Domingo, 8 de febrero de 2009 | Hoy
Pocas familias del siglo XX produjeron tal caudal de libros, artículos y ensayos como la de las hermanas Mitford. Nacidas para vivir y morir en un plácido anonimato, sus militancias políticas (una, nazi amiga de Hitler; otra, comunista en la Guerra Civil Española), sus estruendosos matrimonios, sus personalidades y los libros que ellas mismas escribieron las convirtieron en el centro de atención social, político y cultural durante más de cincuenta años. Una recorrida por ese derrotero, a la luz de la correspondencia entre ellas, recientemente editada en inglés, es también un paseo por el mundo de posguerra.
Por Juan Forn
La historia de las hermanas Mitford es como la historia del siglo XX contada por la revista Hola. O quizá sea al revés: la historia de las hermanas Mitford es como una revista Hola que se tomó un ácido. Los ingleses llevan más de medio siglo tratando de aclarar la cuestión y el tema ha terminado convirtiéndose en un género en sí mismo (Christopher Hitchens lo llama “mitfordiana”): hay biografías, ensayos, volúmenes de correspondencia, novelas, documentales, miniseries y hasta leyendas urbanas sobre las Mitford; incluso hubo una comedia musical en Broadway (The Mit Sisters, rebautizada por ellas, con su característico desdén, como “La triviata”).
Las Mitford eran seis hermanas de alta cuna, criadas para casarse con insulsos pares del Reino, dar descendencia y alcanzar después la más perfecta invisibilidad cuidando sus rosales en la campiña inglesa. “El nombre de una dama sólo debe aparecer tres veces en los periódicos: cuando nace, cuando se casa y cuando muere”, les decía a sus hijas Mamá Mitford (más conocida como Lady Redesdale). Mucha bola no le dieron, las nenas. Durante más de medio siglo se cansaron de ver aparecer su nombre en los diarios, unido al de Hitler, Churchill, Goebbels, De Gaulle, Faulkner, Wallis Simpson y John Kennedy, entre muchos otros. Ellas mismas alimentaron el fuego con sus extemporáneas decisiones matrimoniales y políticas y con las asombrosas intimidades propias y ajenas que confesaron en sus libros. Y mientras tanto, en todo momento se preguntaban con impostado fastidio cuándo llegaría el día en que la prensa las dejara tranquilas. Todas las familias mediáticas se parecen, diría Tolstoi, pero es difícil encontrar una que se parezca a la de las Mitford.
David Freeman-Mitford y su esposa Sydney (Lord y Lady Redesdale) criaron a sus seis hijas mujeres y su único hijo varón en una imponente mansión de la campiña inglesa. No eran precisamente ricos, cosa que disimularon haciéndose los excéntricos. Papá Mitford decía que no enviaba a sus hijas al colegio porque las harían jugar al hockey y él no quería que tuvieran pantorrillas gruesas. Mamá Mitford aprovechaba la visita mensual del veterinario para que revisara a las chicas y sostenía que vivir sin calefacción y comer todos los días puré de papas garantizaba el cutis marfilino que caracterizaba a las mujeres de la familia. Así fue como, mientras el único hijo varón (Tom) fue enviado a Eton y después a estudiar música en Viena, las seis chicas Mitford se pasaron la mitad de la infancia escondidas en el armario de ropa blanca, que era el único lugar templado de aquella mansión, perfeccionando la afiladísima lengua que sería su marca de fábrica y convenciéndose de que el único pasaporte de salida de la jaula era el casamiento.
Llegado a este punto, se impone un pequeño procedimiento mnemotécnico para que al lector no se le mezclen las hermanas. La operatoria habitual es definirlas así: Nancy, la mayor, fue la Escritora de Bestsellers; Pamela, la siguiente, fue la Lesbiana Rural; Diana, la tercera, fue la Belleza Fascista; Luego vienen las casi mellizas que compartían habitación: Unity, la Suicida por Amor a Hitler; y Jessica, La Comunista Desheredada. Y, para cerrar, la única que cumplió el anhelo materno, y la única de las hermanas Mitford que sigue con vida hasta el día de hoy: Deborah, duquesa de Devonshire. Ahora sí, la historia.
