› Por Juan Forn
El descubrimiento de Nina Berberova fue tan tardío que casi es póstumo: a fines de 1989, el francés Hubert Nyssen, director de la coqueta editorial Actes Sud, recibió de manos de una señora mayor una “traducción confidencial” de una nouvelle rusa. Después de devorar esas cien páginas (La acompañante) avisó a la señora mayor que quería publicar enseguida el libro, dando por supuesto que la autora ya habría muerto. Para su sorpresa, la autora no sólo vivía (jubilada de su puesto como docente en la Universidad de Princeton) sino que prefirió trasladarse ella misma a París, en lugar de recibir a Nyssen en su casita del campus de Princeton. Un par de meses después, en el Café de la Mairie, en la Plaza Saint-Sulpice de París, Nyssen conocía a Nina Berberova, se convertía en el editor de toda su obra y la convertía de la noche a la mañana en una autora de fama mundial. Berberova había esperado toda su vida ese momento. Tenía ochenta y ocho años y le quedaban cuatro de vida.
Veinticinco años antes, en un departamentito perdido de New Haven, Berberova había puesto punto final al último de los libros que escribiría (su autobiografía, su mirada al siglo, titulada Los subrayados son míos). En la última página citaba dos versos del poeta ruso Jodasievich, el gran amor de su vida, y cerraba el libro diciendo: “En la época en que fueron escritos esos versos yo creía que llegaría a ser alguien, pero no he llegado a ser nadie: sólo he llegado a ser”. Cien páginas antes, cuando se entera de que su amiga, la extraordinaria Marina Tsvetáieva, se ha ahorcado luego de haber vuelto a Rusia, escribe, a modo de epitafio: “Siempre cedió a la tentación de encarnar personajes inventados: a veces la poeta maldita e incomprendida, otras veces la madre y esposa abnegada, o la amante de un joven efebo, o la que cantaba las glorias de un ejército derrotado, o la eterna discípula, o la amiga apasionada. Sumergida en esos personajes y otros más, escribió poemas inspiradísimos, pero no consiguió nunca adueñarse de sí misma, darse forma, conocerse”.
Se sabe que es más fácil ser certero observando la vida ajena que la propia. Se sabe también que solemos decir las cosas más certeras sobre nosotros mismos cuando creemos estar hablando sobre los otros. Nina Berberova quiso toda su vida adueñarse de sí misma, darse forma, conocerse. Lo demuestra en ese libro supuestamente autobiográfico, donde en realidad habla mucho menos sobre sí que sobre las personas que conoció y la época que le tocó vivir. No es casual la doble consigna que rigió la escritura de ese libro (y no es casual tampoco que fuera el último de sus libros): ser absolutamente sincera pero preservar su vida personal (“Asumo plenamente lo que aquí se dice. Y también lo que se silencia”). Lo que hace tan extraordinaria su autobiografía es que sea la historia de alguien que quería llegar a ser alguien y sólo (¿sólo?) llegó a ser.
Berberova nació en 1901, en una familia de gentilhombres, parte armenia y parte ranciamente rusa (cuando andaba distraído por la casa, su padre solía recitar para sí unos versos de Pushkin que le habían machacado durante todos sus años de estudio en el Liceo de Moscú: “Eres un cobarde, eres un esclavo, eres un armenio”). Cuando Berberova era adolescente, el padre le anunció así el advenimiento de la Revolución de Octubre: “Ya verás, los elefantes pronto vendrán por tus hebillas de marfil y las tortugas por tus peines. Llegarán en busca de lo que les pertenece y les hemos quitado”.
Llegaron, efectivamente, pero no eran tortugas ni elefantes. Y la jovencita que “sólo conocía a los pobres a través de mis lecturas” descubrió que no tenía la menor idea de cómo ganarse el pan con el sudor de su frente, ni abrirse paso a codazos en los comedores comunitarios por su ración y su cuchara de latón, ni coser botas de fieltro, ni despiojarse, ni hacer pan con cáscaras de papa. Al principio pensó: “Esto no me concierne; es problema de los aristócratas, de los banqueros, de los funcionarios. Yo tengo dieciséis años y soy nada”. Pero en pocos días se dio cuenta de que lo que pasaba era exactamente lo que ella (y sus emancipadas compañeras de escuela y recitales de poesía) habían deseado a viva voz: que ya no hubiera zar, que Rusia respondiera por sí misma frente a su destino.
