Domingo, 2 de agosto de 2009 | Hoy
Jamaica Kincaid es una escritora nacida en las Antillas, en la isla St John, Antigua, que llegó a ocupar un lugar notable en la cultura de Nueva York desde que recibió un fuerte espaldarazo de William Shawn, el legendario editor de The New Yorker. Su literatura se caracteriza por un original y por momentos muy duro cruce entre la ficción y lo autobiográfico. Prueba de ello son precisamente los dos libros que Capital Intelectual acaba de incorporar a su colección “Narradoras de orillas lejanas”: Autobiografía de mi madre y Mi hermano, testimonios de unas vidas ásperas en el contexto de las colonizadas “perlas del Caribe”.
Por Luciana De Mello
A Jamaica Kincaid se la empieza a leer desde el nombre que ella eligió para sí misma. A los veinticuatro años, cuando hacía rato que había dejado de vivir en las Antillas y ya era columnista estable en The New Yorker, Elaine Cynthia Potter Richardson decide reescribir su nombre y con él su vida. Lo usa de Jano bifronte: el autonombrarse es un gesto de liberación de lo que le han impuesto, pero a la vez abarca la compleja identidad que la define como mujer caribeña. Su nombre es el de la isla que más enfrentó al imperio británico, unido a Kincaid, un apellido común entre el mundo de habla inglesa. La voz de Xuela Richardson, su personaje de Autobiografía de mi madre, es tan contundente como la propia Kincaid: “El impulso de la posesión está vivo en todos los corazones; hay quien elige altas montañas, hay quien elige extensos mares y quien elige un esposo; yo elijo poseerme a mí misma”.
Autobiografía de mi madre y Mi hermano son dos de los libros que más repercusión alcanzaron en la obra de Kincaid y los primeros que la editorial independiente del país vasco, Txalaparta, ha reeditado en un proyecto que tiene como objetivo traducir y publicar en castellano la totalidad de su obra. En la Argentina, Capital Intelectual ha decidido incluir ambos títulos en su colección “Narradoras de orillas lejanas”. Publicar o no a un autor siempre es una decisión, pero en el caso de Kincaid es toda una toma de partido. Y no puede ser de otra forma: la literatura de Kincaid no es pasatista, no es fácil de asumir, ni de digerir, ni –a pesar de su lenguaje de recursos económicos y directos– tampoco es del todo fácil de leer. Su mirada es tan corrosiva a la hora de hablar sobre los estragos del imperialismo británico, como cuando describe a sus hermanos antillanos, su odio entre sí, su falta de solidaridad y compasión. Sus libros molestan porque no plantean oposiciones binarias tranquilizadoras sino que trazan, en toda su complejidad, las contradicciones que habitan en el ser humano y que se extienden más allá de las relaciones de género, de clase o de raza. Sus libros hablan sobre la miseria, la pérdida y la soledad en todas las formas de la existencia. “No escribo para nadie en particular”, dice Kincaid. “Escribo guiada por la desesperación. Me siento con la obligación de escribir, y hacer que todo cobre sentido para mí misma, para no terminar diciendo cosas como soy negra y me enorgullezco de ello.”
Y lo hace, escribe desde la única perspectiva que conoce, y que por lo tanto le permite ser sincera con su escritura: la de las minorías. Minoría en cuanto mujer, caribeña y negra africana. Jamaica Kincaid escribe sobre lo que significa vivir y mirar el mundo desde Antigua, esa cárcel de injusticias que los paquetes turísticos venden como un viaje al paraíso terrenal. Y Antigua queda justamente ahí, en esa región a la que sus colonizadores bautizaron como “La perla del Caribe”.