Nancy fue la primera en presentarse en sociedad y en comprometerse, con el aristócrata y esteta escocés Hamish Saint-Clair Erskine. Pero, de visita en Londres en casa de su amigo Evelyn Waugh, descubrió que su prometido era incorregiblemente gay e intentó suicidarse. Waugh le sugirió que, si quería vengarse, mejor que abrir las llaves de gas (y poner en peligro la integridad de él) sería ridiculizar a su prometido en un libro. Así escribió Nancy su primera novela, como huésped de Waugh, mientras su anfitrión escribía otra novela en el cuarto de al lado. El libro de él (Cuerpos viles), que usaba sin pudor muchos de los mohínes y modismos que Nancy había inventado con sus hermanas, lanzó a Waugh a la fama: las “Bright Young Things” que retrataba fueron el equivalente británico de las flappers de Fitzgerald. Nancy no tuvo la misma suerte con su libro, pero la notoriedad que le dio Waugh suplió con creces el desengaño, tanto literario como amoroso: durante cinco años brilló en los salones londinenses. Hasta que su despampanante hermana Diana se presentó en sociedad y se comprometió, en tiempo record, con el heredero de la fortuna cervecera Guinness.
Haciendo honor a su excentricidad, Papá y Mamá Mitford se opusieron en principio al casamiento de Diana (consideraban que el novio tenía demasiado dinero) pero finalmente la autorizaron después de que cumpliera los veinte años. Nancy, que ya arañaba los veintiocho y no quiso quedar desairada, se casó precipitadamente con el primer tipo que encontró, un diplomático mujeriego llamado Peter Rodd, con quien viviría más tiempo separada que juntos (nunca lo acompañó a sus destinos diplomáticos) hasta terminar divorciándose después de la Segunda Guerra. Pero también en el rubro divorcista Diana precedió a su hermana mayor: no habían pasado ni tres años de su casamiento con Bryan Guinness cuando lo dejó por, escándalo de escándalos, un hombre que, además de estar casado, era el fundador y líder de la Unión de Fascistas Británicos. Lo que escandalizó a Papá y Mamá Mitford de Sir Oswald Mosley no era su fascismo sino que Diana hiciera público que se había convertido en su amante, cuando Mosley no hizo el menor intento por separarse de su esposa.
Para seguir con la larga historia de escándalos de Diana y Mosley, hace falta antes hablar un poco sobre las otras hermanas. Pamela, la segunda de las chicas Mitford, nunca sintió la menor atracción por los brillos de Londres. Su desvelo era el mismo de sus hermanas: irse de la casa paterna. Pero, en su caso, sin dejar de vivir en el campo (Nancy la inmortalizaría en uno de sus libros repitiendo a todo aquel que la sacaba a bailar en las fiestas de sociedad: “Prefiero los animales a los hombres”).
Después de evitar durante años el acoso de un vecino llamado Johnny Betjeman, que la consideraba su “musa silvestre” (y que años después se convertiría en Sir John Betjeman, Poeta Laureado del Reino Unido), Pamela logró sacarse de encima en un solo movimiento a su admirador y a su familia con un matrimonio pantalla, ofrecido galantemente por su amigo el científico Derek Ainslie Jackson (que, poco después, continuaría por las suyas su notable carrera matrimonial: se casó siete veces más). Instalada en una casa de campo cedida por su ex marido, Pamela pudo dedicarse el resto de su vida a las tres únicas cosas que le importaban: el bajo perfil, la cocina y la jinete hípica italiana Giuditta Tommasi, con quien convivió casi sesenta años (tan felices fueron las dos que, sólo meses después de la muerte de Giuditta en 1993, Pamela la acompañó al otro mundo).