Esa será la primera diferencia entre Berberova y sus compañeros de emigración, en Berlín primero, luego en París, y más tarde en Estados Unidos: ella siguió culpando al zar, y no sólo a los bolcheviques, por lo que ocurría en Rusia. Admiradora ferviente de Blok y Maiacovski, cortejada en vano por Gumiliev (primer marido de Ajmátova y cabecilla de los poetas acmeístas), Berberova no abandonó su patria junto a las oleadas de rusos blancos en 1917: lo hizo, junto a Jodasievich, recién a fines de 1922, cuando a ambos se les hizo evidente que Lunacharski, el cosmopolita comisario de las artes soviéticas, no podría detener las purgas políticas que se avecinaban (“Aún no conocía el sabor a ceniza en su boca. Aún poseía una patria, una ciudad, una profesión, un nombre”, dirá años después de Jodasievich, en uno de sus últimos poemas de juventud).
En París, bajo la tutela de Jodasievich y sus amigos (Viktor Sklovski, Andrei Bieli, Marina Tsvetáieva, Roman Jakobson, Nikolai Berdiaev), Berberova aprendería a leer y a pensar. También se le haría evidente la diferencia entre su generación y la de Jodasievich: a los mayores de treinta les resultaba imposible escribir fuera de Rusia. De hecho, tanto Sklovski como Bieli y Tsvetáieva terminarían volviendo. Jodasievich, en cambio, le propuso a Berberova que se suicidaran juntos. Ella prefirió trabajar por los dos, escribiendo cuanto podía en las tres publicaciones menos reaccionarias de la emigración (Anales contemporáneos y Los días) y firmando con el nombre de Jodasievich para cobrar mejor las colaboraciones.
Al enterarse de la situación de Jodasievich (definido más tarde por Nabokov como el mejor escritor de la emigración y la mejor persona entre todos los escritores que conoció en su vida), Gorki invitó a la pareja a su cómoda casa en el sur de Italia. En Sorrento, Jodasievich recuperó las ganas de vivir, entre otras razones por los episodios involuntariamente humorísticos que ocurrían en torno de Gorki. Berberova trabajaba de traductora para su anfitrión. Gorki se carteaba con Romain Rolland en aquel tiempo. Un día llegó una carta del francés y Gorki le pidió a Berberova que se la leyera. “Querido amigo y maestro –tradujo ella–, he recibido su carta que exhala el olor de las flores y las plantas aromáticas. Leerla ha sido como pasear por un lujurioso jardín deleitándome en las sombras mágicas y los rayos de luz de sus pensamientos que me transportaron al cielo de la meditación...” Gorki se empezó a mosquear. “¿Pero qué dice este hombre? Yo le pedí algo concreto: la dirección de Panait Istrati.”
Por la noche, el viejo escritor le entregó a Berberova la respuesta para que la tradujera al francés. Decía: “A lo largo de los últimos cien años el mundo camina hacia la luz y sólo quienes avanzan son dignos de recibir el nombre de hombres, entre ellos en lugar destacado nuestro común amigo Panait Istrati, a quien usted, querido amigo y maestro, se refería en una de sus cartas y cuya dirección le ruego encarecidamente me envíe en cuanto pueda contestar esta carta”.
El retorno de Gorki a Rusia y la noticia posterior de su muerte terminaron de hundir a Jodasievich. Berberova comprendió que no podría mantenerse a su lado sin ser arrastrada en la caída, así que, luego de dejarle preparado un borscht para tres días, hizo sus valijas y se instaló en una buhardilla de Billancourt, el barrio proletario en las afueras de París donde estaba la fábrica Renault.