Jamaica Kincaid nació en 1949 en St. John, Antigua. Su madre es de origen caribeño y su padre, al que nunca llegó a conocer, era afro-escocés. Esa mezcla que lleva en la sangre –del vencedor y el vencido al mismo tiempo–- es lo que dará forma a varios de los pasajes de Autobiografía de mi madre. La relación con su madre fue armoniosa hasta que la familia empezó a crecer, y el hecho de ser la única hija mujer la convirtió en un peligro ante los ojos de su progenitora. “Vas a tener diez hijos de diez hombres distintos”, le repetía su madre hasta el cansancio. Pero Jamaica escapó temprano de los presagios de su madre. A los 17 años estaba llegando a Nueva York para trabajar como niñera en una de las áreas más exclusivas de Manhattan, donde estudió fotografía y comenzó a escribir para revistas de adolescentes. No pasó mucho tiempo hasta que el legendario editor de The New Yorker, William Shawn, le propusiera editar un libro de relatos con los artículos que ella escribía en su columna: “A Talk of the Town”. Esta legitimación por parte de quien fuera el editor de Capote, Salinger, Updike y Cheever –por nombrar sólo a algunos de tantos otros– marcó un antes y un después en la vida de la autora, que años más tarde contraería matrimonio con uno de sus hijos, el escritor y compositor Allen Shawn. “Fue William Shawn quien me mostró cuál era mi voz. Yo comencé a escribir los cuentos que luego conformaron En el fondo del río, mi primer libro, y él los publicó. Me hizo ver que lo que yo pensaba, mi mundo íntimo, mis ideas, y la manera en la que las organizaba era algo que pertenecía a mi mundo literario. Que lograban un sentido, que había un mundo para mi literatura. Pero yo fui la primera prueba. Porque no era hombre, ni blanca, ni había ido a Harvard. La generación de escritores del New Yorker del que yo formé parte eran hombres blancos que habían ido a Harvard o a Yale. Y yo no era ninguna de esas cosas.” Tal fue la relación literaria que unió a Mr. Shawn (como lo llamaban sus colegas dentro de la revista) con Kincaid, que las últimas páginas de Mi hermano conforman un ars poetica donde la autora establece como motivación de su escritura el hecho de ser leída por Shawn. Pero su perfecto lector, al igual que su hermano, acaba de morir y entonces Kincaid recuerda el día en que su madre incendió todos sus libros. Ese hermano que ahora acaba de morir tenía sólo dos años y estaba a su cuidado. Ella decidió abandonarlo por la lectura de esos libros que robaba de la biblioteca del pueblo. “No sería raro que pasara el resto de mi vida intentando que aquellos libros volvieran a mi vida, escribiéndolos una y otra vez hasta que fueran perfectos, ilesos, como si nunca les hubiera rozado el fuego. Durante mucho tiempo tuve al lector perfecto para lo que fuera a escribir y colocar en los libros ilesos; la fuente de los libros no ha muerto, sólo resucita una y otra vez en diferentes formas y en distintos fragmentos.”
Autobiografía de mi madre es la tercera novela de Kincaid y una de sus obras más destacadas. Al igual que en Annie John y Lucy, esta novela se estructura sobre una suma de amores, miedos y pérdidas de una mujer, así como sobre la construcción de su subjetividad dentro de una comunidad opresiva marcada por la jerarquía de género, las diferencias de clase y el legado colonial. La novela combina un lenguaje económico y claro con frases líricas y un juego de ritmos que muchas veces la traducción al castellano no logra reponer y termina por empobrecer la construcción de sentido tan propia de los textos de Kincaid. A diferencia de sus novelas anteriores, el escenario elegido no es Antigua sino Dominica, y la historia que narra está basada en la vida de su propia madre. En la novela, Xuela Richardson es una mujer que irá construyendo con nihilismo e impiedad un lugar de amparo desde donde poder sobrevivir a la muerte y a la soledad que la rodean. Su madre muere al dar a luz, y a los diez años su padre la entrega junto a un bulto de ropa sucia a la misma mujer que le hace la lavandería. La relación madre-hija recorre toda la obra de Kincaid, y es este mismo par el que le permite asociar y traspolar el binomio vida-muerte hacia otras capas más profundas del discurso y de la historia del Caribe. A diferencia de las madres que aparecen en los textos anteriores a éste –mujeres omnipresentes y brutales tanto desde lo discursivo como desde lo físico–, la madre de Autobiografía... es en todo caso un concepto que va tomando forma y generando discursos cada vez más opresivos, esta vez desde el lugar físico de la ausencia. Sin embargo, se hace presente de forma definitiva durante la descripción del aborto en el que Xuela logra perder toda manifestación de fertilidad en su cuerpo, reafirmando así su propia vida. La idea de la existencia ligada a la nada puede observarse también en el hecho de que el personaje no tiene nombre hasta bien avanzada la novela, en la que por otra parte no hay una sola línea de diálogo. El personaje nunca se define a través de la mirada de los otros. Al igual que el dios del génesis, nada ni nadie del mundo que la rodea existe si no es a través de ella. Y cuando la narración finalmente revela su nombre, Xuela Claudette Richardson, es para expresar el peso de la denominación colonial sobre un mundo al que le arrebataron la posibilidad de referirse sobre sí mismo: “¿Quiénes son esta gente, Claudette... y Richardson?”