Unity y Jessica, las dos hermanas siguientes, se llevaban tres años entre sí, pero eran tan unidas como si fueran mellizas (de hecho, Nancy y Diana las llamaban a ambas con el mismo sobrenombre: “Hen”). No sólo compartían habitación sino que incluso se vestían igual, hasta el cisma que se produjo entre ambas llegada la adolescencia, cuando Unity se enroló en las Brigadas Fascistas de Mosley y Jessica se hizo comunista. Unity dejó primero la casa paterna: logró que la dejaran viajar a Munich, supuestamente a estudiar alemán, aunque su verdadero objetivo era conocer en persona a su ídolo, Adolf Hitler. Jessica no pidió permiso para irse de casa: se escapó a los dieciséis, junto al sobrino “rojo” de Winston Churchill (Esmond Romilly), a la Guerra Civil Española. Papá Mitford llamó furioso a Churchill para que solucionara el asunto y éste mandó un destructor británico a España para que trajera a los niños, pero ellos ya se habían casado y Jessica estaba embarazada.
Mientras tanto, en Munich, Unity había logrado atraer la atención de su ídolo, luego de asistir día tras día a la cervecería que Hitler frecuentaba con sus hombres y contemplarlo fijamente a la distancia. Tan simpática le resultó Unity a Hitler que aceptó conocer a Diana y a Mosley. El fascista británico hizo muy buenas migas con Goebbels pero no le simpatizó mucho al Führer. Diana, en cambio, le resultó encantadora y ambas hermanas fueron sus huéspedes de honor durante las Olimpíadas de Berlín en 1936. Estando las dos allá, se enteraron de que la esposa de Mosley había muerto inesperadamente en Inglaterra. Mosley apareció a los pocos días en Berlín y se casó con Diana en una ceremonia privada en casa de Goebbels, con Hitler y Unity como testigos.
Unity se quedó a vivir en Munich en un regio departamento que le había conseguido el Führer (cuando Papá y Mamá Mitford fueron de visita, en 1938, ella les contó que el piso había pertenecido a “unos judíos que se fueron tan precipitadamente que dejaron hasta las camas tendidas y la mesa servida”). A pesar de los celos de su entorno, Hitler elogió públicamente a Unity en el periódico nazi Der Sturmer como “perfecto espécimen de femineidad aria”. Ella envió una carta de agradecimeinto a la redacción pidiendo que mencionaran que su nombre completo de bautismo era Unity Walkyrie y que odiaba a los judíos “más que a nada en el mundo”. Cuando Inglaterra le declaró la guerra a Alemania, Unity fue hasta el Englischer Garten de Munich y se disparó un tiro en la sien, con tan mala suerte que quedó viva pero imbécil (ocho años después moriría a causa de las complicaciones cerebrales de aquel balazo).
También el matrimonio Mitford se haría pedazos a causa de la guerra: el padre de las chicas capituló de sus simpatías fascistas en nombre de la patria y abandonó a su esposa cuando ella prefirió mantenerse del mismo lado que Diana (que había sido enviada a prisión junto a Mosley) y Unity (de la cual debió hacerse cargo).
Las Mitford siguieron siendo noticia durante la guerra tal como lo habían sido durante toda la década anterior. Después de que se conociera la separación, Mamá Mitford sólo logró evitar a la prensa escondiéndose con la babeante Unity en una isla perdida en los lagos de Escocia. Mientras Tom, el único hijo varón, moría en el frente, Nancy dejó momentáneamente de lado su vocación por la frivolidad para hacerse cargo de su derrumbado padre y de la adolescente Deborah, además de trabajar como chofer de ambulancias y de funcionarios del gobierno. Pamela, la hermana rural, se ocupó de los dos hijos pequeños de Diana y Mosley hasta que Churchill accedió a liberar a la pareja, cuando la guerra ya se definía en favor de los Aliados. Y Jessica, la hermana comunista, envió desde Estados Unidos una furiosa carta abierta a los diarios cuestionando al Primer Ministro que dejara a su hermana y a Mosley en libertad.
