El Extranjero > Mientras comienza el rescate de “los papeles cubanos” de Ernest Hemingway, que prometen ser reveladores, su compadre A. E. Hotchner rescata imágenes y máximas del hombre que supo convertirse a través de ellas en el escritor más mediático del siglo XX.
› Por Rodrigo Fresán
La buena vida según Hemingway
A. E. Hotchner (recopilador)
Belacqua
Barcelona, 2008
147 páginas
Las fotos de Ernest Hemingway –las fotos que le tomaron o le sacaron a Ernest Hemingway, las fotos a las que Ernest Hemingway se expuso de buena gana para que, sí, lo revelaran al mundo– son hoy parte inseparable de su obra. Ningún escritor posó tanto, con tanta dedicación, entusiasmo y gozo para las cámaras y, probablemente, la prosa tan visual de Hemingway haya requerido de semejante apoyatura en ocasiones positiva, muchas veces negativa.
Así, puede afirmarse que Hemingway fue un consciente y astuto enfocador de sí mismo casi desde el principio de la leyenda. Alcanza con comparar las fotos de Hemingway con las de los otros dos ángulos de la Santísima Trinidad de la Literatura Made in USA: Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner. Puestas junto a las fotos siempre movidas y en movimiento de Hemingway, las de Fitzgerald son siempre estáticas, correctos retratos que desbarrancan hacia lo patético (aquella postal navideña de Scott junto a Zelda y a Scottie, los tres levantando sus piernas en un cancán doméstico con arbolito al fondo; o aquella otra con sombrero charro en la frontera mexicana) o proféticamente peligrosas (Faulkner vestido como gentleman cazazorros montando el caballo que lo arrojaría hacia la muerte). Pero uno y otro, por lo general, sonríen y miran fijo desde escritorios. Un poco incómodos, acaso sabiendo que no hay cosa menos interesante que contemplar a un buen escritor haciendo lo que mejor hace. El cuarto hombre -–y según Faulkner el mejor de ellos por la ambición de su inevitable fracaso– fue el literariamente expansivo y literalmente gigantesco Thomas Wolfe, y sus fotos cumplen la función de poner las cosas a escala. Así, nos enteramos de que el manuscrito Del tiempo y el río le llegaba casi hasta su altísima cintura y que podía cambiar las bombillas del techo sin necesidad de subirse a una silla.
Pero, claro, la diferencia entre Fitzgerald & Faulkner & Wolfe y Hemingway -–quien habló mal y escribió peor sobre sus tres “rivales” de safari en numerosas oportunidades– radica en que los tres primeros soñaban con escribir la Gran Novela Americana, mientras que Hemingway decidió que primero había que convertirse en el Gran Escritor Americano y, una vez logrado ese objetivo, lo de la Gran Novela Americana caería por sí solo. Lo que obtuvo Hemingway se llamó Por quién doblan las campanas y no es lo mismo una Gran Novela Americana que una Novela CinemaScope.
Así, en sus fotos, Hemingway aparece cazando, pescando, boxeando, toreando, abrazando, bebiendo, combatiendo, sonriendo siempre, con todos y cada uno de sus dientes, esa sonrisa todavía más automática y desesperada que la de Tom Cruise. La sonrisa, sí, de alguien consciente de que, en alguna parte, cerca, alguien dispara una cámara para volver a robarle un poco de su alma. Hemingway supo o decidió que las fotos de un escritor tenían que ser fotos que contaran, que pudieran verse como si se las leyera, como si se tratara de cuentos instantáneos.
El libro La buena vida según Hemingway –manual de autoayuda para machos, álbum de recuerdos y recopilación de, en su mayoría, mandamientos incuestionables que apenas alcanzan a disimular slogans de un hombre patológicamente inseguro o tan seguro de sí mismo como para bordear la alucinación del demente-– desborda de fotos hemingwayanas. No está mi favorita (aquella que, creo, le sacaron para Life y donde se lo ve en el para él inesperado invierno de su descontento, pateando una lata por un camino de montaña) pero hay muchas otras que vale la pena contemplar con ternura y piedad.
Lo que Hemingway dice y afirma es otra cosa y, por lo general, produce irritación y pena. Máximas mínimas y frases hechas de un hombre deshecho. Ya me había ocurrido con aquel Hemingway On Writing (recopilación de sentencias justicieras hecha por Larry W. Philips en 1985) y vuelve a ocurrirme ahora. Está claro que cuando Hemingway abría la boca la abría como quien patea una puerta y buscando -–y encontrando enseguida– la atención de la concurrencia. Hemingway como el sueño húmedo de un periodista en busca de titulares o de un publicista de Madison Avenue. Y no es que Hemingway no haya dicho cosas inteligentes -–uno de sus consejos más admirados por mí es aquel proverbio por una vez casi zen de “Nunca te creas una buena crítica porque entonces estás obligado a creerte las malas”– pero no era algo común o habitual. La mayoría de las veces -–escojo al azar dichos rescatados por su compadre Hotchner, autor del bestseller-memoir Papa Hemingway, de la muy buena novela King of the Hill (filmada por Steven Soderbergh hace años) y socio de Paul Newman en el negocio de las ensaladas benéficas– dan ganas de mirar para otro lado, de bajar la vista y, finalmente, de seguir leyendo.
