Con más de cien libros, entre novelas, relatos, poemas y obras con seudónimo, y en plena actividad, Joyce Carol Oates es probablemente la autora más prolífica de la literatura norteamericana. Sus libros no sólo mantienen un nivel que rara vez desciende a lo regular, sino que además parecieran esconder múltiples referencias a los autores más significativos de Estados Unidos.
› Por Rodrigo Fresán
La hija del sepulturero
Joyce Carol Oates
Alfaguara, 2008
688 páginas
“Es un monstruo al que debería decapitarse en un auditorio público, en el Shea Stadium o en un campo de exterminio junto con cientos de miles. ¡Es la responsable de todos los graffiti en los lavabos de caballeros y de señoras y en todos los retretes públicos de aquí a California ida y vuelta, parándose en Seattle por el camino! Para mí, es la criatura más odiosa de Norteamérica... La he visto y verla es odiarla. Leerla es vomitar... Creo que es esa clase de persona... o de criatura... o de lo que sea. Es tan... ¡ugh!” Quien así se expresó, en una entrevista, fue el escritor estadounidense Truman Capote. Y a quien se refería Truman Capote era a Joyce Carol Oates.
Y no hacen falta motivos o hipótesis en cuanto a por qué alguien como Capote no dudaba al referirse así a un colega. Le gustaba hacerlo. Era casi un hobby. Lo que no implica –comparar lo que dice de Oates con lo que dijo de tantos otros– que no perturbe la potencia del odio que sentía por esta escritora comparado con el casi lacónico desprecio con que se refirió a Salinger o Bellow o Malamud. La explicación para semejante arrebato –no hay que ser muy sagaz para comprenderlo– es la velocidad con la que escribe y publica Joyce Carol Oates (Lockport, New York, 1938), dueña ya de una obra de unos cien títulos que, para cuando se termine de escribir esta reseña, ya serán más. Fenómeno natural o freak de feria y, sí, duele pensar en Capote –por la fecha de su exabrupto empantanado en la inconclusa Plegarias atendidas– abriendo suplementos para descubrir que había salido otro Oates.
Y las cosas no cambiaron ni cambiarán. Oates no sabe lo que es el miedo a la página en blanco y, de tenerlo, lo vence enseguida llenándola de letras negras. No hay año –desde su debut en 1963– en que esta pálida mujer de mirada lánguida no edite al menos un par de libros. Novelas, colecciones de relatos, ensayos y críticas, policiales bajo seudónimo, aventuras para adolescentes... lo que sea. Nada parece capaz de detener a esta siempre inspirada grafómana considerada una de las grandes narradoras de los Estados Unidos, a menudo candidata al Nobel y –tal vez por la voluntad torrencial de su obra, luego de haber ganado casi en sus inicios un National Book Award por su novela Them que parecía augurar una lluvia pesada de galardones que nunca llegó a caer– eterna nominada a los grandes premios de su país pero constantemente postergada quizá a la espera de una indiscutible obra maestra que distraiga de su condición de Chica Record Guinness o de Conejito Duracell.
Mientras tanto y hasta entonces, Oates ha escrito varios, muchos, demasiados grandes libros a los que cuesta seguirles la pista a no ser que uno se convierta en su lector full time o editor casi exclusivo o crítico especializado o traductor esclavo.
