Domingo, 15 de marzo de 2009 | Hoy
Publicar una selección de (casi) los cuentos completos escritos a lo largo de su carrera expuso a Ana María Shua a la vertiginosa tarea de volver a leerse, aunque más no sea para corregir galeras, enfrentarse a sí misma, a la que escribió y no volvió a mirarse reflejada en lo escrito. El resultado es la antología Que tengas una vida interesante (Emecé), una muestra de que Shua es de las más destacables cuentistas argentinas. Que disfruten de una entrevista interesante.
Por Patricio Lennard
Ana María Shua prefiere sentarse dándole la espalda al ventanal desde el que se puede ver lo feas que son también las azoteas en Recoleta a plena luz del día. Así –se preocupa por aclarar– evita que el resplandor le dé en la cara, mientras revuelve el té. Librados de la habitual charla de café, la cita es en su casa y Shua hasta se complace en mostrar el rincón de ciencias naturales que tiene en la biblioteca, con un murciélago embalsamado, una cabeza de yarará, una raya en formol y algunas otras rarezas. Pero en la mesa del living no hay más que dos tazas de té y sobrecitos de edulcorante, debidamente decapitados, y un grabador grabando el tintineo de las cucharitas o el chiflete del viento colándose en ese piso 14 por alguna ventana no del todo cerrada. Hasta que se desliza la primera pregunta, y poco tarda en aparecer la risa de Ana María Shua cuando dice que releer casi todos sus cuentos –reunidos ahora en una antología personal titulada Que tengas una vida interesante– fue una experiencia ante todo perturbadora.
–En algún sentido sí, porque una puede romper o esconder, si se le da la gana, las fotos en las que ha salido mal o en las que aparece gorda o fea. Y la tarea de decidir cuáles eran mis “cuentos completos” tuvo algo que ver con eso. Ahí tomé real conciencia de que en mi primer libro, Los días de pesca, hay algunos de mis mejores cuentos y otros que no son más que ejercicios de estilo. En realidad, yo jamás me releo, sólo si tengo que corregir pruebas. Me aburren mis libros porque ya sé todo lo que dicen. Y no sólo eso: cuando releí las pruebas de imprenta de Que tengas una vida interesante me pasaron dos cosas igualmente deprimentes: o bien me gustaba mucho lo que estaba leyendo, y pensaba que antes escribía mejor y que nunca más me iba a salir así, o bien no me gustaba en absoluto y decía: “¡Qué vergüenza! ¡Cómo pude publicar esto!”.
Pero no por eso Shua sucumbió a la tentación que Borges despuntó con pulsión casi maníaca a lo largo de su vida: corregir lo publicado. “El verdadero momento de relectura fue la corrección de las pruebas, porque no leí todos los cuentos antes de dárselos a mis editoras. Ya me había pasado con otros libros míos intentar mejorarlos y fracasar, porque me es imposible modificar algo que escribí hace muchos años. Lo intento y fracaso. Los empeoro, incluso. Saco un ladrillo y se viene abajo una pared. Y si cada escritor tiene su don, yo diría que tengo el don de la buena prosa. Pueden ser buenos o malos mis cuentos, pero nunca van a estar mal escritos. Quizá por eso la reescritura no tiene sentido en mi caso.”
Leyendo el conjunto, algo que Shua percibe es que con el tiempo ha ido dejando atrás los cuentos fantásticos. Un registro que hoy sigue cultivando en la minificción (siendo ella uno de los máximos referentes en la Argentina de ese género en el que descollaron Juan José Arreola y Augusto Monterroso), y que en sus relatos más largos suele manejar con irreverencia e ironía. Si no, basta detenerse en un cuento como “Vida de perros”, incluido en Como una buena madre (2001), en donde el narrador es el séptimo hijo varón de una familia judía y antiperonista que tiene la mala fortuna de ser ahijado de Perón y convertirse en lobisón cada víspera de Sabbath. O en el brillante relato que le da título a su libro de 1998, Viajando se conoce gente, donde plantea que en el futuro los viajeros, cansados de siempre más de lo mismo, o bien tendrán la suerte de hallar algo del fenecido exotismo terrestre en el espacio, o bien conformarse con el resabio aventurero de saber que en los viajes se conoce gente. “Hice un avance o quizás un retroceso hacia el realismo”, puntualiza Shua, quien no ve una decisión deliberada en ello. “Aunque creo que un cuento siempre es una especie de transacción entre lo que el escritor se propone hacer y el resultado final, que nunca es exactamente lo que pretendía. Uno piensa que tiene el cuento en la cabeza y que lo tiene, incluso, con las palabras y todo. Pero cuando empieza a escribirlo se produce un efecto extraño y las palabras –que al principio parecían tan claras y definitivas– se derriten, se desmenuzan y aparece otra cosa. Aparece el verdadero cuento.”