Jessica había partido a Estados Unidos en 1938 con su marido, Romilly, luego de la derrota de los republicanos en España y de que su hijita muriera a pocas semanas de nacer. Cuando Inglaterra entró en la guerra, Romilly se enroló en la Fuerza Aérea canadiense. El encargado de anunciarle a Jessica que su marido había muerto en combate fue el propio Churchill, en un aparte de su reunión con Roosevelt, cuando viajó a Washington en 1941.
Así como todos estos episodios fueron ampliamente cubiertos por la prensa inglesa a pesar de la guerra, las hermanas siguieron acaparando titulares cuando la contienda terminó. Diana y Mosley tuvieron que irse a Irlanda dos años y después se instalaron en París, al comprobar que no podrían volver a vivir en Inglaterra. Mosley intentó sin éxito retomar su carrera política luego de un tibio mea culpa. Diana ni siquiera se dignó a un mea culpa: declaró a los cuatro vientos desde su residencia parisiense (a escasos metros de sus vecinos Eduardo de Windsor y Wallis Simpson) que eran los judíos los que impedían a su marido acceder a la banca que le correspondía en la Cámara de los Lores. Los servicios secretos ingleses durante la guerra tenían catalogada a Diana como “más nazi, más inteligente y más peligrosa que Lord Mosley”. No hacía falta ser del MI5: la irredimible Diana no tenía el menor empacho en comentar, por ejemplo, que nunca se le cruzaría por la cabeza tirar uno de sus broches de diamantes sólo porque tenía forma de svástica.
Nancy también terminó viviendo en París. Lo hizo siguiéndole los pasos al gran amor de su vida, el coronel Gaston Padelwski, mano derecha de De Gaulle, a quien había conocido cuando el gobierno francés en el exilio operaba desde Londres y a ella le tocó hacerle de chofer. Nancy se había hecho rica después de la guerra con la publicación de dos novelas muy autobiográficas sobre la infancia de las seis hermanas de las que hablaremos en breve, y con ese dinero se instaló en París a lo grande. Pero Padelwski nunca correspondió sus sentimientos (de hecho, se casó poco después con otra mujer). Nancy hizo de tripas corazón pero se quedó en París.
Las dos novelas autobiográficas (The pursuit of love y Love in a cold climate) que escribió apenas terminada la guerra eran exactamente lo que Inglaterra parecía necesitar en ese momento, porque convirtieron a Nancy en la escritora del momento. No fueron sólo las dos novelas sino un librito llamado Noblesse Oblige, en donde Nancy dividía el mundo entre lo U (por usable) y lo non-U (o impresentable), que se convirtió en la biblia de la clase media inglesa de posguerra. Cuando Padelwski le rompió el corazón y Nancy decidió dedicar todos sus afanes al buen vivir y buen vestir, todas las mujeres de Inglaterra seguían por las revistas los vestidos de Dior y los cristales de Lalique y las joyas de Cartier que ella acumulaba en su luminoso departamento parisiense, ignorando cándidamente que esa mujer que las fascinaba vivía tan necesitada de amor y abrumada por la soledad como ellas.
Después de unos años de silencio (el método habitual con que se castigaban unas a otras las Mitford), Nancy perdonó a Diana por sus intratables ideas políticas, así como Diana perdonó a Nancy por contar secretos de familia en sus dos novelas: no resistían vivir en la misma ciudad sin poder cotillear. No fue ése el caso con Jessica, que seguía viviendo en Estados Unidos. Diana culpó siempre a Jessica de haber testificado contra ella cuando la mandaron a prisión (aunque había sido Nancy quien la denunció como sospechosa de espionaje –y nunca se animó a confesárselo después–).