Allí empieza a escribir sus Crónicas de Billancourt, estampas de la vida cotidiana del “París ruso” que se publicaban semanalmente en el diario Ultimas Noticias de la emigración. Contaba historias como la de los veteranos del Ejército Blanco que trabajaban en la Renault (en aquel tiempo, uno de cada cuatro obreros de la fábrica eran ex soldados del zar, que se caracterizaban por tres cosas: su salud de hierro, su insólita sumisión a la policía y su negativa a sumarse a cualquier huelga que organizara el sindicato). O la de la Asociación de Ex Francesas, un grupo de institutrices que volvieron arruinadas a París después de la Revolución (habían invertido todos sus ahorros en rublos zaristas) y pasaban las tardes en torno de un samovar, recordando los viejos tiempos. O la historia de Alexei Remizov, secretario de la revista Problemas de vida, quien en lugar de asistir a las reuniones de redacción prefería quedarse en la habitación contigua, donde acomodaba en círculo los zuecos y galochas de los miembros del comité, se sentaba en el centro y oficiaba una reunión paralela hablando con los zapatos de sus compañeros de revista (sin embargo, cada vez que había un estreno de Stravinski, ahí estaba Remizov en primera fila, poniendo el pecho por su amigo y compatriota).
En su nueva vida, Berberova decidió tomarse un respiro de los clásicos rusos y se sumergió en los libros de sus contemporáneos: Kafka, Proust, Mann, Gide, Huxley, Woolf, Colette... Así descubrió el problema de su literatura y la de sus compañeros de emigración: “No nos faltaban argumentos que contar pero nos asfixiábamos debido a la incapacidad de crear un estilo capaz de expresarlos”.
Curiosamente, esos mismos textos que en su autobiografía Berberova ve como impostados, mórbidos y ajenos (La acompañante, La peste negra, Roquenval) serán los primeros que quiera publicar cuando conozca a Hubert Nyssen en 1989. De hecho, la fascinación inmediata que produjo Berberova en toda Europa a principios de los ‘90 la logró con sus peores libros: tanto las Crónicas de Billancourt como su libro sobre el caso Kravchenko y su autobiografía aparecerían con posterioridad (aunque la autobiografía era el único de los libros de Berberova que estaba traducido y publicado en inglés y en muy pequeña tirada cuando ella viajó a París a su postergada cita con la fama).
Cuando un ruso blanco recién salido del manicomio (“y deseoso de llamar la atención sobre su miserable destino”, según Berberova) asesina a tiros a Paul Doumer, el presidente recién electo de Francia, la situación de los emigrados rusos comienza a hacerse insostenible: no sólo se les niega la ciudadanía sino también la posibilidad de trabajar. “¡Qué hartos están todos de nosotros!”, escribe Berberova en su diario y acepta la propuesta de matrimonio de un compatriota suyo con quien se instala a vivir en el campo, en la localidad de Longchêne. Allí verá pasar el fin de los años ‘30 y toda la guerra, dando cobijo cuando puede a los amigos que vienen huyendo de Berlín, de Praga, de París. “Me pregunto cómo conseguimos sobrevivir durante aquellos años. No deseábamos leer libros nuevos ni releer los viejos. Escribir nos producía una mezcla de miedo y repugnancia. Sólo teníamos un deseo: escondernos y callar.”
En 1940, antes de que los nazis entren en París, Berberova conoce a un escritor de su misma generación, emigrado como ella, que firma sus libros “V. Sirin” para que no lo confundan con su padre, el político ruso asesinado en Berlín Vladimir Dimitrievich Nabokov. La empatía es absoluta y pasan horas hablando de literatura rusa, comiendo blinis y bebiendo vodka en el restaurante L’Ours (con los francos que le han dado a él como anticipo por su novela La dádiva), hasta que Berberova comenta: “Pushkin se hubiera vuelto loco con Dostoievski. Dostoievski se hubiera desconcertado con Chejov. Y los tres nos despreciarían y se hubieran asqueado de nuestra degradación”. Nabokov se pone blanco, se levanta de su silla y, sin decir una sola palabra, abandona el restaurant (luego de pagar la cuenta al camarero).
Quince años después, en Nueva York, Berberova vuelve a verlo. Nabokov ya ha publicado Lolita, es rico y famoso, asiste algo incómodo a una velada rusa en el departamento de Alexandra Tolstoi, la hija menor del autor de Guerra y Paz. Nabokov ha engordado, presenta una avanzada calvicie y simula una miopía para no tener que reconocer a quienes se acercan a darle conversación. En determinado momento Berberova cree que la está mirando. Ella lo saluda con una inclinación de cabeza. El responde desde lejos, pero con un movimiento tan exangüe y difuso “que no tengo la menor certeza de que estuviera dirigido a mí”, dice Berberova en su autobiografía.
