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Stephanie Meyer arrasó con Crepúsculo, sus continuaciones y sus absurdos vampiros adolescentes asexuados y conservadores. Vendió millones y ganó decenas de millones. Pero no conforme con eso, ni con la película, ahora se lanza a la conquista de otro género: el de los invasores extraterrestres de cuerpos terrícolas. Y sí: La huésped ya anuncia sagas, promete adaptaciones y factura millones. Y sí: es malísima.
› Por Rodrigo Fresán
La Encyclopedia of Science Fiction de John Clute y Peter Nicholls dedica varias columnas a la entrada del término “Invasión”. Y, sí, está claro: la premisa de seres de otros planetas aterrizando en el nuestro para someternos de muy diversas maneras es una de las vigas vertebrales del asunto. Allí estuvieron, entre muchos otros, los marcianos alérgicos de Wells, los niños rubios de Wyndham, los marcianos bromistas de Brown, los benignos visitantes de Clarke y —variante clásica pero siempre inquietante— las casi perfectas réplicas humanas en una novela de Jack Finney y una película de Don Siegel: Invasion of the Body Snatchers.
A lo largo de los años, la llegada de feroces hordas cósmico-turísticas ha sido utilizada, una y otra vez, como metáfora de casi todas las cosas de este mundo. Y ahora Stephenie Meyer —luego de haberse hecho rica con sus vampiros juveniles pero conservadores— propone en La huésped una nueva invasión. La —por encima del argumento de la ya exitosa novela en cuestión— invasión de Meyer conquistando otro género con el primer episodio de una nueva trilogía (ya se han anunciado las continuaciones The Soul y The Seeker) destinada a abducir a millones de lectores en todo el mundo.
Y si a la hora de publicitar Crepúsculo y sus más efectos residuales que secuelas, Meyer insistía en que no había leído Drácula porque “me da miedo la sangre”; con La huésped Meyer vuelve a demostrar que a ella no le interesa el glorioso pasado de quienes la precedieron sino su exitoso presente y, todo parece indicarlo, su aún más exitoso futuro. Meyer es, sí, la verdadera invasora por más que asegure haber nacido en Connecticut, en 1973, y ser una ama de casa mormona que, ay, admira y se inspira en William Shakespeare y Jane Austen.
Meyer —hay que decirlo, lo afirmó no hace mucho Stephen King causando un cierto revuelo— es una pésima escritora. Alguien que, desde los confines de nuestra galaxia, parece haber aprendido nuestro idioma siguiendo un poco riguroso curso por correspondencia. Sólo así pueden justificarse la infinita sucesión de frases sonrojantes que ya son el estilo de Meyer. Y de acuerdo: no se le pide a este tipo de producto que sea alta literatura, pero sí un mínimo de decoro.
De ahí que lo único que verdaderamente interesaba de La huésped era atestiguar la muy publicitada metamorfosis de Meyer mutando de escritora “juvenil” a escritora “para adultos”. Y lo que descubrimos enseguida es que —con percepción un tanto marciana— para Meyer son todos iguales. No importa la edad ni la capacidad intelectual. Lo que sí importa es que son todos organismos listos para ser subyugados con una prosa mortal y un maléfico sentido del diálogo. Lo más extraño y perversamente atractivo de todo es la manera en que Meyer habita —sin ninguna pasión y con tanta sangre tan fría— géneros que suelen ser amados por sus practicantes. Poco y nada interesa aquí la historia de entidades provenientes de tan lejos para conquistar nuestros cuerpos y convertirlos en meros envases insensibles. Lo que aquí vuelve a valer —como en el sanguíneo romance entre la vital Isabella “Bella” Swan y el no-muerto Edward Cullen— es un romanticismo de folletín puesto al servicio de un tan bizarro como absurdo triángulo amoroso digno de un delirante culebrón del Almodóvar de los inicios.
Presten atención: la Tierra ha sido sometida por una raza de parásitos mentales y Melanie “Mel” Stryder —una de las contadas resistentes al influjo sideral— acaba cobijando en su seno y en su mente a un “alma” invasora pero sentimental que no se siente cómoda en ningún planeta y que acaba siendo conocida como Wanda. Y una y otra —compartiendo recuerdos, pasiones, corazón— resultan enamoradas de un mismo hombre llamado Jared Howe. Pero a no preocuparse demasiado: Wanda pronto cambia de opinión y decide conquistar a Ian O’Shea. Y ya saben: el amor casi excluye al sexo en el planeta Meyer y enseguida la trama de La huésped se dispara en múltiples direcciones para explicarnos la mecánica de la posesión astral, cómo dejar de ser poseído, la variable resistencia de nuestras células cerebrales al influjo de pensamientos externos, los métodos para extirpar el “alma” e injertarla en otro receptor, las muchas formas de relacionarse socialmente entre locales y visitantes... Luego de demasiadas páginas, todo queda flotando en el espacio a la espera de nuevos cuerpos y amoríos y lo que siente Wanda al probar por primera vez la mantequilla de cacahuete. Y, por supuesto, crepuscularmente, todos quieren a todos. Aquí casi no hay malos. Aquí hay, apenas, problemas de comunicación fácilmente solucionables si se pone buena voluntad. Con un poco de esfuerzo podremos vivir todos juntos, unos dentro de otros, felices.
En una entrevista, Meyer explicó que uno de los temas de La huésped es la tan humana obsesión por el cuerpo. Allí, dijo ser muy crítica con su propio cuerpo pero no con los cuerpos de otros. Es una pena que Meyer no sea, además, un poco más crítica con su obra.
Así, La huésped es una mala novela, Meyer es una anfitriona atroz, y yo me doy por vencido pero no —nunca, jamás— me daré por conquistado.
Yo prefiero seguir creyendo en que hay vida inteligente en otros planetas. Y —por qué no— también en éste.
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