Dom 19.04.2009
libros

Nombre falso

Tener un seudónimo y que todos sepan a quien pertenece parece ingenuo, salvo que, como en el caso de John Banville, la invención de Benjamin Black sirva para revelar una precisa segunda voz literaria.

› Por Diego Fischerman

El otro nombre de Laura
Benjamin Black

Alfaguara
368 páginas

El tema de John Banville es el gran tema de la literatura –o el gran tema a secas–: la muerte. Y ese es el tema de las novelas policiales –siempre se empieza, por lo menos, con un cadáver–, además de la materia de Quirke, un médico patólogo que porta la rareza (quirk) en su apellido y protagoniza las primeras dos novelas que el notable escritor irlandés firmó con el seudónimo de Benjamin Black. Un alter ego transparente, podría decirse, porque por un lado significa literalmente el más joven, el último en llegar, a la dinastía de la novela negra y por otro, porque todos saben, todo el tiempo, quién es el que usa el nombre falso. Las solapas dicen: “Benjamin Black es el seudónimo del prestigioso escritor John Banville (Wexford, Irlanda, 1945)”. Y él, en los reportajes y presentaciones públicas, habla a la vez de las obras firmadas de una y otra manera. Algo así como Bruce Wayne portando, durante el día, unas evidentes orejas de murciélago. Algo bastante estúpido salvo que se trate, como en este caso, de un seudónimo que no busca ocultar sino revelar. Un doble que, como Florestán y Eusebius en el caso del compositor Robert Schumann o en el de las múltiples identidades de Pessoa, no encubre al Otro sino que lo completa: una segunda voz que no sólo enriquece a la melodía sino que le otorga un nuevo significado.

Existe, desde ya, una tradición en los policiales que Banville no desconoce y de la que el poeta Cecil Day Lewis y su Nicholas Blake son la referencia más evidente. Pero aquí no se trata de encontrar una signatura indulgente para una obra menor sino de continuar las obsesiones de la obra mayor por otros caminos. Hay una unión estilística –las precisas descripciones de narices, manos y pestañas con las que se dibujan los personajes– y hay una afinidad temática pero, sobre todo, hay una pregunta acerca del sentido que articula las novelas altas pero que en las policiales, precisamente por el contraste con la presunción que el género establece –la investigación, la resolución del enigma–, se pone en escena de una manera ejemplar. Porque las dudas, el vacío, la soledad, las visiones de la muerte que en una novela genial como El Mar (Anagrama) resultan, al fin y al cabo, parte de lo esperable, en las policiales tienen un efecto devastador. Tanto en la inicial El secreto de Christine (Christine Falls), como en El otro nombre de Laura (The Silver Swan), las investigaciones no tienen ningún método, son guiadas por la obcecación y la curiosidad enfermiza, y no conducen a la verdad. Y cuando ésta se conoce, finalmente, no sirve para nada o, peor, sólo conduce a que todo sea peor. Los títulos de ambas novelas juegan con el nombre de las asesinadas y obligan a traducciones desafortunadas. La muerta que prácticamente desaparece de las narices de Quirk –es decir, de su mesa de autopsia– se llama Christine Falls y su nombre, que es el de la novela, ya anuncia su destino (la caída de Christine). Laura Swan es, por su parte, también un seudónimo. The Silver Swan (el cisne plateado y, también, el título original de la novela) es el nombre del negocio de belleza que la pelirroja Deirdre Hunt regenteaba antes de ir a parar a la mesa de Quirk, supuestamente ahogada, con un pinchazo de aguja en un brazo y con un pedido de su marido, un antiguo condiscípulo del médico, para que no le realice la autopsia que él por supuesto hará.

El primer gran acierto de Banville/Black es la elección de su protagonista, un huérfano rescatado de un asilo y criado por la familia de un prominente juez católico, empleado por la morgue en la Dublín de los años ‘50. Su doble condición de conocedor de la pobreza y la riqueza extremas le permite trazar un mapa de una riqueza única. La fiesta familiar que introduce a su familia adoptiva en El secreto de Christine, por ejemplo, con todos sus mensajes cifrados en una red de convenciones, es digno de Henry James. Y el mundo de los hospitales y orfanatos manejados por monjas y curas o, en El otro nombre de Laura, el de una cierta picaresca ligada a la pornografía y las medicinas alternativas, cobran el valor de universos tan cerrados en sí mismos como capaces de mostrar las contradicciones de personajes que, empezando por el propio Quirke, a lo sumo son un poco más buenos que malos o un poco más viles y culpables que inocentes. Este médico alcohólico, casado con la hermana de la mujer que amaba y luego viudo de ambas, padre de una hija a la que le ocultó el lazo durante años y con la que a duras penas logra hablar, que avanza a los tropiezos y que, en esta segunda novela, ni siquiera llega a darse cuenta de la verdad, se entronca con la serie de detectives imperfectos en la que brillan el Wallander de Mankell, la Janne Tennison personificada por Helen Mirren en Prime Suspect o aquella detective de nombre maculino (Mike Hoolihan) que protagonizaba Tren nocturno de Martin Amis. Pero Quirke es aun más oscuro. Para él no está demasiado claro dónde está el bien y si, en el caso de poder buscarlo, sería deseable.

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