› Por Miguel Rep
Su último libro, Hablar mestizo en lírica indecisa es, por un lado, inequívocamente tradicional y, por el otro, revulsivo, expresionista, corrosivo muchas veces. Lo puro y lo impuro quebrados por el desasosiego y la insatisfacción. ¿Cómo llega a eso?
–En los años ‘60, cuando empecé a escribir, la poesía argentina estaba atravesada por órdenes, mandatos, consignas. Tiene que... Tenés que... Tiene que cuidar la forma, estilizar, elevar el tono, ninguna irrupción alocada, ninguna desmesura, nada de hojarasca, el buen gusto por encima del desorden. O, en la otra vereda: tenés que estar comprometido, denunciar, testimoniar, militar, dar cuenta del progreso inevitable, esconder tus ramalazos subjetivos, tu cordura debe estar al servicio del hombre nuevo. No voy a objetar estas posturas. Con cualquiera de ellas se puede escribir buena poesía. Sin embargo, tanto acatamiento al modelo decantado de armonía pasiva, tanta invasión del deber ser para la historia... Seguramente ninguna de estas instancias pegaba con mis incertidumbres, fácilmente compatibles con la desesperanza, ni con la magra convicción de sentirme epígono de algo o portador de un mensaje que se creyera –digamos– redentor. De esa zona gris, titubeante, de esta identidad histórica poco confortable, nace este hablar mestizo, esta lírica indecisa.
Muchas veces manifestó su admiración por José Leonidas Escudero, Carlos Mastronardi y Francisco Madariaga, poetas de mucho paisaje. ¿Cuál es el suyo, cómo es, o era, su paisaje?
–Lomas del Mirador, un paraje bonaerense, entre Ramos Mejía y San Justo. Allí viví buena parte de mi infancia y juventud. En los años ‘40 era llanura, luego una empresa inmobiliaria lo convirtió en lotes de los cuales mis padres compraron uno, a pagar en cuotas. En ese pedazo de tierra llena de yuyos, apenas desmalezada, apareció nuestra casa, primero los cimientos, luego una pieza, la más grande, luego otra, cocina y baño, y finalmente el cerco. El piso era un mejorado de porland. Ahí nos fuimos a vivir, papá, mamá, mi hermano y yo. Al lado estaba el potrerito. Saltábamos la tapia y el infinito era nuestro: cuatro palos eran los arcos, y a correr, a driblear, a patear la pelota que nunca faltó. Aquí y allá, diseminadas desordenadamente, aparecieron otras casas, fragmentos de casas, como la nuestra, casas como bocetos, líneas macizas pendientes de su culminación. El metro de arena, la pila de ladrillos, baldes, palas, todo era abstracción de una solidez que nunca acababa de alcanzar su forma definitiva. Detrás de uno de los arcos, los muchachos mayores, ajenos al partido de los pibes, le daban a la timba.
La perdición
–Sí, en aquellos años la timba era la perdición.
¿Hasta qué edad vivió en Lomas del Mirador?
–Hasta los 26 años. Luego viví en muchos barrios, siempre de la Capital, barrios de los que casi no me acuerdo.
Pictóricamente hablando, su poesía me recuerda cuadros de Hooper mezclados con Santoro.
–La de Hooper me parece una escena algo desnutrida, melancólicamente civilizada. Me siento más cerca de los gigantes descamisados de Santoro luchando contra el gorilaje oligárquico.
Su poesía alude muchas veces a ese lugar de clase obrera, clase media baja, con una paleta más bien descolorida, ocre, oscura, casas desparejas, un horizonte mullido de calles de barro y el cielo enorme, a veces luminoso de sol y frecuentemente tendido como una amenaza. Y la marginalidad, tan presente en Hablar mestizo, hecha voz personal, tan poco sociológica y a la vez existencial. ¿Cómo le llegó, o es un invento, un simple recurso literario?
