Después de darse a conocer en Argentina su novela
La oscuridad, llegan los cuentos completos del irlandés John McGahern. El mundo rural profundo, cuyas raíces alcanzan inclusive a quien se larga a la ciudad, marca la opresiva atmósfera de una obra tan oscura como impactante.
› Por Mariana Enriquez
Cuentos completos
John McGahern
Adriana Hidalgo
575 páginas
La vida del escritor irlandés John McGahern parece marcada de forma determinante por un hecho que signó su carrera a mediados de la década del 60: su novela La oscuridad (la única que fue editada en Argentina, también por el sello Adriana Hidalgo) fue censurada y, tras la censura, el autor fue expulsado de su puesto como maestro de grado en una escuela de Dublín. McGahern desafió la expulsión, que fue confirmada por el entonces arzobispo de Dublín, John Charles McQuaid. La oscuridad, una novela de naturaleza autobiográfica, incluía la narración de una infancia marcada por la tiranía de un padre violento y la sugerencia de un abuso sexual perpetrado por un sacerdote católico (lo que explica claramente la prohibición).
Después de este hecho traumático, McGahern –nacido y criado en el medioeste irlandés– se fue del país y dejó de escribir durante más de una década. Recién volvió a Irlanda en 1975, y se refugió en una granja en Leitrim. A pesar de la ausencia, ya estaba establecido como el narrador que mejor sabía interpretar la mentalidad de la Irlanda rural tradicional, una interpretación muy poco bucólica, ayudada por su estilo falsamente sencillo, sólo superficialmente simple, repleto de opacidades y ambigüedades.
Ahora, a tres años de su muerte –a los 71 años–, se editan los Cuentos completos de McGahern. El rol de cuentista le resultaba, de alguna manera, secundario: primariamente, McGahern fue un novelista (la más famosa de sus ficciones largas, Amongst Women, fue adaptada como miniserie para la BBC y estuvo en la short-list del premio Booker’s); sus cuentos, recopilados por primera vez en 1992, demuestran esa exuberancia, con personajes que aparecen en varias narraciones, con cuentos que complementan o continúan a otros, con finales abiertos o irresueltos. Un ejemplo claro es el de los cuentos Ruedas y Reloj de oro: ambos están protagonizados por los mismos padre e hijo, que viven una competencia que es también la del campo y la ciudad, la de lo estático y lo móvil. En Reloj de oro queda claro: el padre prefiere el viejo aparato que no da la hora, mientras desprecia con violencia el regalo del hijo, un reloj canadiense nuevo, comprado en un viaje, que termina por hundir en veneno líquido, a la intemperie, en el campo, para detener el tiempo y todo cambio. Estos dos cuentos, juntos, forman una narración extraordinaria que encuentra a la dupla en dos momentos de diferentes grados de tensión. La preocupación por la relación de padres e hijos es constante en McGahern y en estos cuentos. Escribe en Ruedas: “Yo conocía la rueda: los padres se convierten en hijos de sus hijos, que retribuyen el cuidado que recibieron cuando eran niños, y al acercarse la muerte, los padres se convierten en niños otra vez”.
Los personajes de los cuentos de McGahern son arquetipos: sargentos de pueblo, pescadores, campesinos, jóvenes trabajadores aunque borrachines, pero sobre todo maestros, seminaristas y sacerdotes, pilares de la comunidad de la Irlanda rural, actores sociales que McGahern conoció muy bien. Sobre todos flota una melancolía que se traduce en cuentos sobre lacónicos encuentros nocturnos, retazos de conversaciones, insinuaciones de una violencia que está allí abajo, en las napas, pero que amenaza siempre con desbordarse, como en Navidad, donde un chico de un orfanato reacciona pésimo ante un regalo –se le mezclan deseo y resentimiento– y las buenas intenciones de todos vuelan por los aires. McGahern es implacable en su descripción del mundo del trabajo manual: “Empujar con la rodilla en carne viva para clavar la pala sostenida en manos ampolladas al mismo ritmo que los demás”, escribe en Corazones de roble y panzas de latón, sobre obreros irlandeses que se mudan a Inglaterra para tratar de conseguir un mejor sueldo (situación que se repite, pero termina de manera muy infeliz, en Fe, Esperanza y Caridad). Pero los mejores relatos de este volumen son dos que, curiosamente, se contraponen: El aliento a vino, sobre un sacerdote que, durante un paseo, tiene una revelación sobre el fin de la vida, casi una epifanía, pero sin embargo se entrega a lo inevitable con una tensa calma; y Lavin, un relato de iniciación sexual protagonizado por dos adolescentes varones y un hombre mayor, perverso y libidinoso; un cuento ambiguo, violento, en el que McGahern ofrece una mirada perturbadora sobre la juventud y el deseo.
La desesperanza de McGahern no cede cuando ubica sus cuentos en Dublín, porque parece no poder sacudirse esa oscuridad primigenia. O como rezonga uno de los jóvenes urbanos de Paracaídas después de ver caer un panadero (vegetal, no un trabajador de la harina) que le recuerda su origen: “La vieja y aburrida Irlanda rural ataca de nuevo. Hasta su ciudad principal tiene un pie en el estiércol”.
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