Al otro lado del Atlántico, Jessica leyó las dos novelas de Nancy y, al ver todo lo que Nancy había atenuado o dejado afuera, se sentó a escribir su propia memoria de esos años, con los nombres reales y su característico estilo personal (que Hitchens describe como una cruza entre Trotsky y Oscar Wilde). Lo que empezó como un rito privado, en los ratos libres que le dejaba su militancia sindical en la Costa Oeste norteamericana junto a su segundo marido, el activista Robert Treuhaft, terminó para su sorpresa en libro publicado (Hons & Rebels) y fue el comienzo de una formidable carrera como periodista de investigación. Su divisa fue: “Puede que lo que escriba no cambie el mundo, pero avergonzará un poco a los culpables”. Y su libro más conocido es el hoy clásico The American Way of Death (un exposé de la industria funeraria de Estados Unidos, en cuya portada había una foto de Jessica sentadita con las piernas cruzadas, como esperando turno, en un crematorio).
Diana declaró que sólo había una cosa más aburrida que el libro de memorias de Jessica y era cualquier otro libro de Jessica. Nancy, en cambio, le escribió a Jessica diciendo que los había disfrutado enormemente (cosa que, por supuesto, nunca le confesó a Diana). En una de esas cartas Nancy también le contó a Jessica que, cuando se leyó el testamento de Papá Mitford, decía textualmente: “Para Jessica, nada”, subrayado varias veces a mano (ella pidió conservar el documento como recuerdo).
En los años siguientes, mientras Jessica recorría los estados del Sur en un auto desvencijado, como integrante del movimiento de derechos civiles (una vez persiguió a William Faulkner una semana entera hasta lograr que éste firmara un petitorio en favor de un negro acusado de asesinar a un miembro del KKK), Diana y Nancy siguieron íntimas en París. Nancy mantuvo su status de best-seller con una serie de biografías históricas (Madame Pompadour, Federico el Grande). Diana, siguiendo su consejo, escribió la biografía de su amiga Wallis Simpson, después se hizo comentarista de libros para Vogue y finalmente decidió que no podía privar al mundo de sus memorias, que tituló A life in contrasts, y donde dice cosas como “Me consta que Hitler detestaba la crueldad contra los animales”, además de rememorar una infancia que no tiene ni el menor punto en común con los relatos de Nancy y de Jessica.
Mientras tanto, la menor de las seis hermanas, Deborah (bautizada Nine, o Nueve, por sus hermanas mayores, porque ésa era la edad mental en que quedó), logró lo que las otras cinco evitaron: casarse con un noble. Cuando Andrew Cavendish, Duque de Devonshire, llevó a su futura esposa a conocer la imponente y completamente venida abajo mansión familiar, Chatsworth, recién terminada la guerra, la joven decidió que vivirían allí. Y se salió con la suya. Con los años y un verdadero trabajo de hormiga, logró devolverle a la mansión su brillo de otrora. A comienzo de los años ’50 comenzó a cobrar entrada a los visitantes; con ese dinero y sus habilidades ahorrativas (ella misma se dedicó en los primeros tiempos al cuidado de los jardines y puso a Mamá Mitford a trabajar en la boletería), fue restaurando poco a poco la propiedad. También la alquilaba para películas de época (ver, por ejemplo, la versión de Orgullo y prejuicio con la bobita Kyra Knightley). Cuando por fin consideró que su obra estaba terminada, publicó un enorme libro ilustrado contando su odisea y sus dotes como lady of the manor en versión Mitford. Fue un best seller.
También fue un inesperado best seller el ladrillo de novecientas páginas publicado el año pasado, Letters between six sisters, que cuenta la historia de las Mitford a través de una selección de su intensa correspondencia y muestra en su máximo esplendor el brillo que tenía ese idioma que las hermanas empezaron a inventar en su niñez y siguieron perfeccionando hasta la tumba. En ese idioma, Pamela era Wo (apócope de woman, por sus tendencias lésbicas), Unity era Bobo, Nancy era Queen of Spades (“Reina de espadas”, por el filo de su lengua sibilina), Diana era Face (porque era, según Nancy, “la única de nosotras que tenía cara”, léase belleza). Y Diana les decía a todas Susan porque “no puedo acordarme de tantos nombres, lo lamento”.
