El especialista Heller-Roazen ha escrito un libro de lingüística lleno de casos sorpresivos, interrogantes sobre las lenguas muertas y afecciones como la afasia.
› Por Patricio Lennard
Este es un libro de lingüística. Un libro que bien puede engolosinarse con el análisis del parentesco sonoro entre una consonante fricativa palatal del ruso y una letra del árabe clásico, o pretender hacer del arte de la etimología un sucedáneo de las novelas de saga. Pero que también sabe bajar a tierra y dejar a un lado esa clase de minucias que puede inducir en el lector no especializado el bostezo filológico, o fonológico, o morfológico. Como prefieran. De hecho, Daniel Heller-Roazen, un canadiense que es un reconocido especialista en estudios medievales, doctor en literatura comparada por la Universidad John Hopkins, y que además del inglés maneja otros nueve idiomas, escribe con una gracia que no es frecuente en el rubro. Como tampoco lo es el recorrido que propone en Ecolalias, en donde desmenuza las múltiples y misteriosas formas del olvido lingüístico.
Irónicamente, el primer capítulo versa sobre aquello que “olvidamos” cuando aprendemos a decir las primeras palabras: los balbuceos. Algo de lo que Roman Jakobson advertía que los niños son capaces de articular “una suma de sonidos que nunca se encuentran reunidos a la vez en una lengua, ni siquiera en una familia de lenguas”, y que constituía para él una destreza fónica que los hablantes olvidan con la adquisición del lenguaje y que persiste, como una huella atávica, en las ecolalias del loco. Curioso inicio de un itinerario que incluye, en capítulos más o menos independientes que le quitan al libro cualquier afán sistemático, una excursión al mundo de las mal llamadas “lenguas muertas”, un rescate de los marginados textos de Sigmund Freud sobre la afasia, una historia de las desventuras de la letra h, un racconto de los fonemas en peligro de extinción, y hasta una galería freak en la que se florea el caso de Louis Wolfson, el norteamericano que desarrolló, en un arrebato antipatria, un método que le permitiera olvidar su lengua madre, y el aún más extraño caso de un niño francés que hacia 1630 contrajo una terrible infección en la boca, a causa de la viruela, que le hizo escupir de a partes su lengua gangrenada sin que por ello perdiera su capacidad del habla.
Tal es el arco variopinto que Ecolalias construye haciendo algunos malabarismos entre la pulsión ensayística de su autor y sus inocultables escrúpulos académicos. Lo que a Heller-Roazen no le impide, a la hora de dar cuenta de la mítica lengua indoeuropea, ser bastante explicativo sobre el derrotero que va de los filólogos que en el siglo XIX se proponían exhumar el origen de las lenguas romances, hasta el Curso de lingüística general de Ferdinand Saussure y la gramática generativa de Noam Chomsky, los dos máximos hitos de la lingüística moderna.
No obstante, son sus ideas sobre las lenguas muertas, y particularmente sus hipótesis sobre las vicisitudes que hacen que una lengua caiga en el olvido, el lugar donde mejor se ve el aporte teórico del autor del libro. No en vano él sostiene que no hay ninguna teoría seria sobre la muerte de las lenguas. De ahí que desacredite el lugar común que piensa el proceso vital de una lengua a partir de figuras biológicas, botánicas o zoológicas. O que señale la vanidad de todo intento por atenuar o detener el curso efímero de las lenguas, toda vez que son proyectos nacionalistas, filológicos o ecológicos los que “comparten la convicción de que las lenguas son un objeto sobre el cual los lingüistas pueden, y deben, intervenir para recordar y conservar la identidad de la que las propias lenguas parecen querer alejarse”. Algo que parece entrar en contradicción con el modo en que Heller-Roazen corrobora que hoy más que nunca hay lenguas que desaparecen en el mundo (la Unesco tiene un programa llamado “Lenguas en peligro”), pero que es coherente con la tesis de que una lengua es considerada “muerta” una vez que se demuestra que se ha transformado en otra.
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