–La vida marginal, esto es, la relación directa entre miseria, desocupación, hacinamiento y acto delictivo o criminal no tenía por entonces la magnitud de estos últimos años. Había pobreza, pero había trabajo. Veníamos del peronismo, con una clase media expandida y con proyectos de estudio para sus hijos. Con mucho esfuerzo y sacrificio la casa propia era un bien alcanzable. La desigualdad no tenía la proporción monstruosa que tomó luego de años de dictaduras militares y democracias formales. La marginalidad se nos fue viniendo encima como una degradación del capitalismo. Hace tres años tuvimos con mi hermano una experiencia fuerte. Ibamos en coche a la cancha de San Lorenzo, nos confundimos de calle y nos metimos en una villa. Tres tipos nos cortaron el paso: nos robaron, nos insultaron, nos humillaron, nos dejaron medio en pelotas mientras los vecinos –gente de familia a la hora del almuerzo– miraban la escena con indiferencia y risitas sarcásticas, como si se tratara de un hecho habitual. Varios meses me duró la pesadilla, la nocturna y la diurna; mi cabeza vengativa elaboraba escenas de crimen donde yo me convertía en una especie de terminator que los mataba a todos, uno por uno, luego de someterlos a prodigiosos y enfermizos actos de tortura. Cuando me calmé apareció la escritura. Yo era como ellos, o peor. El idioma de esa realidad empezó a gozar en mí, a desplazarse con total desinhibición, el maridaje turbio con el registro alto de mis lecturas predilectas: Virgilio, Catulo, Dante, Quevedo, Góngora, Garcilaso, Cervantes, Vallejo. El “idioma en estado de turbulencia” (debo esta descripción a Pablo Montanaro) empezó a congregar voces de la poesía gauchesca, del tango, del lunfardo, del español marginal del Medioevo. No fue algo deliberado, tampoco azaroso. Mi mazacote mental se convertía en mundo.
Su abordaje de la poesía no es cauto, es desmesurado, audaz y no desdeña lo abundante, eso dice en un poema: “demasiado gorda, / demasiado voraz, / demasiado cariñosa”.
–Yo necesito volumen, soy un materialista insano, pendenciero. De ahí mi devoción por Quevedo, que hace de las sensaciones (y de la diatriba) una fiesta del idioma, apelando a la elocuencia marginal para denunciar la hipócrita incompletud de las apariencias. Quevedo no buscaba el límite ordenador de lo sensible, no quería las cosas y las palabras en el lugar asignado, las desbocaba, y la perfección de su arte daba la forma, haciendo de esa irrupción un estallido de lo deforme.
Y el silencio, ¿no le seduce ese silencio al que apelan tantos poetas ante la fatiga de las palabras?
–El silencio es muerte. Está en todas partes, entre una palabra y la que le sigue, entre un verso y su continuación, entre estrofa y estrofa, entre un poema y el de la página siguiente. En ese sentido, “lírica indecisa” se propone como métrica jadeante, incapaz de consolidarse en un lugar, de reposar, de congraciarse con el dispositivo formal obtenido. Apenas reposás se te viene el silencio, la muerte.
Y entonces escribe: No pezuñes, calavera,/no dentrés desqueleto ni te arrimes,// ya delaquí membleman chacinado/y si curtido rumio pa’l desangre,/docenao que me sé me juego más,/no importa que pezuñes, calavera,/yo me curto sin fe yo no parroquio,/ ni carnadas del cielo me apetecen.No le deja ningún lugarcito a lo invisible, al silencio que se le arrima.
–No estaría mal como propuesta, una propuesta irónica, desesperadamente inútil, desenterrar de nosotros lo invisible, dejar que juegue, que tenga su tarde de colores. La poesía también es eso, desenterrar del silencio, de la muerte, del “Oscuro transparente”, la trama del cuerpo que día a día se nos va.
En varios de sus poemas habla de una voz, un murmuyo (así, con “y”) que monologa dentro suyo, como escarbando.
