TERRITORIOS
Tan divergentes como atraídos, Borges y Martínez Estrada coincidieron también de manera paradójica al pensar la ciudad de Buenos Aires desde la historia mítica: uno pensó la fundación, el otro su demolición. La ciudad actual, con o sin poesía, sigue planteando la vigencia de la pregunta de La cabeza de Goliat: si se demoliera Buenos Aires, ¿qué quedaría de nosotros?
› Por Luciano Piazza
Es común oír que Buenos Aires está mal diseñada, o que carece de planeamiento urbano. Ya es un lugar común porteño compararla con Montevideo, que está construida hacia el río, a diferencia de Buenos Aires, que le da la espalda. La construcción simbólica de la ciudad es menos frecuente como tema, pero de alguna u otra manera cada porteño tiene una opinión formada sobre qué representa mejor a su ciudad. Desde el fervor que generó Buenos Aires en las primeras décadas del siglo pasado, se ha escuchado mucho sobre los poetas que hicieron la “fundación mítica” de Buenos Aires. En cambio, con poca frecuencia se recuerda que Martínez Estrada escribió la demolición mítica de Buenos Aires, pocos años después de su fundación, y la llamó La cabeza de Goliat. Desde allí hablaba de la demolición parcial, a la que estamos acostumbrados en Buenos Aires en permanente cambio estético, a diferencia de una demolición total, para empezar de cero una ciudad planificada.
Toda ciudad ha sido mitificada en su momento de transformación en moderna urbe capitalista. Buenos Aires, post guerra mundial y post oleada inmigratoria, anónima e impersonal, fue la protagonista de la literatura moderna argentina. Buenos Aires de Arlt, de los González Tuñón, de Marechal, de Olivari y, entre otras, la de Martínez Estrada y la de Borges. A pesar de la distancia entre estos últimos, en sus proyectos literarios y en su ideología, coincidieron en habitar los extremos de la historia mítica de Buenos Aires: la fundación y la demolición. Para Martínez Estrada, “Buenos Aires no tiene su poeta ni su poema. Ni Whitman ni Las flores del mal”. En cambio, para Borges al menos existía Evaristo Carriego.
La “Fundación mítica de Buenos Aires” de Borges, poema que él mismo no apreciaba mucho, dejó algunos versos para citar en libros de turismo. En cambio, sí es posible leer una fundación de la ciudad mejorada en los ensayos sobre Carriego (Evaristo Carriego de 1930). Allí llenó el vacío de historia y la ausencia de fantasmas, y les inventó un linaje a las metáforas barriales. A la “Inscripción en los carros” le dio una genealogía universal. Si encontraba escrito en un carro “No llora el perdido”, disfrutaba de algunas interpretaciones, y lo ligaba a los misterios de Browning o a los de Mallarmé. A partir de ese ensayo los mentores de “La canción del barrio” fueron Blake, Hernández, Almafuerte, Shaw, Quevedo, entre otros. Así quedó, entonces, la prosapia del barrio ligada a Europa. El famoso desvío, perversión o estilo borgeano, estaba en ese intento de darle una ubicación a Buenos Aires en el mundo.
En el reverso de esa imagen de fundación se encontraba Martínez Estrada proponiendo destrucción para crear. Para él, Buenos Aires era la ciudad enferma y desmesurada que infectaba al país entero. El comprendía que ni la transformación ni la evolución son soluciones. La única salida es demoler, pensar un proyecto de ciudad a largo plazo y empezar de cero. Su creación mítica surge como una necesidad de sintetizar el problema político del país. Partiendo de esa excusa, recorre la ciudad recogiendo el malestar cotidiano que puede tener cualquier ciudadano: “Los habitantes de Buenos Aires somos sus inquilinos, la ciudad es una inmensa casa de departamentos donde nada nos interesa de nadie”.
