Domingo, 15 de febrero de 2009 | Hoy
DEBATES
Si por un lado se suele agitar el latiguillo de que si los grandes escritores clásicos vivieran escribirían guiones para televisión, también se insiste en el potencial novelístico de muchas series de la más reciente producción norteamericana. Aun así, la Gran Novela Americana parece seguir siendo un asunto estrictamente literario. ¿O no? ¿O ya no tanto?
Por Rodrigo Fresán
No pasa semana sin que algún intelectual de renombre diga eso de “Si Cervantes/Shakes-peare/Austen/Dickens/Dumas/Proust viviera, hoy estaría escribiendo guiones para la HBO” o algo por el estilo. Y lo dicen con la misma feroz satisfacción con que el publicista Dan Draper ilumina un slogan cualquier noche de estas, en las oficinas de la agencia Sterling-Cooper, en cualquier episodio de Mad Men.
Semejantes afirmaciones un tanto alucinadas se continúan con un más acertado “vivimos una edad dorada de la televisión” para rematar con “la caja boba es inteligente”. Pero, enseguida, la cosa vuelve a complicarse cuando alguien suelta como si nada un “La Gran Novela Americana se escribe en estos días como guión de serie televisiva”. Y, así, otra vez, volvemos a sintonizar el colorido fantasma de Scherezade y el epiléptico ruido blanco del zapping.
Está claro que, hoy por hoy, la televisión ha incorporado lo mejor del gran cine (sí es posible pensar que si Mario “El Padrino” Puzo estuviera aún entre nosotros escribiría para la HBO y habría sonreído un cameo en Los Soprano), se ha quitado de encima tabúes y límites gracias a esa zona libre que son los canales de pago. Y que buena parte de los mejores actores y actrices a los que ya nada tiene para ofrecerles o pedirles un celuloide cada vez más adolescente y efectista (pienso en Glen Close en Damages o Gabriel Byrne en la tan tensa como reposada In Treatment) gravitan con naturalidad y gracia hasta la pantalla pequeña cada vez más grande y ocupando un espacio cada vez mayor en las salas de los hogares de esta nueva Gran Depresión. En los años ‘20, la gente buscaba olvidarse de todo con los lujosos musicales de Hollywood. Aquí y ahora, gratifican más los revolcones cortesanos de esa Dallas medieval llamada Los Tudor o el trance casi hipnótico producido por la jerga hermética de House, Bones o de la tarde o temprano inevitable fundación de CSI Palermo.
Y sin necesidad de salir de casa.
Pero: ¿la Gran Novela Americana? Y de ser así: ¿entonces se supone que Gran Hermano y cualquier otro reality son algo así como ejercicios vanguardistas de escritura automática?
No hace mucho, el escritor y guionista Richard Price (autor de varios capítulos de la serie) se refería a la magnífica The Wire como “esa gran novela rusa que transcurre en Baltimore”. Y sus palabras tienen su gracia: The Wire –posiblemente lo mejor que ha dado el formato en estos tiempos revolucionarios– bien podría llamarse La guerra y la guerra. Y, sí, hay algo de aliento tolstoiano en su ambición panorámica, en el perfecto trazado de personajes, en una trama que se expande y se contrae y no deja piedra sin voltear o esquina sin investigar. Pero no creo que sus intenciones pasen por ser una nueva especie de novela sino, sencillamente, por consagrarse como un nuevo estilo de televisión. Algo parecido a lo que la novela experimentó entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX.
“Esto no es televisión”, proclama, críptico, el lema de la HBO cuando en realidad debería decir: “Esto sí es, por fin, televisión y lo que la televisión siempre debería haber sido; disculpen, por favor, las molestias ocasionadas por la demora, prometemos que no volverá a ocurrir”.
¿Y cómo fue que empezó todo, cuál fue el momento en que la bestia comenzó a despertarse de ese largo y apenas interrumpido letargo? A mí me gusta pensar que lo que vivimos ahora nació con el Twin Peaks de David Lynch, el Seinfeld de Jerry Seinfeld y Los Simpson de Matt Groening. Cada una, a su manera, conseguía lo mismo: alterar para siempre nuestra idea de tempo dramático televisivo. Así, de pronto, un medio de lenguaje hasta entonces escolar, económico y legible, proponía las opciones de no comprender nada, de que no pasara nada y de que el desgastado territorio de la family sitcom se reinventara en un lujoso caos animado y amarillo donde se invocaban desde los espectros de los viejos y sangrientos dibujos animados al fantasma verdadero de Thomas Pynchon.
Ahí comenzó todo y aleluya. Pero creo que no es conveniente confundirse. De acuerdo: Band of Brothers podría ser una novela de James Jones, Six Feet Under una novela de Anne Tyler, Deadwood una novela Elmore Leonard, Battlestar Galáctica una novela de Dan Simmons, Mad Men una colaboración entre John O’Hara y John Cheever, Los Soprano una novela de George Pelecanos, Perdidos una novela de Philip K. Dick, El Ala Oeste una novela de Tom Wolfe, John Adams una novela de Gore Vidal, Mujeres desesperadas una novela de... pero no son novelas. Ni lo quieren ser. Y, atención, los guiones –que yo sepa– no los firma nadie que pueda demostrar
fehacientemente haber escrito la Gran Novela Americana. Tampoco creo que les interese: hay más dinero en escribir para la tele.
Y dos apuntes curiosos: ¿dónde están las adaptaciones catódicas de Grandes Novelas Americanas como Moby-Dick, El gran Gatsby, la Trilogía Snopes, Las aventuras de Augie March, la Tetralogía de Conejo, Falconer o Meridiano de sangre? Respuesta: en ninguna parte –queda clara que la agenda de HBO, Showtime, AMC & Co. es muy diferente a la de la BBC– y para qué complicarse cuando se pueden comprar bastardas y graciosas novelas de Charlaine Harris y Jeff Lindsay, ennoblecerlas y rebautizarlas como True Blood y Dexter y convertirlas en clásicos del video?
Y otra cosa: si se trata de insistir en la potencia novelística de la nueva televisión, ok, de acuerdo. Pero introduzco un matiz: las grandes series de hoy solo funcionan –novelísticamente hablando– cuando el espectador/lector dispone, por lo menos, de una temporada completa y puede administrar tiempos e intensidades como si se tratase de un libro. De otro modo, buena parte de lo mejor que se emite por estos días –semana a semana– resulta insuficiente y no satisface del mismo modo en que alguna vez lo hicieron los sucesivos capítulos de algún folletín victoriano. Así, no es que estemos viviendo una edad dorada de la TV sino una edad dorada del DVD. Créanme: se los dice alguien que tuvo la paciencia y la disciplina de esperar varios años a que concluyera Los Soprano y recién entonces irse a vivir, feliz, a esa casa de New Jersey durante un par de meses.
Volviendo a lo del principio: a la hora de la eufórica traslación espacio/temporal de los grandes titanes de la literatura, nadie se detiene a preguntarse si ellos serían felices con el cambio. Fitzgerald y Faulkner y Huxley y Mann y Yates –entre muchos otros– no la pasaron demasiado bien escribiendo para las cámaras de los grandes estudios.
Por otra parte y hasta donde yo sé, Hank “Californication” Moody todavía sueña con escribir la Gran Novela Americana.
Y quiere que primero la lean.
Y después, si hay suerte, que la miren por TV.
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