–Es la cabeza, la cabeza siempre habla. No es audible lo que dice. No tiene sonido ni signos que dibujen su procedencia idiomática. Es algo que habla y habla, una especie de sangre siempre dispuesta a derramarse, a salir de su encierro. Cuando hablamos, cuando pronunciamos palabras, impostamos esa voz, del mismo modo que al escribir impostamos de la materialidad fónica alguna peregrinación musical. Escribir es, entonces, colocar la voz, volver a encerrarla, pero esta vez en el papel. Es como atrapar el despliegue, cierto suceder de lo constante.
¿Dónde queda el sentimiento en todo esto, la emotividad? Pienso en Oliverio Girondo, que se nos aparece como ejemplo de la pura creatividad, demoler y construir. ¿Esto es obra del sentimiento o de una especie de experimentación consciente y, si se quiere, fría?
–Nuestra percepción de las cosas es siempre sensible, lo que vemos y pensamos ocurre en un cuerpo. El espíritu, el alma, si es que existen, operan, se manifiestan como actitudes del cuerpo: gritan de dolor o se cagan de risa. En ese sentido, más fríos, más tibios o más ardientes, siempre somos sentimiento, emotividad. A mí me conmueve el recuerdo del saccone de mi padre y el masticar vacilante de mamá tanto como un poema de Vallejo o ciertos pasajes del Quijote o de la Fenomenología del espíritu de Hegel. En cuanto al acto de escribir, el solo hecho de plantarse frente al vacío blanco de la página implica un acto de pasión, algún corrimiento de lo neutral (¡tantas horas de la vida se nos van en pasatiempos neutrales!) hacia lo fantástico, lo pavoroso, lo inusual y sorprendente de estar aquí, en el mundo, apegados a las cosas o como bolas sin manija, de barriga, como decía Vallejo, pero estar. El sentimiento piensa y la inteligencia siente (perdón por la banalidad). La cuestión, como siempre, es el alcance, la temperatura.
¿Y cuál es su temperatura?
–El café bien caliente, el tabaco liviano (pero mucho tabaco) y el licor intenso, más alcohólico que dulce. Los tres a la vez, y la reminton, cercana y sensual.
Sí, es como cuando dice: “Nochero de mi reminton me doy/ con todo el sinsabor a darle lustre//el pucho entre mis dedos compañero/y el trago de licor que baja lento/por la cueva senil de las palabras // ni triste ni feliz, no me retiene/ni multitú ni canon ni teoría/solo, con mi compás, desaparezco.
–Gracias por recordar este poema. Lo completo con el último verso de otro: “hiato que soy, me mando sin teoría”. No se me ocurre escribir poesía desde la teoría, desde un reglamento o arte poética concebidos previamente, o glosando filosofías de turno, con el manual a la vera del papel. Tampoco con imposiciones estéticas de cuño patronal: sustantivos sí, adjetivos no; ninguna metáfora, ninguna imagen, escasa emotividad, idioma neutro, objetivismo, distancia; rizoma sí, árboles no; todo muy contenido, muy despojado, no sea cosa que la grasita afectiva te ponga sentimental; ninguna musicalidad, ningún vuelo rítmico, ningún contubernio con la métrica. El poema, tal como yo intento escribirlo, no tiene estas prevenciones, avanza como un gran animal, sin saber adónde va, sin siquiera saber que va, un inmenso animal ajeno al orden de la granja, recluido, exiliado, un animal que resopla su métrica imprevista, enquistado en la tierra de su idioma.
¿Cómo se siente en relación con la estética de su tiempo? ¿es consciente de esa escena imprevisible, tan expuesta, tan personal, siempre de cuerpo presente, que aparece en sus poemas?