Así, alguien que tan sólo se haya dedicado a sus títulos más recientes (mi caso) descubrirá, casi enseguida, un patrón interesante y algo patológico. Oates –tal vez cansada de no ser valorada por lo que es o con tiempo y fuerza suficiente para ser muchos y hacer mucho– ha publicado una serie de novelas que, consciente o inconscientemente, parecen creadas, en principio, a la manera de y utilizando temas y paisajes de otros escritores. De este modo, podría entenderse a Blonde (2000) como su Novela DeLillo, Middle Age (2001) como su Novela John Updike, Beasts (2002) como su Novela Patrick McGrath, The Tattooed Girl (2003) como su Novela Philip Roth no en vano dedicada a Philip Roth, Rape (también del 2003) como su Novela Richard Price, Niágara (2004) como su Novela John O’Hara, Missing Mom (2005) como su Novela Anne Tyler y Black Girl / White Girl (2006) como su Novela Mary McCarthy. La hija del sepulturero (2007) podría ser considerada su Novela William Styron. Y –a no confundirse– como todas las anteriores es, también y antes que nada, una Novela Joyce Carol Oates marcada a fuego y a hielo por lo que acaso sean sus rasgos más reconocibles: una cierta compulsión gótica-guiñol, un culto al novelón sensacionalista del siglo XIX, una fiebre mórbida y desesperada, un viento que no cesa y una necesidad de crear hembras más fatalistas que fatales convirtiéndola en una especie de descendiente mutante de las hermanas Brontë o en pariente bizarro de ese otro idiota savant de sus letras nacionales: Theodore Dreiser.
Dije antes que La hija del sepulturero es una Novela William Styron porque –si a algo recuerda– es a La decisión de Sophie y al modo en que se las arregla para contar, casi lateralmente, los efectos del Holocausto. Así, Rebecca Schwart –nacida en 1936, a bordo un barco de refugiados alemanes atracando en New York– es, como la Sophie Zawitowska de Styron, una heroína trágica y una sobreviviente profesional. Pero mientras Sophie tiene un secreto, Rebecca tiene muchos y por eso le pasan muchas cosas. Pasen y vean: un padre maltratador, un asesino serial, muertes más o menos accidentales, sexo apasionado, cambio de personalidad, un prodigio musical, revelaciones inesperadas y redenciones finales, etcétera. Es entonces –alcanzada la última página, mucho después de que uno haya dejado de resistirse a la propensión al arquetipo y al cliché, al sentimentalismo y se rindiera a la tan poderosa como por momentos infantil imaginación de esta autora– cuando comprendemos que la Novela William Styron de Joyce Carol Oates se ha convertido en la Novela John Irving de Joyce Carol Oates sin dejar por eso de ser algo muy personal. Porque –como se revela en el reciente The Journals of Joyce Carol Oates 1973-1982– en La hija del sepulturero se percibe un cuidado y un cariño ausente en muchas de sus tan veloces como apresuradas novelas. Oates meditó largamente antes de sentarse a escribir este material cercano y sensible que ficcionaliza la vida de su propia abuela. De acuerdo, aquí están la saga de gran aliento, la voluntad mítica, la adicción a firmar otra Gran Novela Americana sin por eso perder de vista las maniobras más astutas del best-seller pero –aun en sus grotescos excesos folletinescos– también algo valioso y muy intenso. Uno sale de La hija del sepulturero como de uno de esos dorados melodramas estelarizados por Bette Davis. No es fácil, no es poco: recientemente, escritores con un perfil acaso más prestigioso que el de Oates (Shirley Hazzard con El gran incendio y Russell Banks con La reserva) fracasaron en el intento.
Pero el show debe seguir y Oates ya está en otras cosas, en nuevas aventuras y desafíos, continuando su carrera de fondo sin meta a la vista. Acaban de salir A Fair Maiden (¿Novela Louisa May Alcott o Novela Mary Gaitskill?) y The Crosswicks Horror (sonando desde el título a su Novela H. P. Lovecraft). Y –luego de la aparición de La hija del sepulturero– ya se consiguen en librerías Wild Nights! (cinco psicóticas nouvelles alucinando los estilos y agonías de Poe, Dickinson, James, Twain y Hemingway) y My Sister, My Love: The Intimate Story of Skyler Rampike, donde se investiga y se reinterpreta un true crime que conmovió a los Estados Unidos: el irresoluto caso Jon-Benet Ramsey. Lo que tal vez signifique que “esa clase de persona... o de criatura... o de lo que sea” llamada Joyce Carol Oates ha producido –mal que le pese hoy a aquel vociferante y genial fantasma de sangre caliente– su Novela Truman Capote.
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