Onetti leído por Vargas Llosa es un plato sabroso difícil de resistir. A pesar de todo, en las páginas de El viaje a la ficción se alternan lecturas entrañables, exabruptos ideológicos y apreciaciones de avezado escritor que exceden largamente el origen académico del ensayo.
› Por Claudio Zeiger
El viaje a la ficción
Mario Vargas Llosa
Alfaguara
248 páginas
Hay –suele haber– detrás de los libros de Mario Vargas Llosa una historia secreta o, al menos, una entrelínea invisible que suele explotar tarde o temprano como si el lector pinchara un chinchulín y le saltara la grasita a la cara. Un cierto juego interno, una pelea del alma, en la que el escritor, en pugna, se traiciona y al mismo tiempo es fiel a sí mismo. Y esto va más allá de las declaraciones abiertas sobre la preferencia por un autor o una pasión arrolladora como la dispensada a Madame Bovary. Es lo que se puede rastrear una vez más en el juego de odio y amor con la izquierda en Historia de Mayta o la atracción por la desmesura del escritor-Dios en La tentación de lo imposible. Hay una lectura en espejo, un inevitable ida y vuelta que va tiñendo la escritura. Y en el caso de este libro dedicado a “El mundo de Juan Carlos Onetti”, como reza el subtítulo de este viaje a la ficción, la entrelínea estalla en una nota al pie, donde Onetti y Vargas Llosa se cruzan produciendo un chispazo de cortocircuito. Tras señalar que circulaba una anécdota en la que, según Onetti, lo que los diferenciaba era que mientras Vargas Llosa tenía relaciones matrimoniales con la literatura, él mantenía un vínculo adúltero, agrega a pie de página: “Me consta que esta anécdota es cierta, pues yo mismo se la oí. Hay otras que se le atribuyen respecto de nosotros dos que es difícil saber si realmente ocurrieron o si forman parte de su mitología. Cuando mi novela La casa verde ganó el Premio Rómulo Gallegos, en 1966, y Juntacadáveres quedó finalista, dos novelas que giran sobre el tema del prostíbulo, habría dicho que era normal que ganara yo, porque mi burdel tenía una orquesta y el suyo no...”. Y sigue contando otra en la que refiere que Onetti habría dicho que le regaló sus dientes a Vargas Llosa. Pero entre una literatura con o sin orquesta parece cifrarse la diferencia entre ambos o, mejor dicho, desde qué clase de novelista lee Vargas Llosa a otro novelista. No por nada, siendo tan buen lector, culto y apasionado sin reservas, Vargas Llosa parece retroceder frente a los excesos de tortuosidad de Onetti, cuando su estilo y sus tramas se vuelven intrincados, laberínticos o ambiguos a ultranza. Vargas Llosa es escritor de arquitecturas complejas pero límpidas, de relojería precisa, formado en la tradición de la gran novela antes que cultor de la antinovela. Por momentos, el pozo existencial de Onetti lo abisma, así como lo escandaliza eso que llama su estilo “crapuloso”, su oscuridad, su mueca de burdel.
Onetti habría construido Santa María como refugio, escape de ficción frente a la insoportable realidad. Esta tesis que podría valer para el caso de la novela fundacional La vida breve, se torna discutible en otras obras que transcurren en Santa María, ya que esta ciudad mítica no “mejora” la realidad, no la corrige, sino que la empeora con énfasis. Vendría a ser el famoso salir de Guatemala para caer en Guatepeor.
Fiel a su nueva adquirida esencia de halcón, Vargas Llosa echa a rodar una peregrina lectura ideológica donde amalgama las utopías sociales de América latina y la necesidad de huir a un universo de ficción de parte de diversos escritores latinoamericanos, Onetti entre ellos. Y ya se sabe: nada detiene a Mario cuando lo gana el espíritu del Imperio. Dice: “América latina ha sido tierra propicia para toda suerte de utopías sociales, y los redentores sociales mesiánicos tipo Fidel Castro, el Che Guevara, el Comandante Cero y, ahora, el Comandante Hugo Chávez (n de r: ¡no te ibas a salvar, tú, indefinido Dictador bolivariano!) han encandilado más a los jóvenes y a las supuestas vanguardias políticas que los líderes y gobernantes democráticos... todo lo que sea sueño, fantasía, apocalipsis, fuga hacia lo imaginario, ha prendido en América latina con facilidad...”. Para terminar concluyendo: “América latina ha preferido también la imaginación a la acción, el delirio a la realidad, y así le ha ido”. Aunque no deja de reconocer, con el último aliento: “¡Pero qué hermosas fantasías ha sido capaz de generar!”.
Lo cierto es que después de tirarle por la cabeza al pobre Onetti con esta suerte de fatalismo telúrico de alcances latinoamericanos, poco y nada queda por decir. La lectura se quiebra, se astilla. Así y todo, creemos que la entrelínea de El viaje a la ficción sigue siendo la conexión especular entre dos formas de ser novelistas, dos formas que son bien diferentes pero legítimas, desde ya. Ese es el mejor y más auténtico recorrido —alternativamente con una lupa y un microscopio— por la obra de Onetti, deteniéndose en algunas preferencias, puntualizando algunas zonas luminosas favoritas (cuentos como “Bienvenido, Bob”, “Un sueño realizado” y “El infierno tan temido”) y rescatando en esencia la influencia de un escritor que muchos otros escritores admiraron en secreto pero reservándole siempre ese lugar oblicuo e intrincado como sus libros. Como Donoso, quizás, Onetti fue un capítulo personal del boom. Vargas Llosa le rinde un homenaje nada demagógico aunque se empecina en llevar agua para su molino. Pero, en fin, quizás ésa sea la diferencia entre tener y no tener orquesta.
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