Dom 26.07.2009
libros

Romper a hablar

› Por Raúl Santana

Cuando Luis Tedesco me invitó a ser uno de los acompañantes en la presentación de su libro confieso que me inquieté. Recién había comenzado a conocer algunas partes de su Hablar mestizo, todavía tenía presentes las magníficas páginas de Lomas del Mirador, su último libro y además conozco su trayectoria como para saber del vasto territorio verbal que Tedesco construyó a lo largo de su obra. Hasta qué punto –me dije– mis palabras podrían arrojar alguna luz sobre este libro cuya elocuencia no precisa de otras. Como sucede con todo ensayo o presentación de un poeta, uno se siente obligado a encontrar pluralizaciones de lo que es singularidad irreductible. Apenas me adentré en el libro vinieron a mi mente como una llamada los versos del poeta arábigo andaluz Al Dimasqi. “Toda lengua quisiera ser almohadilla de su aguja cuando termina de bordar los vestidos rayados. Cuando tuerce el hilo, el hilo tuerce mi corazón. Ojalá mi corazón pudiera seguirla lo mismo que el hilo.” Sentí que este deslumbrante juego entre la lengua, la aguja y el corazón me facilitaban un buen ingreso a las dicciones de hablar mestizo en su lírica indecisa.

La potencia de los poemas de este libro surge de un oscuro núcleo sentimental, ya presente en libros anteriores, pero que ahora alcanza su culminación. Con voces que entran y salen objetivando, celebrando, denostando o ironizando, Tedesco dice la mala y la buena vida de los márgenes y el centro, de amores y desastres, con un sostenido tono que asiste su garganta en el cruce inexorable de sexo y muerte, a lo largo de las cuatrocientas ochenta páginas del libro.

Y debo aclarar que estas expresivas visiones no son un mero registro de la existencia cotidiana de las tribus argentinas, sino una elaborada constelación verbal donde Tedesco alcanza las formas que hace vivir y convivir en sus versos haciendo titilar esta vida que canta en falsete y desentonando; cabalgata incesante que puebla –como tantas veces refiere el poeta– nuestro paraje democrático. Creo que pocas veces en la poesía argentina la marginalidad, el desamparo, el amor, el odio, el resentimiento, el crimen, la valentía y la traición, se han expresado como en estos versos donde a la voz del poeta se suman otras máscaras para hacer estallar el lodo contra las páginas.

Ocurre que Luis Tedesco, “alejado ahora de la minuciosidad de su rastro, de la lógica madre de los hechos”, advino un nuevo huésped de sí mismo para producir la certeza –ambicionada por todo poeta– de romper a hablar. Es decir ha forjado su lengua dentro de la lengua que –como la aguja del poeta arábigo-andaluz antes mencionado– tuerce su corazón.

Aboliendo la convención temporal del idioma castellano, el poeta se nutre de arcaísmos, de formas donde se escucha la estructura del verso latino, de la gracia, el conceptismo y la picaresca quevediana, de las cazurras dicciones de la tradición de escarnio y mal decir, de las violaciones a la lengua y a la sintaxis, tal como hizo ese hermano mayor César Vallejo, medio indio y medio gallego, que se expresó como tantas veces se expresó América, con aquella fuerza oscura que se despliega en un sentimiento que a veces se hace lengua, otras idiolecto, cuando no puro sonido y furia. Y no faltan en la inspirada conjunción verbal de este libro el habla popular con sus giros arrabaleros, o el lenguaje que emerge directamente de la publicidad y las modas lingüísticas impulsadas por la informática y la telemática. El juego poético se amplía cada vez más con las formas gauchescas monologales, el lunfardo o los ecos del tango y la milonga desarrollados en el largo poema Almas del suburbio, donde el poeta despliega un folletín en verso.

Pero el uso de formas a las que se entrega Tedesco no son un alarde erudito de dicción verbal, sino una apasionada toma de partido por esta elaborada versificación llena de matices, reflejos y sobresaltos que adquiere un raro e intenso sentido al confundirse con lo más vivo del presente. Se trata de una lengua forjada para no disminuir nada. Cito un poema del apartado “lírica indecisa” que me parece todo un programa:

No decís beyeza, no decís luz,
Ni alegría, ni bien, ni sentimiento
No decís alma, no se te desliza

Una imagen, un débil adjetivo,
El copioso dolor espiritual,
No pronunciás ninguna palabrita
Que lejos, muy lejos, intensamente
Lejos timbale trinos ensamblados,

Tu voz apesta como apesta el mundo.

Esta voz que como el mundo apesta conlleva una proclama: someter la lengua a la misma desfiguración que lo evocado. Al respecto es oportuno recordar un fragmento de Ezra Pound de su libro El arte de la Poesía: “el que sienta el divorcio entre la vida y su arte puede, naturalmente resucitar formas olvidadas si en ellas se encuentra alguna levadura, o si cree ver en ellas algún elemento del que carece el arte contemporáneo y que pueda unir nuevamente el arte y su sentido: la vida”.

Hablar mestizo en lírica indecisa con sus violaciones y secretas conmemoraciones a las piedras doradas de la vieja poesía, con el espesor semántico de su rico y heterogéneo vocabulario, se transforma en un territorio que sumerge en un halo de atemporalidad a quien se decide transitarlo, pues en este sur atormentado, rompiendo con la convención temporal de la lengua, el poeta erige un espejo incandescente en el que, no dudo, debemos reconocernos.

Por último, agradezco el goce y el privilegio de haber asistido con la lectura de este libro al desdoblamiento de una subjetividad excepcional que, en estos momentos de vaciamiento, propone desde su escritura un deslumbrante recorrido por nuestro legado histórico y por nuestra herencia simbólica.

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