Desde esa percepción construye un imaginario de sufrimiento y opresión: una ciudad como cárcel, cuyos carceleros se han olvidado de su existencia; ciudadanos alienados que no se interesan por la realidad de sus vecinos; vigilantes como robots a los que hace funcionar el trajín de la urbe; una ciudad inestable que reposa debajo de otras, y, debajo de todas, está la amenaza de la pampa. Diez años después del Carriego de Borges, Martínez Estrada escribía: “Palermo es todavía una fiesta con invitados que han olvidado el objeto de la visita”. Casualmente, la ciudad ha cambiado, sin demoler la condición de posibilidad para su sentido del humor.
En aparente oposición a la tradición poética moderna reniega de la condición poética de las grandes urbes, sentenciando: “Buenos Aires es destructora de poesía y no creadora”.
La tradición en la que se inscribe Martínez Estrada es la línea de Echeverría, Gutiérrez y Sarmiento, porque jerarquizaba, sobre cualquier principio constructivo del pensamiento, al espíritu libre. Un rasgo más frecuente en el siglo XIX que en el siglo XX. La cabeza de Goliat goza ante todo de la libertad de no tener otro parámetro que el de su poeta. Sólo se le pide al lector que resuelva un interrogante: “Si se demoliera Buenos Aires, ¿qué quedaría de nosotros?”. Disfrutar del recorrido que el pensamiento realiza a partir de esa propuesta no requiere de mucha más preparación que la voluntad de dejar vagar la imaginación. Así podríamos reconocer las napas de las ciudades improvisadas unas sobre otras, la demolición de la noche y la reconstrucción durante el día. Ejemplos de esas cicatrices en la ciudad, abundan: manzanas demolidas por la mitad por el inacabado plan de autopistas de Cacciatore; la reciente demolición de la Casa Benoit en pleno casco histórico (la que habitó el autor del diseño de la ciudad de La Plata), y entre otras la mediática demolición del ex albergue Warnes, devenido en una zona de compras y de paseo.
Es una pena que Martínez Estrada no se haya cruzado con la lectura del “Plan Director de la Ciudad de Buenos Aires”, el que Le Corbusier y sus discípulos circularon entre los años ‘20 y ‘40. Allí proyectaban Buenos Aires como la “ciudad de los negocios” y proponían, entre otras cosas, la concentración de la ciudad con alta densidad en el casco histórico y la organización del resto en ciudades satélites. En 1947 Le Corbusier publicó la introducción a este plan en el que recordaba sus impresiones sobre Buenos Aires, recogidas en su visita de 1929. Allí describía la enfermedad que padecen todas las grandes ciudades, y particularmente Buenos Aires, la ciudad destino de Sudamérica, más enferma que ninguna, que “ha sufrido en su crecimiento relámpago el asalto acelerado de los errores”. Casualmente la llamó “La Ciudad Sin Esperanzas”. En la cual los hombres no podrían conservar ni aún la esperanza de días armoniosos y puros. A menos que Buenos Aires reaccione y actúe.
La cabeza de Goliat estructura la desdicha de los porteños a partir de una ciudad improvisada por la actividad económica de turno. Desde allí se anuncia la demolición de Buenos Aires como prueba necesaria de una civilización en construcción. La propuesta pretende ir más allá de lo simbólico, sale a la búsqueda de imágenes que inspiren la llegada de un David. Aunque se haya frustrado el proyecto de degollar a la nación, las metáforas y exclamaciones de Martínez Estrada se dejan leer con vigencia, como si no hubiera transcurrido más de medio siglo. Con facilidad podríamos divagar en la misma dirección que marcó sobre Buenos Aires y reconocer que esa ciudad está tan presente como la de los otros poetas que la mitificaron. A partir del más mínimo pensamiento coloquial y distraído, cada porteño podría continuar su colección de imágenes, con el desparejo crecimiento que sumó Buenos Aires en los últimos setenta años: las villas, Puerto Madero, los mil y un Palermos, cartoneros, graffitis, incontables autos, shoppings, cadáveres calcinados, un par de estaciones más de subte y lo que quiera agregar la lista personal de cada habitante.
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