Hoy su obra es prácticamente desconocida e inhallable salvo en algunas librerías de viejo. Pero Valentín Fernando (seudónimo de Abraham Valentín Schprejer) llegó a obtener reconocimiento por varios de sus libros –en especial por la novela Desde esta carne– y participó en varias polémicas claves de los años ’50, entre Boedo y Contorno y la literatura de izquierda. Unas viejas carpetas halladas en una mudanza, una novela inédita que aún busca lectores, reactualizan la historia de este olvidado escritor. Historia contada aquí por su nieta, quien no llegó a conocerlo, pero empezó a reconstruirlo con emoción y sorpresa a partir de esos papeles ya amarillentos.
› Por Nina Jäger
La herencia literaria de Valentín Fernando no había encontrado todavía a su heredero hasta que me topé con sus papeles de casualidad en medio de una mudanza. Como sucede en Mi oído en su corazón, descubrí escritos que podían decirme mucho sobre mi familia y también sobre mi propio pasado. Una carpeta amarilleada que había sido olvidada hacía muchos años, varios sobres con cuentos, artículos en diarios y revistas, todo apareció para mí como un gran tesoro de lo desconocido, un baúl lo suficientemente profundo como para meterse a hurgar. Pero las carpetas no eran de un padre inédito, como le ocurrió a Hanif Kureishi sino de un abuelo escritor, al que por un desfasaje de diez años entre su muerte y mi nacimiento no llegué a conocer. Sin buscarlos y como si me llamaran a cumplir con una tarea predestinada, me encontré después con una novela suya en una librería de usados en San Telmo y con un número de la revista Sur donde él escribió. Y así esos papeles no sólo iban a decirme cosas de mi pasado sino que también me iban a proponer un futuro literario posible. Porque entre esas carpetas dejadas de lado por cuestiones familiares ajenas a la literatura (mudanzas, agonías, exilios, detenciones) había una novela inédita que una enfermedad y una muerte prematura le habían impedido publicar. Eso fue motivo suficiente para apropiarme de la herencia que el seudónimo de un abuelo que no conocí tenía para ofrecerme. Y a medida que empecé a sacar papeles del baúl la lista de motivos para elegir heredarlo fue creciendo sin parar. Tanto que terminé por fantasear que finalmente, en realidad, lo conocía.
Valentín Fernando, escritor, se llamaba en la vida no literaria Abraham Valentín Schprejer. Al final de su vida breve, el nombre elegido le había servido para firmar más de media docena de novelas, algún libro de cuentos, relatos publicados en diarios y revistas y artículos críticos sobre cine y literatura.
La primera dificultad al intentar conocer la vida literaria de mi abuelo estaba en reunir en una sola figura un nombre y un seudónimo que se diferenciaban sobre todo por el judaísmo (o la falta de él). Valentín Fernando eligió tener una doble identidad, como muchos otros de su generación, para no tener que dar explicaciones ni soportar posibles (y más que probables) prejuicios en un medio hostil a sus orígenes.
Pero el cambio de nombre solamente le facilitó las cosas en alguno que otro medio. No lo usó para negar su origen, ni en la literatura ni fuera de ella. De todos modos, estaba lejos de ser un escritor que se ocupara solamente de los temas que atañen a sus raíces. En sus novelas hay personajes judíos: Fernando se apropió del tema y lo usó con fines literarios.
Las reflexiones de un personaje suyo sobre el judaísmo no sólo aportan al destino fatídico de la novela y sus personajes, sino que además ilustran bastante bien la actitud de Fernando en ese aspecto. “Primero existe un odio que ellos mismos no entienden, que no saben cómo manejar ni por qué lo sienten. Es como si hubiesen nacido con él. Sí, sé que vos no sentís eso. Vos sos tan judío como yo, y yo casi tan cristiano como vos. Los que interesan son los otros, ese conjunto de muchachos que de pronto maduran, sí, esa es la palabra, que maduran en bestias llenas de odio. Pero en mi caso el odio es doble porque yo no me escondo. No les tengo miedo, y la crueldad que se saciaría en la primera ocasión frente a un individuo cobarde, de pronto crece por la sorpresa que experimentan y hasta por un inconfesado temor ante un adversario que no esperaban.”
