Desde el primer peronismo hasta los albores del siglo XXI, Juan Carlos Kreimer retrata en su segunda novela las fotos del álbum de una familia judía argentina. Un recorrido lateral de ciertas líneas narrativas de su generación, que logra tocar un nervio central cuando menos se lo espera.
› Por Gabriel Lerman
Todos lo sabíamos
Juan Carlos Kreimer
Ediciones de la Flor
316 páginas
Una familia judía, hijos de inmigrantes, que emplaza su desenvolvimiento vital entre Castelar y la avenida Libertador al 3000. Podría ser una más de las familias de una clase media alta forjada entre la prosperidad comercial del primer peronismo, bonanza asociada a ciertos aspectos del mercado interno, pero sobre todo a modalidades de gestión en las que el anglosajón business de a poco se reemplaza por el criollo “negociado”. Pero también una manera de insertarse en el mundo de los negocios, de relacionarse con el Estado, con los empleados, con las inmobiliarias, con la educación, con la política. Podría ser otra más, pero esta familia es judía.
Lo interesante de Todos lo sabíamos, nueva novela de Juan Carlos Kreimer, es que esa especificidad de lo judío, que apenas puede rastrearse en los primeros capítulos o en los que refieren a la infancia y adolescencia en Castelar, en ningún momento envía a un tipo de literatura judía, ni intenta ubicar el relato en alguna trama cultural comunitaria. Por el contrario, más allá de referencias muy concretas al idish, al perfil tradicional de tías, abuelos y padres, casi todos los personajes, en particular los niños o jóvenes de entonces y los adultos de hoy, se engarzan plenamente sobre la más crujiente y ácida historia argentina, y no hacen más que instalar a los Miller, estos judíos, en el derrotero de una clase social que llegó a comprar departamentos de 200 metros cuadrados en zona norte de Capital y allende la General Paz, cuando sus abuelos se contaban las pulgas en barcos sórdidos y malolientes venidos de Europa. Una clase sin culpas aunque, sí, algo culposa.
Kreimer ofrece en Todos lo sabíamos un relato que va del peronismo histórico al inicio del siglo XXI, pasando necesariamente por los duros ’70 y Malvinas. Ahí hay algo fuerte para Pedro Miller, quien descubre de adulto un secreto familiar que agitará su completa existencia: el modo en que cada período lo marca, aunque él vaya por un carril mundano y lejanísimo de la política. En verdad, la política está en todos los lados, está en la vida de una clase social desde su franco ascenso material hasta su franca decadencia espiritual. Pero específicamente es su hermana Cinthia, por quien los Miller nunca presentaron ni un habeas corpus; es el padre Benito Miller y sus socios, es el propio Pedro armando una empresa de personal temporario a finales de la dictadura, anticipándose a la flexibilidad en ciernes.
Kreimer da en el clavo con esta novela, por varias razones. A distancia tanto del Fogwill de los primeros cuentos como del Villa de Luis Gusmán y de 77 de Saccomanno, Kreimer consigue algo paralelo y eficaz. Al renunciar a toda pretensión literaria y escoger desde el vamos la colectora, se quita de encima la mayoría de los problemas por los que inevitablemente podría ser juzgado. En tal sentido, Todos lo sabíamos es, antes que nada, un brillante memorial, un emocionante y atractivo libro de narrativa familiar. Pero además, con su estilo seco y directo, Kreimer aporta a una lengua que faltaba. Cerca del realismo, ofrece un repertorio, un vocabulario, un sistema literario que permite reabrir algunas ideas sobre las posibilidades de la narración y lo necesario para contar ciertas cosas, para vincular topografías y tópicos. Por un lado, porque permite biografiar a personajes nacidos en los años ’40 y primeros ’50 que hoy rondan los sesenta años y son, quizá, la generación partida que gobierna en todos los niveles. Por otro, porque la facilidad con que transmite sensaciones con una primera persona aceitada y creíble, devuelve la idea de que hay narradores que pueden hacerse cargo de ciertos aspectos o zonas de la realidad que parecían rodar en silencio por el desierto.
A los personajes de Kreimer ni los espera ni los esperó nunca un destino de grandeza, ni trascendencia alguna. Salvo a Cinthia, pero apenas está, como que nunca estuvo. Los hombres quisieron hacer guita, las mujeres vivir de ellos o ingeniárselas para negociar algo con ellos. Casi como un drama ruso chejoviano pero a la vez cool o, como también puede leerse, como un melodrama latinoamericano que perfectamente podría transcurrir en algún country del México DF o en los barrios acomodados de Lima, Bogotá o Río.
A la crisis del varón heterosexual, que su generación soportó con mayor énfasis –a nosotros nos tocaron las migajas de un campo ya orégano–, Kreimer la elabora desde alguna puteada bien dicha, desde cierta resignación cargada de amabilidad varonil y de patetismo machista. ¿Todo le salió mal a Pedro Miller, o esa lenta decadencia no es más que una inevitable prueba de riesgos para adquirir el cielo, un pasaporte al más allá o un permiso para reírse de sí mismo? Miller tiene como su tío Mauro, y es otro de los aciertos de la novela, pasión por los autos. Su vida transcurrió entre subidas y bajadas del auto. La cupé Mercury, la Nova, el Chevrolet, la Siambretta 48, el Forcito 38. Toda la familia subió y bajó de estos automóviles, que unió el centro con el oeste.
Por iluminar una trama de personajes y al menos tres épocas, pero sobre todo por ofrecer un lenguaje que cobija la indeterminación cultural de las clases medias argentinas, Todos lo sabíamos va por el costado del camino, pero se une allá adelante, en el cruce, con la autopista principal.
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