo que lo llevó a la muerte. En cualquier caso, a partir de entonces se le exige al escritor una vida social y no-ficción que compense la soledad de sus ficciones. No importa que en las raíces de la vocación se encuentre la obviedad incuestionable de un “escribo porque me gusta estar solo”. Ahí están los cada vez más numerosos festivales, los programas de radio y televisión, la obligación de opinar sobre cualquier cosa y hasta la cláusula en los contratos con la editorial donde se estipula que el padre de la criatura deberá promocionarla con buena disposición y, si es posible, alegría. De ahí también que la decisión de esconderse –de dejar el juego, de ubicarse afuera– cause extrañeza primero y enseguida fascinación.

Me voy, me voy, me fui

El espécimen paradigmático –el ejemplo que siempre se invoca– es el del norteamericano Jerome David Salinger. Salinger publicó por última vez un texto (al menos bajo su nombre, se han llegado a detectar varios alias nunca confirmados y hasta se llegó a pensar erróneamente que él era quien se ocultaba detrás del recién fallecido William Wharton, otro hombre esquivo, autor del noble best-seller Byrdi) en 1965, en las páginas de The New Yorker. Se presume que sigue escribiendo pero que ya no le interesa publicar y sus esporádicos avistamientos –entrando o saliendo de su casa de New Hampshire– son reportados como si se tratara de los de un ovni certificable. Los motivos para esfumarse nunca fueron explicitados, pero se tiende a pensar que Salinger se cansó de todo: de sus detractores y de sus fans y que frente al temor comprensible de acabar como Fitzgerald y Hemingway y Kerouac (narradores sucumbiendo a su propia mística, convertidos más en personajes de sí mismos que en propias personas) decidiera decir adiós a todo eso.

Thomas Pynchon (de quien en un principio se dijo que era Salinger y hasta se acusó de ser el Unabomber) aprendió demasiado bien la lección y decidió empezar siendo una ausencia más que una presencia. Y ahí está: prestando su voz pero apareciendo con una bolsa de papel en la cabeza en episodios de Los Simpsons.

Don DeLillo –discípulo de Pynchon– no se prodiga mucho y, a modo de explicación, escribió toda una novela sobre el Síndrome de Salinger. En Mao II, de 1991, Bill Gray, un escritor recluso, no soporta la idea de que “el futuro pertenezca a las multitudes”.

Philip Roth –junto con su alter-ego Nathan Zuckerman– hace varios años que, como un moderno Thoreau, dejó atrás el mundanal ruido de la gran ciudad y se encerró en una cabaña de Massachusetts para escribir sus mejores libros. En Sale el espectro, honra la figura de otro desaparecido en acción con el que comparte apellido: Henry Roth, autor del clásico Llámalo sueño (1934) y quien no publicó ninguna novela hasta seis décadas después, poco antes de morir. Varias páginas de la novela de Roth –Philip– se dedican a denunciar, con potencia de diatriba, “el reduccionismo biográfico del periodismo cultural” y la adicción cada vez más desaforada a querer sabe más del escriba que de lo que el escriba escribe. El “malo” de la novela es, sí, un joven y ambicioso biógrafo excitado ante la idea de airear los secretos del maestro de Zuckerman.

Cormac McCarthy –best-seller de calidad y hasta hace muy poco escritor de culto– es el último de los grandes solitarios: casi no ha otorgado entrevistas, lo poco que se sabe de él sale de una vieja entrevista en The New York Times y de un perfil en Vanity Fair donde se lo mira y se lo describe, pero no habla directamente (comenta que prefiere la compañía de los científicos a la de los escritores) y ya varios se preguntan si irá a recibir tarde o temprano un para muchos inevitable Nobel hacia el que cabalga lento pero seguro. Es posible que sí ya que, hace unos meses, McCarthy apareció sorpresivamente en el show televisivo de Oprah Winfrey cuando la muy popular conductora escogió a La Carretera –lo que equivale a muchos ejemplares vendidos– para su Club del Libro.

Otro escurridizo, Denis Johnson, ni siquiera acudió a recibir su National Book Award por Arbol de humo (su coartada, verificada, era que se encontraba trabajando en Irak, en una crónica) y rara vez aparece en librerías y presentaciones de sus libros.

Una cosa queda clara: la industria de la invisibilidad es viable en Estados Unidos donde la rareza y el freak siempre pueden ser más o menos explotados en sus propios términos desde que Emily Dickinson se encerró a hacer lo suyo y Nathaniel Hawthorne se perdiera para encontrarse en solitarias caminatas por la playa de Salem escribiendo en voz alta y luego regresar a su “pieza embrujada” para pasar todo eso a una página en blanco.

A solas

Esto no quiere decir que se trate de un fenómeno exclusivamente norteamericano: el adicto-social Marcel Proust decidió dejarlo todo (o casi todo, siempre tuvo su mesa en el Ritz) para acostarse a escribir su obra magna y Pascal Quignard y Julien Gracq siguieron su estela de privacidad. En su momento, Juan Rulfo se levantó de su escritorio para ya no volver a sentarse a escribir y Juan Carlos Onetti se metió en la cama con lapicera en mano. Milan Kundera detesta los aviones (lo que dificulta sus apariciones públicas). Haruki Murakami huyó por varios años de Japón luego del descomunal éxito de Tokio Blues/Madera noruega y ahora está de regreso, pero desde entonces mantiene un perfil saludablemente bajo.

Y los nombres pasan pero el enigma permanece: no hay lector curtido que no imagine que la desaparición voluntaria de un escritor implica que ese escritor sabe algo importante. Algo quizá no tan trascendente como lo que esconde el recluso Hawthorne Abendsen en El hombre en el castillo de Philip K. Dick (contrario a lo que se piensa, Alemania y Japón no han ganado la Segunda Guerra Mundial, y lo ha puesto por escrito en la novela La langosta se ha posado) pero aun así un saber o una clave merecedoras de salir en su busca. Después de todo –paradójicamente– fue el mismo Salinger quien abrió la temporada de caza en la primera página de su El guardián entre el centeno donde el joven Holden Caulfield se refiere a ese impulso incontenible e impostergable de llamar inmediatamente por teléfono a un escritor apenas has terminado de leer uno de sus libros que te ha gustado mucho. El “problema” es que a los escritores –por acción y reacción– suele gustarles y necesitan de la soledad.

Años antes, Henry James había propuesto en uno de sus relatos, “La vida privada” (1893), una posible solución al problema del ser o no ser y del estar o no estar. Una variante que conjugara lo mejor de ambos mundos. Allí, se nos cuenta de la existencia de un escritor capaz de iluminar profundas obras maestras sin por ello tener que renunciar a una existencia frívola de fiestas y jardines. Sobre el final, el narrador/lector descubre la verdad: el escritor en cuestión tiene el raro poder de desdoblarse físicamente y así vivir, simultáneamente, tanto en el salón como en el estudio.

“La vida privada”, está claro, es un cuento fantástico.

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