Comenzó a publicar con sólo 25 años, en 1946. Con su primera obra, La calle tiene sus hijos, que no pudo salir a la venta porque la policía la incautó bajo la inculpación de contener expresiones inmorales, ganó el primer premio de prosa organizado por Emecé y la revista Contrapunto. Ese mismo año también dio a conocer la novela El ancho camino, con la que algún tiempo antes había obtenido una mención en el concurso del diario Noticias Gráficas. Las requisas policiales en librerías hacia el fin de la década del 40 y comienzos del ‘50 entorpecieron la circulación de varias de sus novelas, incluso de las que no fueron reprobadas por la censura. Cara o seca (sic), novela que legalmente no había sido señalada por el dedo, tuvo que venderse a escondidas por el miedo que tuvieron los libreros a partir de la incautación en la librería El Ateneo.
Escribió cuentos y artículos para La Nación y para las revistas Contorno y Sur, entre otras. De ahí en adelante, su producción literaria no se detuvo. Publicó siete libros en vida (con la última novela, Baldío al Sur, fue finalista del Premio Planeta en 1972, cinco años antes de morir) y mereció una reedición por Sudamericana de la novela Desde esta carne, que conmemoraba los veinte años de su publicación original, en 1952. Como ya había ocurrido con su primer libro, la primera tirada de esa novela fue censurada e incautada por contener escenas de sexo y violencia explícitos. También se reeditó, muchos años después de su muerte y gracias a la intervención de su hijo mayor, en ese momento dueño de la pequeña imprenta que lo publicó, la novela Tiempo del miedo, en 1994. Hoy su obra sigue intentando esquivar la muerte con esa novela que quedó sin publicar y que azarosamente llegó a mis manos.
Actualmente su obra es prácticamente desconocida y tampoco es leída en los círculos académicos. Y eso sorprende porque familiarizarse con su escritura nunca deja de valer el esfuerzo de buscar algún libro suyo entre los usados más viejos. Pero en los tiempos de Fernando su obra circuló mucho y mereció intervenciones críticas de escritores que hoy son muy reconocidos. Entre otros, Carlos Correas escribió sobre él en la revista Las ciento y una y Juan Sasturain reseñó varias de sus novelas en el diario La Opinión. Además de autor conocido y apreciado en su momento, Fernando fue un pionero en sus opiniones y valores literarios. Son conocidas las operaciones de rescate de la obra de Roberto Arlt que hizo la revista Contorno. Pero Contorno nació en 1953, y antes de eso ya alguien se había preocupado por la poca circulación de su obra. En 1946 Fernando publicó en la revista Todo, que dirigía Bernardo Kordon, una nota sobre Roberto Arlt, la literatura argentina, el realismo y las representaciones urbanas.
El rescate de un escritor hasta ese momento dejado de lado no era solamente un acto de justicia literaria. Era también una manifestación de gusto y preferencia (Arlt fue siempre una de sus más grandes admiraciones) y una total declaración de principios organizadores de la propia obra. En 1949, en una versión más extendida, el artículo volvió a salir en la revista dirigida por Bernardo Kordon, Davar, donde Fernando se permitió escribir un parágrafo entero con reflexiones sobre su propia escritura, y así sentó las bases de muchas de las cosas que escribió después, entre ellas su respuesta a los críticos “dientes de leche” –mote con el que él mismo los calificó por su corta edad, aunque él no era ningún veterano en ese momento y lamentablemente nunca llegó a serlo– acerca de Desde esta carne, probablemente su novela más lograda y de seguro la de más circulación.
