RESCATES
La reedición de Enero, la primera novela de Sara Gallardo, es un oportuno retorno a un gran texto en su brevedad y fuerza. Además, significa un modo de entender la cuestión de clase tan presente en toda la consideración que se hizo de la obra posterior de la autora y en la apreciación de su figura cautivante para Murena, Mujica Lainez y tantos otros escritores que la admiraron.
› Por Claudio Zeiger
Enero
Sara Gallardo
Capital Intelectual
101 páginas
La primera novela de Sara Gallardo, escrita a mediados de los años ‘50 y publicada en 1958, mantiene aún intactas (y perceptibles en la relectura que propone su reedición en la colección Los Recobrados, dirigida por Abelardo Castillo) las señas de identidad que la singularizaron entonces, y también la atendible distancia con el giro que sufriría la obra de la autora en sus textos considerados mayores, como Eisejuaz o El país del humo. Enero, sin ser todo lo contrario de dichos libros, es una obra precisa y equidistante de las búsquedas idiomáticas posteriores y a la vez vino a dar en el blanco de lo que en la imagen pública de la escritora, en la cuestión de la crítica (considerarla una figura postergada o fuera del canon, reivindicarla como objeto de culto) y en la consideración de algunas alianzas personales íntimas y literarias –Murena, Mujica Lainez– se constituyó en el corazón del asunto: la cuestión de clase. O por decirlo en términos más abiertos y sinceros: ¿cómo ser un escritor rico sin llegar a ser ofensivo o impúdico?
Bastante se insiste en “la cuestión de clase” cuando se habla de o se recuerda a Sara Gallardo. Y no es para menos: clase e historia. A diferencia de colegas mujeres de su segmento como Beatriz Guido o Marta Lynch, cuya pertenencia aristocrática pudo haber sido controvertida y también se enturbió en el trato con el dinero y el bestsellerismo, Sara Gallardo Drago Mitre estaba emparentada directamente con Bartolomé Mitre y fue la nieta del naturalista y ministro Angel Gallardo. Su real pertenencia al patriciado y al mundo del campo argentino no la llevó a plantear los dilemas rurales de la clase alta sino (como se aprecia muy bien en Enero) a aprovechar ese universo de experiencia para hacer una indagación en el otro campo, el de los puesteros que sostienen el trabajo en la estancia, el de los marginales del campo –los indios, las curanderas, los alucinados, los opas–, el de las mujeres sujetas a la violencia, el alcoholismo y la sensualidad viriles.
De un embarazo y un (posible) aborto trata, en forma sencilla y clara, Enero. De una toma de decisión en un tiempo de espera que parece atornillado en su propio centro. Nefer, hija del puestero, queda embarazada de un hombre al que apenas cruzó en un baile en el galpón. Puede tratarse de una violación más o menos disimulada, un forzamiento, y también de un acto de despecho, pues Nefer está enamorada de otro hombre que no la registra, o al menos anda con otra. En el arranque de la breve novela, hay una observación aguda cuando, sentada a la mesa, Nefer estima que en poco tiempo le será difícil pasar de costado por el banco hasta ocupar su sitio en la mesa. Así nos enteramos del embarazo. Después se anticipa la verdadera esencia del conflicto:
“¿Qué puede hacer una chica, sola en el campo, en un campo tan ancho y tan verde, todo horizonte, con trenes que se van a ciudades y vuelven quién sabe de dónde?” “Las ricas son otra cosa. Su madre había dicho: `Estas son todas así, se revuelcan con cualquiera pero nadie se entera. Se las saben arreglar’.”
Hay una línea bastante directa entre este libro de Sara Gallardo y obras de Benito Lynch, aunque haya depuración de elementos naturalistas, de reproducción del habla rural, no porque los personajes no dialoguen, pero el tiempo y el espacio de Enero se sitúan en un justo equilibrio entre la representación realista cabal y opciones posteriores de escritores que se acercaron al campo para enrarecerlo, volverlo ámbito extraño o artificioso. Gallardo logró en este libro una limpieza en el trazo, una captación sensible de lo que está pasando, sin caer tampoco en el explícito objetivo de una literatura femenina. Lo que le sucede a la chica es tan opaco, tan natural y tan inevitable, que poco y nada invita a la reivindicación. Y la madre, que podría ser su comprensiva aliada, en representación de otra mujer (la patrona), se convierte finalmente en el vehículo de la “solución” al drama, sorpresiva celestina que evita la catarsis de violencia final pero a un precio incalculablemente amargo.
Hoy es posible pensar este texto moderno en su austera profundidad junto a Patrón de Castillo, por ejemplo, o a pinceladas de Briante, una visión poético-social que, en verdad, Sara Gallardo exploraría cada vez más en obras posteriores, radicalizando la escritura a medida que pasaban los títulos.
Salirse de su clase para escribir era un poco el consejo, la orientación que le recomendaba seguir Murena, su segundo marido, con quien formó una pareja de fuerte potencia intelectual. Salirse de una literatura de clase podría entenderse lo que ensayó Sara Gallardo ya en Enero, anterior en su vida a Murena. Enero anticipó esa cuestión de clase latente en el derrotero de la escritora. Sin ofensa, sin impudor, y también sin subrayados “populares” que vendrían a dar una imagen falseada de sí. Enero, título afortunado si los hay para un comienzo, mantiene fresco el misterio de una rara perfección lograda tan temprano y más allá de que la escritora haya decidido más adelante luchar contra los fantasmas de un lenguaje, una clase, una historia argentina.
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