Ana María Shua empezó a escribir cuando era una niña. Ya a los 7 años garabateaba versos que de grande le siguieron pareciendo aceptables y que henchían de orgullo a su madre y a sus maestras. Pero lo mejor de todo era su costumbre de canjear composiciones por figuritas entre sus compañeros o, en el mejor de los casos, venderlas por dos pesos. Y puesto que era rápida y en el tiempo en que otro escribía media carilla ella ya iba por mitad de la segunda, se hizo fama de mercenaria, aunque aclara que era capaz de quedarse con una composición que estaba para un “muy bueno” y vender otra que se merecía un “excelente”.
Esa vertiente del dinero es la que en su juventud hizo que fuera más importante, a la hora de convertirse en escritora, trabajar en publicidad que haber hecho y terminado la carrera de Letras. Un empleo que ella tuvo durante veinte años y en el que dice haber aprendido algo fundamental: a no depender de la inspiración y saber que igual se puede trabajar todos los días, ocho horas, baje o no baje la antojadiza musa. “Lo que no sale por inspiración, sale por transpiración”, considera Shua, quien tenía veinte años cuando escribió sus primeros cuentos para una revista femenina que se llamaba Nocturno. Unos cuentos de amor por encargo que publicó con el seudónimo de Diana de Monte Mayor, y que guardó, pero que afortunadamente se perdieron. “En el ’69, la facultad estaba destruida. Todo el mundo había renunciado en el ’66, después de la ‘Noche de los bastones largos’. La carrera de letras era malísima. Y por eso fue más importante, en cierto sentido, la publicidad, que era mi trabajo de entonces, o incluso haber escrito esos cuentitos románticos que me ayudaron a soltarme y a empezar a manejar la técnica del cuento, que hacer la carrera. Estudiar Letras no me sirvió de mucho, y en ocasiones me pregunto si no hubiera sido mejor haber estudiado otra cosa, porque lo que encontré allí yo ya lo tenía. De cualquier forma iba a leer muchos libros. Aunque el grupo de alumnos del que formaba parte, y entre los que estaba César Aira, de quien fui compañera, decidimos buscar algo por afuera, armar una cátedra paralela, como se estilaba en esos años. Y lo fuimos a buscar a Noé Jitrik, que no estaba en la facultad porque había renunciado. Durante tres años tomamos clases con Noé, y ése fue el único momento de mi vida en que realmente me apliqué en leer ensayo. Me enteré de la existencia del estructuralismo, del posestructuralismo, realmente nos abrió la cabeza. Pero después no pude con mi genio y es el día de hoy que no leo otra cosa que no sea literatura. El ensayo no me gusta, no sé, nunca pude. Y no lo digo con liviandad sino al contrario. Es algo de lo que no me siento para nada orgullosa.”
–No sé bien a qué se debe, pero lo siento como una falencia, como un agujero que tengo. No haber podido leer filosofía, historia. Siempre pienso que en la próxima reencarnación voy a leer ensayo desde chiquita. Aunque no creo que eso me juegue en contra a la hora de reflexionar sobre lo que hago. Creo que es bueno estar lejos de todas las jergas cuando uno piensa sobre lo que escribe. El gran hallazgo de la literatura es poder echar luz sobre la realidad sin tener necesidad de recurrir a ningún tipo de lenguaje preestablecido. Siento que me falta algo a la hora de escribir ficción, pero no a la hora de reflexionar sobre lo que hago. Siento que mi ficción sería más rica si hubiera leído filosofía, por ejemplo. Y si bien sé que nunca es tarde, me cuesta mucho y me tienta poco. ¡Ya está! Soy la escritora que soy. Prefiero leer literatura y leo literatura todo el tiempo. De hecho, actualmente, estoy como jurado en cuatro concursos, y hace días que no hago otra cosa que leer originales. Horribles en buena parte, pero para eso me pagan. Son los gajes del oficio.