De la figura de Arlt eran tentadores varios aspectos diferentes, pero probablemente el más aprovechable para Fernando (y tal vez incluso para toda la generación de Contorno también) era el que le permitía pensarse a sí mismo como un escritor y a su tarea de escritura como un verdadero oficio. Porque el trabajo de escritor era para Fernando lo que realmente tenía que ocupar su tiempo. Todas las demás preocupaciones eran distracciones molestas que no hacían más que desviarlo de lo que él mismo llama, referido a Arlt, el “impulso hacia su destino”. Fernando se sirve de las ideas de Sherwood Anderson para sacar a la luz en un artículo de rescate literario esa incomodidad suya que ya hacía tiempo se había vuelto evidente: “Cada día se hace más preciso que hay hombres que nacen sólo para escribir”. Y si bien se cuenta en la familia que él siempre se enorgulleció de no haber tenido nunca que pagar para ser publicado, mérito muchas veces difícil de lograr, también se lamentó no haber podido ganarse la vida con las palabras y tener que atender, siempre desganado, a los clientes de su farmacia en Villa Caraza, que asiduamente interrumpían la escritura en la que se sumergía en el cuartito de atrás de su negocio.
Pero para él las relaciones entre la vida y la literatura eran mucho más que eso. En los tempranos ‘50 Fernando asistió a muchas funciones con debate en el Teatro del Pueblo y a tertulias literarias en librerías o en casas de escritores. En una de esas veladas (por fallos en la memoria nunca pude terminar de averiguar en casa de quién), Valentín Fernando conoció a una mujer. Era una cordobesa (polaca, en realidad, pero con acento cordobés), farmacéutica como él, que había venido a Buenos Aires hacía pocos meses. Una amiga la había invitado a esa peña en la que se interesó rápidamente por un escritor joven que se acercó a charlarle. Terminó por ser, después de poco tiempo, su segunda esposa (vía México, por falta de leyes de divorcio vincular) y, más tarde, madre de sus dos hijos y abuela de sus cuatro nietos, a tres de los cuales él no llegó a conocer.
Pero además, para Fernando una cosa era elegir como oficio la escritura y así tener que –o querer– dejar de lado las demás ocupaciones, y otra muy distinta era olvidarse, por esa razón, de que existe un “afuera” de la literatura que incluso es, o uno pretende que sea, parte importante de ella. A propósito de Desde esta carne, los críticos “dientes de leche” señalaron unas malas, falsas o poco realistas resoluciones novelísticas que Fernando se encargó de derribar. “Pretender que yo escriba otra cosa porque la literatura nacional tiene que ser otra cosa es ignorar crasamente el problema literario y humano, lo que es más lastimoso aún. Sobre todo es ignorar de plano la cuestión primera del creador: el hombre en libertad, el espíritu en libertad.” Y esa libertad para Fernando estaba íntimamente relacionada con una función inconsciente: la manera en que el artista aprovecha lo que procesa a partir de lo que ve o imagina.
Ya en una de sus primeras novelas, El ancho camino, Fernando hizo hablar a los personajes con la vehemencia justa y así logró que los hilos de las marionetas no se descubrieran, aunque a veces lo pagó con algo de grandilocuencia. “Me revientan los tipos que buscan la vida adentro de los libros, de la música. Mejor dicho, los que la buscan sólo en ellos. Introvertidos, egoístas, viviendo solamente dentro de cuatro paredes, hablando del frescor del alba sin haber trasnochado en su perra vida, hablando del amor como si tuvieran que aplicar un código penal seco y estridente, creyendo que el arte y la música son meras fabricaciones intelectuales, sin saber que se necesita tanta virilidad para hacer una sonata como para hacer un hijo. Esos tipos secos, candidatos prematuros para algún convento o monasterio, rascapapeles y eruditos de pacotilla sin saber por qué, moralistas, tránsfugas, tipos sin sangre.”
Y fue tal vez esa vehemencia lo que faltó en el final de su vida. Con dos infartos recientes, grandes problemas económicos, una hija exiliada y un hijo preso, Valentín Fernando vivió sus últimos días sumido en una gran depresión, que ni sus veinticinco años de psicoanálisis pudieron paliar.