Aquí van algunas de ellas que el célebre “detector de mierda” de Hemingway evidentemente no pudo detectar: “Sólo conozco dos reglas absolutas acerca de la escritura: una es que si haces el amor mientras estás atascado en una novela, corres el peligro de que las mejores partes se queden en la cama; la otra es que la integridad de un autor es como la virginidad de una mujer: cuando se ha perdido, no se recupera nunca”, “La prueba definitiva de un libro es cuánto material bueno le puedes quitar”, “Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”, “Escribir y viajar, además de ensancharte las miras, te ensanchan el culo, así que prefiero escribir de pie”, “El impreso de las carreras es el verdadero arte de la ficción”, “Nunca confundas acción con movimiento”, “¿Por qué a los buenos toreros les tocan siempre los buenos toros?”, “Me podrás enseñar cómo se escribe, cómo se dispara o se hace el amor, pero nunca me podrías enseñar cómo se entra en una bahía”, “Para ser un buen padre hay una regla: cuando tengas un hijo, nunca lo mires durante los dos primeros años”, y mejor me detengo aquí porque la prueba definitiva de un buen artículo de revista es cuánto material bueno le puedes quitar o algo así. Y Hemingway es tan bueno disparando comillas...
Las fotos, en cambio, producen la sensación casi pornográfica de contemplar a alguien tan preocupado por actuar de Hemingway. El que ese alguien sea Hemingway no es otra cosa que la exhibición más terminal y grave de ese mal que de tanto en tanto ataca a los escritores. La necesidad de parecerse lo más posible a sus personajes hasta confundir los límites entre fiction o non-fiction.
Hemingway intuyó que la inspiración no era para siempre, escribirse a sí mismo exhibiéndose como trofeo de caza. Buena parte de sus relatos, está claro, lo ha sobrevivido con ese coraje al que –acertadamente o no, aunque suena bien– definió como “gracia bajo presión”. Y, para mí, su inacabada y cortada y editada póstumamente novela El jardín del Edén (1986) seguirá siendo su mejor libro –por encima incluso de la gran The Sun Also Rises– por más que los adoradores del tótem me acusen de idiota o de snob. Una Pequeña Gran Novela Americana. Diré en mi descargo que Philip Roth y John Banville piensan igual: hay en El jardín del Edén una fragilidad, un miedo, un misterio, una preocupación por lo que se siente en lugar de por lo que se dice, que no se detecta en ningún otro Hemingway. Y, en El jardín del Edén, hay también un elefante funcionando -–en un relato paralelo, sucesivos inserts que va recordando y escribiendo el personaje escritor– como una de sus mejores y más sutiles metáforas. Algo mucho más elegante y revelador y sincero que, pienso, el un tanto artificial y artificioso pez espada de El viejo y el mar. Hemingway, por supuesto, no se privó de afirmar en su momento que El jardín del Edén sería “mi novela proustiana pero mejor que Proust, porque estará escrita como por un Proust que estuvo en la guerra y le gusta follar y se ha enamorado”. Sí, ajá, claro. Hemingway no llegó a terminar el libro, lo abandonó cuando se sintió “confundido” por la ambigüedad sexual del protagonista, aunque no se quedó con las ganas de matar al elefante. Pero en El jardín del Edén, por una vez, el joven aprendiz de cazador es un delator y no un héroe y traiciona con su pequeñez la grandeza del animal.
En La buena vida según Hemigway (elegantemente editado por la editorial Belacqua, de Barcelona, publicado justo cuando empiezan a rescatarse los –dicen–, muy reveladores papeles cubanos del autor) hay, por supuesto, una foto de Hemingway con elefante en Cuba. En ella, Hemingway asume la estampa de dueño de circo y el elefante, obediente, se para sobre sus patas traseras. Tal vez -–seguro– sea idea mía, pero el elefante tiene cara de estar pensando, hemingwayanamente, algo así como “Nunca le apuestes a un animal que habla, excepto si eres tú mismo” y que a toda buena vida le puede llegar su mala muerte.
Mientras tanto y hasta entonces –la distancia que hay entre el click del disparador y el bang de un disparo– mantener este libro lejos del alcance de los niños, no intentar hacer en casa lo que hizo su autor, y una vuelta de mojitos para todos.
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