Domingo, 14 de junio de 2009 | Hoy
Por Fernando Bogado
“En Italia no existen autores de memorias y son raros los biógrafos y los autobiógrafos. Falta interés por el hombre vivo, por la vida real.” Antonio Gramsci (1891-1937) escribió la presente cita en su cuaderno octavo, durante el período de prisión pasado en la cárcel Turi, a treinta kilómetros aproximadamente de Bari. Ir al “hombre vivo”, a la “vida real”: toda buena biografía trata de desprenderse de características meramente escritas de su objeto-sujeto biografiado, valen más aquellas líneas redactadas en el límite de lo vital (cartas, diarios), o esos testimonios inéditos, o todo aquello que configura los restos de una obra antes que la “Obra” misma. Allí habrá, entonces, una excelente biografía, una que respeta a rajatabla las leyes del género. Hagamos una pregunta obligatoria, casi: ¿Cómo, entonces, escribir una biografía sobre Gramsci? ¿Cómo biografiar a un autor “vivo”, en la medida en que no tiene “Obra”, sino cuadernos manuscritos y publicaciones periodísticas creadas para no superar el día?
Giuseppe Fiori, en 1966, resolvió el dilema con un texto que con el paso del tiempo ha adquirido carácter de ineludible, no sólo por su rigor biográfico sino por su afán de recuperar ese rasgo vital del pensamiento gramsciano al contextualizar cada una de sus preocupaciones teórico-prácticas con momentos particulares de su rutina: hasta esa muerte en vida que es la cárcel conserva aún el impulso de una voluntad inquebrantable, reflejada en su correspondencia o en los mismos cuadernos. Y si la primera edición en castellano de Vida de Antonio Gramsci data de 1968 (Península), es notable el acierto de la editorial Peón Negro de corregir y volver a publicar el trabajo de Fiori –uno de los más completos, incluso en la actualidad–, poniendo así en primer plano las vicisitudes de una existencia breve, dolorosa, pero enormemente significativa para el pensamiento filosófico contemporáneo, para las preocupaciones del “hombre vivo” de nuestros tiempos.
El fantasma de la propia muerte –un tópico ineludible de la biografía como género, quizá por la constancia de este tema en la existencia de cualquier persona– ronda ya desde muy temprano la vida de Gramsci, nacido en Ales, Cerdeña, en 1891, como el cuarto de los siete hijos que tendrían Francesco “Ciccillo” Gramsci y Peppina Marcias. Apenas unos años antes de que su padre fuera injustamente encarcelado por las rencillas locales entre los fuertes políticos terratenientes de la isla, el cuerpo de Nino ya había empezado a padecer los dolores y transformaciones que le otorgarían las características físicas con las que suele ser identificado: la de jorobado, la de giboso. De grande, nunca pasaría el metro y medio de altura, su espalda poseía una especie de “nuez”, rasgo que venía acompañado de hemorragias y convulsiones que lo afectaron desde muy pequeño y que afloraron en diversos momentos de su vida, sobre todo en los tiempos de prisión. Hasta 1914, cuenta él en sus cartas, su madre conservaba un ataúd y las ropas con las que tendrían que enterrarlo, por las dudas.
Alejado de los demás, comienza a refugiarse en un “caparazón sardo”: su carácter se vuelve parco e irónico, juega con muy pocos niños, prefiere pasar el tiempo encerrado en sus amplias lecturas antes que participar en una actividad física que lo dejaría extenuado. Este rol de autodidacta le permitirá llenar los vacíos de una educación bastante deficiente, con prolongados baches que duran incluso años: luego de atravesar sus estudios iniciales, logra inscribirse gracias a una beca en la Facultad de Letras de Turín para estudiar lingüística y filología. Entre grandes padecimientos, Antonio comienza a interesarse por los problemas específicos de Cerdeña, marcando su adhesión a las corrientes regionalistas. En estos tiempos conoce a compañeros como Palmiro Togliatti (también sardo) o Angelo Tasca, futuros compañeros de L’Ordine Nuovo, e ingresa en la lectura de Marx, “sólo por curiosidad”.
Los movimientos obreros cambiarán su perspectiva regionalista-sarda por una nacionalista-revolucionaria: el enemigo no son los continentales, sino la clase burguesa que oprime tanto a los campesinos de Cerdeña como a los obreros de Milán y Turín. Comienza así a participar en el debate público con respecto a temas tan preocupantes como la Primera Guerra Mundial y el rol de Italia y del Partido Socialista Italiano (PSI) en la contienda: en el artículo Neutralità attiva ed operante, se opone a una neutralidad absoluta del proletariado, enfrentándose a las opiniones del dirigente socialista Bordiga y colocándose, con distancias sumamente destacables, en la misma línea que sostenía en el Avanti! (impreso simpatizante del partido), una de las voces más fuertes y con mayor popularidad del movimiento, alguien cuyo nombre volverá una y otra vez como mortífero fantasma a la vida de Gramsci: Benito Mussolini.