Uno de sus cuatro hermanos, que en ese momento vivía en Rio de Janeiro, quiso sacarlo de la depresión haciéndose pasar por una editorial brasileña que requería sus cuentos para publicar en una revista. (Pasaron muchos años, incluso Fernando ya había muerto, cuando su hijo –mi tío– viajó a Brasil y allí supo por boca de ese hermano de su padre la verdad, e inclusive recibió los cuentos manuscritos). Menos de una semana antes de su muerte, el hijo le pidió que hiciera un intento por salir a flote. Pero la motivación en él ya se había acabado.
En el tomo sobre la época del peronismo clásico de la colección Literatura Argentina del siglo XX, Guillermo Korn escribió un artículo sobre Valentín Fernando y Bernardo Kordon. Es una de las pocas intervenciones críticas de los últimos años que lo incluyen o siquiera lo mencionan.
Korn se encarga, de un modo muy justo y acertado, de remarcar a Fernando como un rediseñador de la ciudad porteña desde la literatura. Pero a Fernando no le alcanzaba con lograr una configuración porteña de sus personajes, de sus espacios ni de su escritura.
“Toda literatura que quiera trascender, cualquiera sea su latitud y su tiempo, tiene que tomar el camino de la universalidad.” Tal vez en este aspecto está lo más criticable de la obra de Fernando, el punto en el que no terminó de lograr lo que buscaba. Porque sus obras no son universales, como él lo hubiera pretendido. Son eminentemente porteñas. No por transcurrir en ambientes de barrio o, como observó F. J. Solero en Sur, por lograr captar la esencia misma de Buenos Aires. La escritura de sus novelas es de por sí porteña, aunque el uso del lunfardo sea a veces un tanto torpe. Fernando mismo adopta para sí el lugar de porteño a la hora de escribir. Y no sólo por ser, como dijo recientemente Vicente Muleiro, “autor de una de las pocas obras sobre el entramado profundo del 17 de Octubre de 1945” (El día de octubre). Todos sus textos tienen olor a río y aire de bandoneón, así no suene un solo tango. Y si bien él probablemente no hubiera renegado de todo eso, que claramente era una parte importante de sus intereses a la hora de escribir, tampoco se acerca a esa universalidad que pretende como trascendencia, si es que en realidad ese programa es realizable. Porque tal vez el error no tenga que ver con un esquema que no logró aplicar en las novelas sino con la idea misma de un universal necesario para la trascendencia de la literatura, con el supuesto de que no alcanza con escribir buenas novelas porteñas para merecer un reconocimiento a largo plazo.
La mirada de Fernando, que creía firmemente en una militancia desde la escritura, nunca dejó de lado temas socioculturales contemporáneos a él. De todos modos no quiso identificarse ni quiso que se lo identificara con la tradición del grupo de Boedo. Su realismo no es moralizante ni preceptivo y ésa puede haber sido una razón para que los críticos “dientes de leche” lo acusaran de una deficiente representación de lo real. Porque la aflicción, es cierto, gobierna sus novelas (y más aún sus cuentos) y pocas veces los personajes pueden salir de la oscuridad y de la precariedad socioeconómica, que finalmente tampoco los redime.
Especialmente en Desde esta carne, pero en general en toda su obra, a Fernando le interesaban temas relacionados con el sentimiento moderno en la ciudad. La antinomia carneespíritu, en la que para él Arlt se destaca como ningún otro, se hace lugar dentro de un entramado sociocultural de época que domina la narrativa de Fernando. “Eramos como dos animales que se buscaran pero jugando, dos animales salvajes que sabían que detrás de la ficción estaba la aventura, nuestra aventura. Porque después de caminar varias cuadras, cerca de una pensión de altos muros amarillos (era el mismo camino de aquella noche, desde el puerto), me fui acercando, sin querer, y me di cuenta de que ella avanzaba cada vez más despacio; y así, en medio de la pradera, me fui sintiendo salvaje, y puro, salvaje y puro, desatado en mi ansia de aquella muchacha vestida de blanco, en busca de la libertad. Y nos quedamos sin palabras, porque las palabras existían ya.”
