Dom 28.06.2009
libros

Viajando se conoce gente

Una ciudad imaginaria en un pasado real. Un progre (o bienpensante) en las primeras décadas del siglo XIX. Románticos y burgueses. Andrés Neuman armó un atrapante espejo entre pasado y presente en la novela que ganó el Premio Alfaguara.

› Por Angel Berlanga

El viajero del siglo
Andrés Neuman

Alfaguara
544 páginas

Hans, el viajero del siglo, es un personaje intachable. El hombre es traductor y le gusta ir de sitio en sitio: apenas se aburre de un lugar, se va. En Wandernburgo, ciudad ubicada entre Berlín y Dessau, pensaba pasar apenas una noche, pero una cosa trae la otra y terminará quedándose un año: primero se hace amigo de un organillero bastante filósofo que vive en una cueva con su perro Franz y luego se prenda de una chica hermosa y de avanzada, Sophie Gottlieb, que organiza unos salones culturales en su casa. Ella está comprometida con Rudi Wilderhaus, un descendiente de los fundadores de este principado eclesiástico, cuya fortuna y buen nombre salvará la ruinosa situación económica del padre de la chica.

“Así son las cosas, ¿no?, cuanto menos amor les pongas más parecidas se vuelven. Es como las historias, aunque todos las conozcan, si las cuentas con amor, no sé, parecen nuevas. Bah, digo.” La frase del organillero es pertinente para contrastar la ultra esquemática alusión inicial con la novela que escribió Andrés Neuman, porque este autor argentino nacido en 1977 y radicado en Granada se inventó aquí la ciudad de Wandernburgo, la situó y recreó en la Alemania postnapoleónica y proyectó sobre el ideario del romanticismo alemán una serie de discusiones sociales, políticas y literarias que enseguida suenan muy actuales, de plena vigencia, tanta que se aprecia el descoloquedefasaje respecto de los imaginarios de aquel lugar en aquella época (1827, ha dicho el escritor). “Lo que cada lector sea capaz de creer depende también de su imaginación, no sólo del lenguaje”, le dice Hans al rancio profesor Mietter en el salón. Además de una ambientación fabulosa del cotidiano, Neuman trajina un estilo que remite a cierto refinamiento de vocabulario a la antigua (“recupera el aliento de la narrativa del siglo XIX”, destacaron los jurados premiadores) en la que se filtran guiños y giros lingüísticos modernos con humor, ironía y sutileza.

Pero ¿por qué es intachable, el Hans? O bienpensante. A saber: tiene buen talante, ausculta con agudeza las cadenas del poder, es educado y honesto, distingue injusticias sociales y la explotación de los trabajadores, da cuenta de las formas que asume la alienación, se burla de los fastos y las apariencias (el careteo de hoy), cuestiona la discriminación a la mujer, se garpa lo suyo con su trabajo independiente, está al tanto de qué pasa y qué pasó en materia política e histórica, su sensibilidad le hace honor a la belleza, al arte, a la amistad, al amor. Otra vez: la enumeración no le hace justicia al despliegue, a lo largo de la novela, de una forma de ser y actuar que dan cuerpo al personaje. Hay, sin embargo, una proyección de lo que sería –en ámbitos progresistas, pongamos– el pensar bien entre el presente, aquella Alemania y un pasado personal al que, en la narración, Hans no alude. Su pasado es lo que leyó, lo que sabe. Y eso se sigue nutriendo con el viento, con algunas compañías, con cierta música. Con la traducción de la poesía.

Hans conoce y trata a una serie de wandernburgueses que resisten como prototipos el viaje en el tiempo: el cura vigilante y manipulador, el trabajador agobiado, el matrimonio en cortocircuito, el posadero pachorra, el compinche acomodado y algo vencido. Un fresco social. Desde las opiniones de los participantes del salón Neuman revisita obras, idearios y estéticas de Novalis, Goethe, Fichte, Schlegel, Schelling; por otra vertiente, a partir de las traducciones que a solas encaran Sophie y Hans surgen las páginas de Victor Hugo, Lamartine, Lord Byron, Keats, Leopardi, Juana Inés de la Cruz, Quevedo, Bocage. Lo extranjero y lo nacional, la tradición y la vanguardia, las jerarquías y la horizontalidad, la obligación y el placer, lo íntimo y lo público, son algunos de los pares que se tironean en el transcurrir de las páginas a medida que se acerca la fecha de la boda.

“¡Mercado, puro mercado!”, se queja, un viernes, el profesor Mietter. Que hay demasiados libros, dice. Un rato después Hans opina, al explicar por qué no le gustan las novelas históricas, que “el pasado no debería ser un entretenimiento, sino un laboratorio para analizar el presente”. Que es imposible reproducir realmente el pasado, su lenguaje, sus sentimientos. Y es por ahí donde se intuye un viaje, también, entre Hans y Neuman: sus formas de ver el mundo, la literatura, la historia.

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