Aun así, Berberova escribió un breve libro sobre él, titulado Nabokov y su Lolita y recientemente aparecido en castellano, donde desarrolla una interesante teoría. Berberova (que, a diferencia de Nabokov, debió aprender sola, primero el francés y luego el inglés, para poder sobrevivir en Francia y Estados Unidos) no dejó nunca de escribir en ruso. Sin embargo, en su defensa de Nabokov dice que los grandes libros de nuestra época no son nacionales y no importa en qué lengua están escritos: Nabokov, según ella, no es menos ruso en Ada o Habla, memoria porque los haya escrito en inglés. Nabokov, según ella, es el escritor que justifica literariamente a toda la emigración. Si Nabokov vive, yo también, dice Berberova, parafraseando la frase de Dostoievski sobre Tolstoi.
Vale aclarar que Nabokov y su Lolita fue escrito por Berberova cuando ya se había ganado su cátedra de literatura rusa en Princeton. Pero antes debió penar más de una década, después de llegar al puerto de Nueva York con sólo setenta y cinco dólares en el bolsillo y sin saber una palabra de inglés. Hay dos momentos de su autobiografía tan formidables como ilustrativos de ese momento y de la actitud ante la vida de Nina Berberova. El primero de ellos ocurre apenas terminada la guerra. Berberova se encuentra en París con una conocida rusa de los viejos tiempos, que le dice: “¡Has sobrevivido!”. Y agrega: “Por algo será”. Berberova entonces se pregunta: “¿Fue en ese instante cuando la idea de escribir este libro cruzó mi mente por primera vez? No lo sé. Pero sí sé lo que pensé en ese instante: Tienes que vivir como si fueras la única persona en el mundo que ha sobrevivido”.
El segundo momento tiene lugar cuando llega en barco a territorio norteamericano, y un médico la revisa antes de dejarla entrar. Es el año 1950 y Berberova ya ha cumplido cuarenta y nueve. El médico le pregunta (en francés) cómo están sus órganos genitales. En su sitio, contesta ella. ¿Y su ciclo menstrual? “Cuando existía me hacía la vida muy agradable: cada vez que lo tenía me sentía renacer. Pero cuando se acabó no ocurrió nada desagradable: menos preocupaciones.” El médico, tan sorprendido como interesado, le pide si puede extenderse en su última observación. “No, doctor; nos llevaría demasiado tiempo.” ¿Y si le pidiera que pronunciara una breve exposición sobre el tema ante una comisión científica?”, pregunta el médico. “Estaría encantada de servir a la ciencia, pero en estos momentos ni mi cabeza ni mi inglés están para exposiciones.” “¿Aunque la exposición la hiciera yo y la presentara a usted para ratificar mis argumentos?”, insiste el médico.
Entonces Berberova escribe: “Dirigí la mirada más allá de sus cabellos cortados a cepillo y le dije que estaba a punto de ver llover por primera vez en América. Era un buen hombre, gracias a Dios no insistió. Selló mi documento y me dejó franquear la puerta. No recuerdo si estaba cerrada o entreabierta. Sólo recuerdo que la franqueé”.
Berberova sobre Stravinski:
“Le oí decir a Stravinski que, cuando compone, tiene la sensación de ser un cerdo en busca de trufas o una ostra fabricando una perla. Confesó que a veces hasta le cae la baba bajo el efecto de los sonidos y los acordes que anota. Para él, cualquier forma de creación revela secreción glandular.”
Berberova sobre Pushkin:
“Se mató por una mujer sin saber qué era una mujer. ¡Cómo pudo ignorar a tal extremo algo así!”
Berberova sobre Maiacovski:
“Se oyó un disparo y aquella vida que parecía infinita se extinguió. Maiacovski no estaba acostumbrado a ceder, no sabía ni quería hacerlo. Un poeta de semejante temple no puede emprender la retirada. Pero al saltarse la tapa de los sesos, aniquiló a toda su generación.”
Berberova sobre Alexander Herzen:
“Paseaba por los Alpes con su amigo Herweg y lo obligaba a jurarle que nunca se convertiría en amante de su esposa, cuando en realidad Herweg ya lo era desde hacía tiempo, e iba a visitarlo para verla a ella.”
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