Antes de encontrar sus papeles, para mí la identidad de mi abuelo era un nombre, Abraham Valentín Schprejer, y una corta serie de anécdotas. Sabía que había muerto joven y que su hija, mi madre, se había despedido de él mientras se subía a un avión, casi de improviso, rumbo al exilio, intuyendo que probablemente no volvería a verlo. Y un día esas palabras que ya existían hacía muchos años me presentaron una identidad nueva, un seudónimo que había participado en épocas y en círculos que yo había conocido en los libros.
“Los americanos (...) nos ponemos a trabajar (...) complaciéndonos con nuestra misión de huérfanos, sabiendo que no tenemos antepasados y que, si surgen, en nuestra condición de semidioses, debemos ahogarlos, sepultarlos, olvidarlos”, escribía F. J. Solero sobre Desde esta carne en 1953 en Sur. Nada más acertado a la generación que esta orfandad literaria, la falta de padre artístico en el americano de mediados del siglo XX, tema que Fernando abordó en varias oportunidades en novelas y artículos.
Y justamente su novela inédita lleva por título América, padre y narra, desde una primera persona que funciona casi como un alter ego del autor, la muerte del padre. Para el americano éste no puede estar, como planteó Solero, sino muerto o agonizando. Y parece que la novela inédita de Fernando viniera a confirmarlo.
“Me dijeron la noticia por teléfono. Era la voz de mi hermana mayor. Yo había descolgado el auricular con indiferencia. No había nada que llamara mi atención en la tarde que se deslizaba mansa. Además, nadie esperaba nada inmediatamente. Hubiera podido vivir cinco, diez años más sin sobresaltos, y tal vez en cierto instante, sin que nadie se diera cuenta, el sabor agrio de sufrir las cosas se hubiera transformado en el dulce gusto de la muerte.” En la voz de un narrador que rememora parte de su infancia y que también cuenta lo que sabe de la vida de su padre, inmigrante en América, se lee un reencuentro con lo propio y un acierto en el lenguaje de una memoria personal.
Y esto no es solamente porque en la versión no corregida de América, padre pueda leerse en clave autobiográfica. Al principio los personajes llevaron nombres de personas que existen o existieron en la vida de mi abuelo (sus hermanos, sus padres, su esposa, sus hijos). Pero evidentemente él se dio cuenta de que para contar esa historia no era necesario apropiársela, y entonces decidió cambiar, con letra manuscrita, la identidad de todos para contar una historia sobre personajes y no sobre personas. Aunque por momentos se olvidó de esos cambios y en cierto punto incluso dejó de hacerlos. Y eso hace todavía más difícil la tarea de entender sus notas casi jeroglíficas. Notas que, pienso, tal vez no escribía solamente para sí mismo. Porque se dice en la familia que mi abuelo sabía que él no llegaría a publicarla.
Abraham Valentín Schprejer falleció a los cincuenta y seis años. Con él, en principio, también murió Valentín Fernando. Pero el nombre, del cual quedaba afuera la mitad más importante de su identidad, murió con muchos años a cuestas de una profesión que, a su propio entender, no hizo más que quitarle tiempo de escritura.
El reconocimiento que obtuvo después de su muerte fue y sigue siendo injustamente pequeño. A las personas no se las puede traer de vuelta de la tumba para rescatarlas del olvido, pero a los escritores sí. Incluso se los puede conocer después de muertos. Lo cierto es que a medida que escribía esta nota fui descubriendo la mayor parte de las cosas que hoy sé sobre Valentín Fernando. Por suerte para mí él dejó una novela inédita y así, tal vez, la posibilidad de volver a publicarlo y de no ser yo la única que lo conoce después de muchos años.
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