Para Ana María Shua no hay distinción entre hombres y mujeres cuando dice que casi todos los escritores argentinos son mejores con el cuento que con la novela. “En una época me gustaba sentirme discípula de Silvina Ocampo”, confiesa. “Pero eso fue en mis comienzos. Luego mis cuentos se fueron distanciando de ese modelo y lo que estoy escribiendo ahora ya no tiene mucho que ver con ella. Silvina era un genio y es probablemente el centro de la sólida tradición de cuentistas mujeres que hay en la Argentina. Liliana Hecker, Vlady Kociancich, Alicia Steimberg, Angélica Gorodischer. Todas han escrito cuentos. En eso las mujeres no se diferencian de los hombres. De hecho, en la obra de muchas de ellas, los cuentos tienen más peso que las novelas, aunque se los conozca menos. Cuando se piensa en la obra de Martha Lynch o de Beatriz Guido, se piensa, en general, en sus novelas, pero sus cuentos son mucho mejores y si uno los lee hoy se sostienen mucho más que sus novelas, en gran medida anticuadas. Entre las cuentistas argentinas, Hebe Uhart, si no es la más grande, le pega en el poste. Ella tiene escrita una sola novela, y si no se la reconoce como es debido es porque se ha dedicado a escribir mayormente cuentos. A eso se le suma que siempre para las mujeres es muy difícil ocupar lugares de prestigio. Las mujeres, en general, o venden o no venden. ¿Qué sabe uno de los escritores latinoamericanos? ¿Qué fotos se ven cuando vas a la Feria del Libro? Por un lado, escritores de prestigio; por el otro, mujeres que venden. Las mujeres de prestigio, ¿dónde están? No sólo en la Argentina sino en el resto de América latina. ¿Dónde están, me querés decir? Nadie las conoce. Cuando vayas este año a la Feria, fijate bien y decime.”
Pero si de novelas se trata, Los amores de Laurita (llevada al cine en 1987) es sin lugar a dudas la obra más renombrada de Ana María Shua. Una novela erótica que a su vez se constituye como una radiografía irónica de la burguesía argentina, y que junto con Los días de pesca, el relato que además de darle nombre a su primer libro es el cuento favorito de la autora, son sus dos tentativas más concretas de mezclar ficción y autobiografía. “Más allá de ese cuento, que yo quiero tanto y en el que las vicisitudes de la muerte de mi padre van armando un contrapunto con el relato de las veces en que me llevaba a pescar cuando era chica, es en Los amores de Laurita donde aprendí lo que es hacer ficción autobiográfica. Saber sopesar literariamente lo que a uno le pasó en la realidad y lo que podría haberle sucedido. Así, un tío mío que leyó la novela, no bien la terminó, me llamó y me dijo: ‘Ani, ¿quién era el hijo de puta que te pegaba?’. Y yo: ‘¡No! ¡Nunca nadie me pegó! Hubo uno al que si le hubiera dicho las cosas que dice Laurita en la novela, capaz que sí me habría pegado. Pero no, ¡nadie me pegó! ¡Quedate tranquilo!’. Y ése es un poco el juego con lo autobiográfico: cuando uno trabaja con el alter ego, éste es mucho más vivo que uno. Aunque en todos mis libros, incluso donde menos lo parece, hay elementos autobiográficos. Y esto lo digo a sabiendas de que muchas veces el lector tiende a atribuir sin tener elementos. A mí también me pasa: yo leo El mundo según Garp, de John Irving, y pienso: ‘Este hombre, sin duda, fue hijo único’. Y después leo El hotel de New Hampshire y pienso: ‘¡Ah, no! ¡Tuvo una gran familia!’.”
–A mí cuando era chica me preguntaban: ‘¿A vos de qué te gustan las películas? ¿Te gustan las policiales? ¿Te gustan las de besos? ¿Te gustan las de piñas?’. Y yo contestaba: ‘Me gustan las películas buenas’. Y con esto me pasa lo mismo: me preocupa poco el tema de la corriente a la que pertenezca un libro, o si ahora se está escribiendo más o menos autobiográfico. Hay libros que son buenos y otros no, y punto. De Alan Pauls me gusta más El pasado que el resto de sus libros. Me gusta El grito de Florencia Abbate, que no es precisamente autobiográfico, pero que es muy actual. Me gusta La asesina de Lady Di, de Alejandro López, que nada tiene de autobiográfico. ¿Pero vos tenías en mente algo en específico?