–Muchas veces me satirizo, el endecasilabero me llamo, siempre meando desde el tarrito de mi yo. Lírico, pero indeciso. Lírico de identidad fluctuante, imprecisa, como de alguien que desconozco pero estalla conmigo. Entonces compongo personajes que hablan de un yo compartido entre mi suburbio interior y cierto yo más o menos consolidado. Así las cosas, sin ánimo de dramatizar, de algún modo me siento inactual. De hecho, recurro a impostaciones que tienen que ver con Magaldi, Centeya o Goyeneche, no con Calamaro. No se trata de nostalgia, uno siempre está partido por la historia, pero no tengo autoestima suficiente para sentirme rompedor de nada. Hablar mestizo está escrito en dialecto, es decir, me escondo, la jerga me oculta del comercio habitual de la lengua. No me hace sociable, comunicativo, ni siquiera progresista y menos aún políticamente correcto. Hay algo incorregible en el animal de mí que se atreve con la poesía. Lírica, entonces, que se tuerce, sin aire para remontar hacia la luz.
Un tema frecuente en su libro es la historia. Uno siempre está partido por la historia, acaba de decir. Cada poema de su libro es una pequeña historia con un personaje atravesado por la historia general, en un entramado muy poco hospitalario. ¿Hay fatalismo en su poesía?
–Es posible, quizá no pueda quitarme la presunción de que, de un modo u otro, estamos siempre embarrados por la porquería que triunfa, como si cierta determinación cruel guiara el curso de la historia con independencia de la voluntad de sus protagonistas, de una parte de sus protagonistas, al menos. En mi libro anterior, Lomas del Mirador, un texto –Riachuelo– traza una épica, la idea de un 17 de Octubre permanente, una sublevación permanente. Los excluidos, alojados en el lado bárbaro, incivil, del país, una masa de gente desestimada, sobrante, subalimentada, intenta cruzar el Riachuelo y acceder a los beneficios de la ciudad luminosa. Como suele suceder, son repelidos por un ejército sofisticado e impaciente. Pero la invasión no se detiene. La gente es asesinada, pero más gente avanza y avanza, no deja de avanzar y ser vencida, permanentemente vencida por un ejército que especializa cada vez más sus métodos de purga y rastrillaje, gente que brota incansable del agua sucia del Riachuelo fatalmente repelida por un ejército cuyo poder de eficacia crece cuanto más se lo pone a prueba. Algunos logran atravesar el fatídico río. Pero esto enfurece aún más al represor, que extrema sus métodos de masacre con tecnologías súper sofisticadas y multiplica los envíos hacia la orilla marginal de los excedentes inutilizables del feudalismo democrático. Esta es para mí la escena histórica básica. Cambian las circunstancias, cambia la deformidad del dolor, cambia el encierro y cambia el discurso aleccionador; también cambia la astucia de la razón y sus argumentos. Pero el espectáculo es básicamente el mismo. El crimen siempre se traga la dialéctica.
Y está el fatalismo que nos lleva al hoyo. “La Güesa, la Cierta, la Calva, la Muerte”, dice en un poema.
–El hablar popular, y más aún el marginal, conjuran lo ominoso bajo el disfraz de palabras, qué sé yo, atenuadoras. Es como distraer a la muerte, hacerle una gambeta, una morisqueta burlona, reírse de ella para mantenerla alejada.
¿Está atento a las novedades o relee?
–Releo, sí. Además, durante ocho años edité con Ricardo Herrera una revista, Hablar de poesía. Argentina es un país de grandes poetas, algunos reconocidos, otros injustamente relegados, como Horacio Pilar, Federico Gorbea, Raúl Santana, Hugo Savino. Leo con mucho placer los ensayos de Kristeva, Grüner, Ritvo, Jinkis, Diego Tatián. Leo los textos escondidos, inéditos, de Lucas Fragasso, Aquiles Ferrario. De escribir novela, haría un Narrar mestizo con Gusmán, Raschella, Chejfec, Cohen, Muxica.
De no escribir poesía, ¿qué le hubiera gustado hacer?
–Me parece que cantar, ser un cantor nacional. O tocar el bandoneón. Y ya que estamos, ¿por qué no pintor? Entonces podría mestizarme con Stupía, De Marziani, Gorriarena y Santoro.
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