Giacomo Leopardi (1798-1837), también encadenado a un cuerpo giboso, escribió: “Hermanos a la vez creó la suerte / al amor y a la muerte”. Gramsci, casi un siglo después, no podría estar más de acuerdo: mientras Mussolini marcha por Roma en 1922, haciendo desfilar a la muerte y creando un importante hecho de la oscura mitología fascista, Nino conoce en Rusia a la que sería el amor de su vida, Julia Schucht.
La relación es extraña, inconstante: pasan mucho más tiempo separados que juntos, y el contacto más vivo que tienen parece ser el epistolar antes que el físico. Julia le da dos hijos: Delio y Giuliano. Gramsci reparte como puede su tiempo entre su familia y las necesidades del PCI (surgido en 1921), ambas tareas de enorme demanda amatoria. Julia ya comienza a funcionar para Gramsci como los ojos con los que ve su proyecto revolucionario: logra abrirse de esa capa protectora que había construido a base de un carácter huraño, y comprende por fin lo que es amar a las masas en lugar de plantear teorías de dudoso cariño. Julia es el vínculo entre Gramsci y el mundo.
Pronto el compromiso político muestra su revés más oscuro: Gramsci es capturado en 1926 por las fuerzas fascistas y sometido a un juicio que lo condena a numerosos, infinitos, años de prisión. El contacto que a duras penas mantenía con su primer hijo, Delio –el cual lo llamaba “diadia” (tío)–, ni siquiera existe con el segundo, al que nunca llega a conocer: Julia, días antes de la captura de Nino, vuelve de Roma a Moscú para el nacimiento de Giuliano. En el juicio, el fiscal lanza un argumento atroz que obligará a Gramsci a recluirse en un nuevo encierro, acaso harto más cruel que todos los anteriores: “Hemos de impedir durante veinte años que este cerebro funcione”.
En una de las cartas enviadas a Tatiana Schucht, una de sus cuñadas y la única persona que lo acompañó durante sus tristes últimos años de vida, Gramsci le detalla un futuro plan de escritura, un índice temático que busca superar las contingencias a las cuales estuvo sujeto durante su vida periodística, un texto für ewig, “para la eternidad”, concepto que retoma de Goethe. Aferrado a algunos cuadernos y ciertos libros que superan las restricciones carcelarias, Gramsci transformaría este término aparentemente metafísico y totalizador en una obra perenne por fragmentaria, mínima y vital. Leer los cuadernos de Gramsci es encontrarse con las observaciones teóricas más certeras de nuestro tiempo, algunas veces presentadas como meras anécdotas o conceptos a revisar en el momento de darles la forma definitiva que nunca tuvieron. Sin noticias de Julia –quien, si le escribe cartas, serán rápidas, a lápiz–, casi sin visitas, desconectado de los sucesos de su familia (nunca le comunicarán la muerte de su madre, a la que “cortazarianamente” le sigue escribiendo), Gramsci muere en 1937 víctima de diversos males, entre los que se encontraban el mal de Pott y la tuberculosis pulmonar. Había interrumpido la escritura de sus cuadernos en 1935: hasta allí llegó su voluntad.
Giuseppe Fiori presenta con sumo cuidado y cariño la figura de un pensador de gran importancia no sólo para la historia contemporánea, sino también para él mismo: proveniente de Silanus, en Cerdeña, Fiori llevó una carrera como periodista y, luego, como senador de la Izquierda Independiente por tres legislaturas. Fallecido en el 2003, antes de su muerte vuelve a Gramsci en un libro de 1991, Gramsci, Togliatti, Stalin, revisando su trabajo de 1966.
En Vida de Antonio Gramsci notamos un repaso exhaustivo por la existencia del líder comunista, intercalando entrevistas realizadas por el autor con extractos de cartas inéditas hasta el momento (la mayor parte de la correspondencia se editaría treinta años después de este trabajo, en los noventa), dejando en claro que Nino pensó siempre en mantener abierto el panorama del pensamiento crítico marxista para poder adaptarlo a las contingencias de los diferentes lugares del mundo en donde surjan movimientos revolucionarios. La biografía es ágil, nunca deja de matizar un comentario teórico con uno correspondiente a las anécdotas de la vida personal de su hombre: de capítulos breves e incisivos, esta devenida obra fundamental de Fiori nos presenta a Gramsci como un apasionado pensador cuyo concepto del amor sobrepasa cualquier triste caracterización melodramática.
Las notas preliminares de David Viñas –un importante agregado de la presente edición–, crítico corporal si los habrá, no sólo se detiene en la contraposición de Gramsci y Mussolini, políticos que provienen del mismo caldo de cultivo (la Italia insurgente de comienzos del siglo XX), de Gramsci y Leopardi (dos figuras románticas a su manera), sino también en la oposición de Gramsci y Julia, interrogando el misterioso silencio de la amada que tiñó todo el compromiso de alguien que también escribió “todo es político”.
El amor revolucionario, parece confirmarnos tanto Fiori como su “hombre vivo” retratado, es también un extraño, particular, pero no por eso menos definitivo amor por la vida.
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