–Yo tengo la sensación de que a ellos no les gusta la literatura. Ellos buscan en la literatura algo que nada tiene que ver con la emoción estética. Buscan vanguardia, originalidad, y a veces hay cosas originales que a mí no me interesan en lo más mínimo. Admito la originalidad, pero ése no es el punto. Leer desde ahí me parece fascinante para la sociología, pero poco provechoso para la literatura. Ellos tienen una mirada sociológica y por más que Sarlo se la haya querido sacar de encima... Bueno, ella fue una pionera en ese campo. Y si bien le tengo admiración, la leo y me interesa mucho lo que escribe, no me pasa lo mismo con lo que piensa en relación con la literatura. Incluso la he visto poner por las nubes libros de los que después se olvida por completo y que no vuelve a mencionar en ninguna parte. Libros inexistentes. Pero eso es un problema de la crítica, después de todo. Como dijera Leopardi: “La moda es la madre de la muerte”.
¿Cuánto de sinceridad hay en los elogios que recibe un escritor por algo que ha escrito? ¡Nunca se sabe del todo! Pero Ana María Shua, observando la regla de protocolo que dice que el entrevistado debe interrumpir lo que está diciendo si se levanta de la mesa porque suena el teléfono, a fin de que la siempre limitada captación del grabador no comprometa alguna parte de sus dichos, se va a atender un llamado de alguien que intentará venderle por un instante un plan de salud en un hospital de su barrio, para luego volver y reanudar el relato de cómo fue escribir La revancha, uno de los cuentos por los que al principio de la conversación recibe, de parte del entrevistador, un merecido cumplido.
“Es un cuento protagonizado por un hombre que cree influenciar, a través de los trabajos que le manda hacer a un mentalista, en la racha de triunfos de Carlos Monzón, quien se mantuvo invicto durante trece años y ganó nada menos que ochenta peleas. Lo escribí para una antología de cuentos de boxeo que hizo Sergio Olguín, y como no sabía nada de boxeo decidí desempolvar una vieja investigación que me habían encargado sobre el asesinato de Alicia Muñiz para una revista que se llamaba Delitos y Castigos. Esa revista presentaba en cada número un caso policial narrado por un autor, y a mí me dijeron si quería escribir sobre cómo Monzón había matado a su mujer, y la verdad es que fue algo fascinante porque pude acceder a las autopsias en un momento en que Monzón todavía no había sido juzgado y mientras en la prensa florecían versiones de todo tipo. Pero lo que más me impresionó fue darme cuenta de cómo, en veinte segundos de descontrol, Monzón se destruyó la vida. Mató a la madre de su hijo, perdió a su hijo, y perdió todo lo que había construido a lo largo de su carrera. En unos pocos segundos. ¡El tipo la estranguló con una mano! Impresionante... Y es ese asombro el mismo que tiene, al principio del cuento, el protagonista.”
–Prefiero huir de las precisiones, es cierto. Si uno toma un personaje real, entonces hay una cantidad de información precisa a la que es necesario atenerse. A mí no me gustan los cuentos o las novelas que trabajan con personajes reales y se permiten grandes licencias con la historia, y evito los personajes reales para tener más libertad, lisa y llanamente. Ahora bien, en el caso de la historia, más allá de que no sea un tema central en mis libros, siempre aparece en algún momento, aunque más no sea como telón de fondo. Y eso es algo que los escritores de mi generación no podemos soslayar; algo que de algún modo tiene que estar presente. Pero es verdad que nunca quise escribir una historia sobre la represión y los desaparecidos. Entre otras cosas, porque no me gusta la literatura panfletaria. Siempre que veo una película sobre los nazis y los horrores de la Segunda Guerra, me digo: qué pena que no se pueda mostrar cómo esas personas no eran en realidad unos monstruos. Eran personas como cualquiera, con cosas buenas y malas, y en la mayoría de los casos amaban a sus mujeres y a sus hijos. Incluso estaban convencidos de que lo que hacían era un bien para la humanidad: librar al mundo de la plaga judía. Y si uno se da cuenta de que los nazis no eran lo que se dice monstruos, comprende que cualquiera puede convertirse en uno de ellos. Es por eso que cuando pienso en la época de la represión no puedo de ninguna manera escribir algo que no sea panfletario. No podría escribir una ficción en la que los militares aparezcan como seres humanos. Y es por eso mismo que prefiero no hacerlo.
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