Domingo, 12 de julio de 2009 | Hoy
En su nueva novela, John Berger –el autor de Puerca tierra– arma una historia epistolar entre una mujer y un preso político, donde el juego es hablar de política sin perder el lirismo.
Por Juan Pablo Bertazza
De A para X
John Berger
Alfaguara
198 páginas
Un autor alcanza la libertad para escribir una vez que encuentra su obsesión; una obra se libera cuando queda limitada a un tema y recorre cada metro cuadrado de esa superficie, cada recoveco. Y es la libertad (en toda su explosión de sentidos) la gran obsesión de John Berger, el escritor inglés –pero también crítico de arte, periodista, pintor y guionista– que se fue de su país, en los setenta, porque “no me sentía en casa y me daba cuenta de que mi conducta espontánea, mi forma de hablar, mi lenguaje corporal producían vergüenza en los demás”; y que, antes en el tiempo (exactamente a los 16 años) se escapó del St. Edward’s School de Oxford para estudiar Bellas Artes, aunque, según se encargó de aclarar, el motivo principal de su huida fue ver mujeres desnudas.
Pero sobre todas las cosas, el más profundo vínculo que hay entre la libertad y Berger –quien habló de las barreras, las fronteras y los muros que levantan los ricos mucho antes de que su proliferación se convirtiera en una verdad al alcance de la mano– pasa por haberse erigido en un verdadero denunciante-testigo de la globalización, la injusticia social y la pobreza –“la desesperación invicta”, tal es el término que acuñó– sin dejar de pulir por eso el brillo de una literatura tan realista como original, tan comprometida como diferente y despojada de cualquier a priori, de cualquier verdad predeterminada. A tal punto que Berger pertenece, sobre todo, a ese grupo de escritores capaces de desmentir aquello de que la innovación artística va de la mano del conservadurismo político.
Amigo del escultor Henry Moore, marxista sin credencial (pero todavía marxista a una edad en que casi todos dejan de serlo), a los ochenta y tres años, Berger dio con la novela –más preciso sería decir el libro– en la que no sólo continúa dándole rienda suelta a su obsesión por la libertad sino que incluso lo hace desde sus antípodas, generando así una dialéctica que mucho tiene de broche de oro de su obra, si uno no supiera que pronto, muy pronto, Berger va a aparecer con otra novela –más preciso sería decir otro libro– en la que seguramente volverá a girar la tuerca.
De A para X –título que, además de abreviar los nombres de los protagonistas, parece simbolizar el paso de lo conocido a lo oculto– es una historia armada con las cartas que A’ida –una mujer farmacéutica que va envejeciendo y rejuveneciendo en espiral a medida que escribe porque, entre otras cosas, las cartas no aparecen ordenadas por año sino sólo por meses y días– le manda a Xavier, más preso político que cualquier otro preso, ya que es doblemente privado de su libertad por una doble cadena perpetua impuesta por ser sospechado de terrorista. Si bien no se incluyen las respuestas de Xavier en el libro, sí aparecen algunas de sus reflexiones políticas escritas al dorso de las cartas de ellas, que incluyen citas a personalidades tan diversas como Chávez, Eduardo Galeano y Johnny Cash. Entre las cartas –encontradas, según explica en la ficción, por el propio Berger en la celda 73 de una cárcel de alta seguridad– hay algunas que nunca llegaron a ser enviadas, y sin embargo la marca de la libertad radica justamente en trascender la frase de Lacan, según la cual toda carta llega a destino, para llegar así al destino deseado usando la carta como medio. No sólo encubriendo información de activismo político con juegos de canasta y otras supuestas nimiedades, sino también haciendo política con palabras armadas de un lenguaje exquisitamente poético –entre Benjamin, el Barthes de Fragmentos de un discurso amoroso y la poesía de Lawrence Durrell– capaz de inmiscuirse entre las fronteras de cualquier prisión. Es que, especialmente en De A para X, Berger logra consolidar un estilo de frases que, al mismo tiempo que son hermosas, también son verdaderas: “lo que se hace querer es lo imperfecto” o “de joven no me importaba tanto ser analfabeta, porque la gente hablaba de las cosas importantes, pero hoy tenés que saber leer para enterarte de lo que se está decidiendo en silencio”.
Mientras A’ida va mechando sus inusitadas anécdotas cotidianas con conocimientos poético-científicos sobre almendras, caracoles, fármacos y otras yerbas con distintas promesas y dibujos de manos, la misma densidad de las palabras (que son también tonos, en un sentido tanto cromático como musical) va desarmando la rígida distancia que hay entre remitente y destinatario: si un día un chico se acerca a ella para preguntarle si no vio a un gato, con el tiempo un gato va a aparecer misteriosamente en el patio de la prisión. Pero cada simetría aparece siempre postergada por otros relatos, como en delay.
Además de escribir sobre la libertad en una serie de cartas de amor, de locura y de muerte en un contexto de encierro muy poco contextualizado espacio-temporalmente, la verdadera marca de libertad de Berger está en haber construido a la perfección la voz de una mujer fascinante. Y, se sabe, ser otro significa también ser un escritor libre.
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