La manera de apocopar palabras de las seis se incorporó, vía Evelyn Waugh, a la jerga coloquial de las clases altas inglesas (fab en lugar de fabuloso, ridic en lugar de ridículo, bor en lugar de boring, es decir aburrido) y lo mismo sucedió con la idea de que la máxima señal de intimidad en el mundo posh es no ser nunca llamado por el nombre de uno sino por algún sobrenombre, cuanto más absurdo mejor. En esas novecientas páginas delirantes, Unity le explica a Nancy lo que siente por su hermana más querida devenida comunista (el año es 1938): “Naturalmente no dudaría un segundo en disparar contra Jessica si mi causa me lo exigiera, y espero lo mismo de ella. Pero entre tanto no veo por qué no quiere que estemos en buenos términos”. Diana le dice a Deborah: “Nos hemos mentido, fallado, traicionado, quejado, burlado, espiado y despreciado unas a otras, es cierto, pero siempre de una manera muy fraternal” (en inglés, sisterly). Jessica trata de convencer a Nancy de que el desdén discriminatorio venía decididamente por vía paterna, a pesar de los esfuerzo de Mamá Mitford por superarlo: “Recuerda. Todo extranjero era inferior para él, excepto los judíos y los negros, que no calificaban como humanos siquiera. En realidad, creo que no le gustaba nadie en el mundo salvo cinco personas de su edad y de su sexo y de su familia, que se vestían como él invariablemente de tweed, que como él olían un poco a pólvora y otro poco a coliflor, y que tenían todos esa nariz morada que caracteriza al bebedor consuetudinario”.
La primera de las Mitford en morir (después de Unity, claro) fue Nancy, en 1973. Las otras cuatro hermanas convergieron en París para cuidarla en sus horas finales. Fue el único encuentro entre Diana y Jessica desde 1935, y no se dirigieron la palabra ni cuando se pasaban el termómetro por encima de la cama. La siguiente en morir, en 1994, fue la rural Pamela, con su discreción característica: de noche, sola, durmiendo, en su cama. La siguiente fue Jessica, en 1996, con su proverbial estruendo: a su entierro en Nueva York fueron seiscientas personas, hablaron Susan Sontag, Maya Angelou y Gore Vidal, y la industria funeraria norteamericana le rindió público homenaje, bautizando al modelo de ataúd más barato de cada firma con el sobrenombre con que todos conocían a Jessica: Decca. El alto perfil del evento parece que disuadió a las hermanas supervivientes; ninguna viajó al entierro.
Ya se dijo que Debo, o Nine, sigue viva (faltó decir que, a los ochenta y ocho años, le tocó enfrentar su primer episodio mitfordiano de prensa: los diarios sensacionalistas ingleses se hicieron un festín el año pasado revelando que la oronda Duquesa de Devonshire tuvo al parecer un ardoroso romance con John Fitzgerald Kennedy durante los años ’50). En cuanto a Diana, hizo honor al dicho sobre la hierba mala: sobrevivió largamente a todas las personas de su época, incluyendo a su marido. Pero a veces se producen ramalazos de justicia poética: Lady Mosley, también conocida como Diana Mitford, murió a causa de la ola de calor que se produjo durante el verano parisiense de 2003, a los noventa y tres años.
Las hermanas Mitford se inventaron un mundo propio en su infancia, cuando sus padres les prohibieron tratar con otra gente de su edad. Aunque después no se privaron de conocer a nadie, y vivieron literalmente en una vidriera durante más de medio siglo, siguieron habitando su mundo privado hasta que murieron, cada una a su manera. Nancy le dijo una vez a un periodista: “Compadezco a los hijos únicos. Es bueno tener hermanas cuando a una le toca enfrentar las más crueles circunstancias de la vida”. Cuando Jessica leyó esas declaraciones, comentó: “Yo creía que las más crueles circunstancias de la vida son las hermanas”.
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