. El gesto con el que sigue Kincaid es el de adueñarse de la palabra, de los mitos y de las formas narrativas de Occidente en un sentido literal. Forma que se deforma, proceso tan claramente sugerido en el título Autobiografía de mi madre. Biografía y autobiografía que se tornan historia, ficción, registro de la historia personal de la autora y del Caribe. Géneros apropiados de la herencia cultural europea para correr la narración desde el centro hacia una mirada del margen. La historia de Xuela es la historia de la propia diáspora africana. El nacimiento de uno es la muerte del otro: Africa comienza a morir en el mismo momento en que su gente comienza a ser forzosamente trasladada a otras tierras. La obra de Kincaid es también, desde sus inicios, una reflexión profunda sobre el lenguaje y la otredad. Frente a esto, Kincaid reflexiona: “Debemos aceptar que vivimos todo el tiempo en una ambivalencia y contradicción increíbles, como por ejemplo tener solamente la lengua del opresor para escribir sobre la opresión”.
En Mi hermano Kincaid vuelve a mezclar las cartas, y las reparte de manera diferente para volver una y otra vez a componer la misma figura: la vida de un individuo recorrida por toda la historia de un continente; las relaciones familiares centradas en la figura de una madre que nunca debió serlo; el erotismo y la sexualidad de un cuerpo que se va descomponiendo arrasado por el virus del VIH. En esta novela –que en verdad es la crónica de los días en los que la autora debe volver a su isla de origen luego de veinte años de ausencia– se pone en juego la experiencia directa con la muerte que decanta en una reflexión profunda sobre el acto de escribir. Para qué, por qué y a quién le escribo, parecen ser las preguntas que guían esta historia sobre los últimos meses de vida de Devon, el hermano menor de la autora. Y las respuestas en verdad se conocen de antemano: sólo es necesario saber observar el propio mundo y tener la valentía de asumir las contradicciones de las que estamos hechos, dos cosas a las que Kincaid no teme a la hora de escribir. Y estas contradicciones no son menores, ni pasan por alto cuando, a pesar de su postura crítica y sus escritos rabiosos sobre las consecuencias que tantos años de opresión dejaron sobre las islas del Caribe, la autora llega a casi defender el sistema de salud norteamericano al compararlo con el de las Antillas. A Kincaid no le gusta que la califiquen dentro de un grupo de pertenencia; no se considera feminista, ni militante de la negritud, y quizás ésta es la razón por la que genera posiciones tan encontradas en tanto personaje público dentro de los Estados Unidos, su país adoptivo. Critica a los negros cuando aceptan el imaginario que los blancos han concebido sobre ellos: “Una de las cosas que más me molestan en cuanto a la vida de los negros en América es que se centre en el espectáculo –dice Kincaid–; los negros hemos permitido que sucediera de esta forma en Estados Unidos, ser considerados en cuanto a espectáculo, en cuanto a entretenimiento. No hay nada de raro en ser negro. Hemos internalizado la otredad que nos han impuesto”.
Estas y otras opiniones que volcó en su obra hicieron que Salman Rushdie criticara su ferocidad y que Susan Sontag elogiara su “sinceridad y veracidad emocional”.
En las primeras páginas de Mi hermano, la narradora vuelve sobre el origen: “Nunca hasta ahora había entendido la razón por la que la gente miente acerca de su pasado, por qué dicen ser algo distinto de lo que realmente son, por qué todo el mundo desea sentirse como si él o ella no formaran parte de nada, no procedieran de nadie”.
En la literatura de Kincaid, el eje de la identidad está sostenido por la urgencia de redefinirse, de preguntarse una y otra vez dónde está el origen de lo que somos, de lo que escribimos, de lo que como individuos y como sujetos históricos somos capaces de leer sobre nuestra propia existencia.
Autobiografía de mi madre
Jamaica Kincaid
Capital Intelectual
186 páginas
Mi hermano
Jamaica Kincaid
Capital Intelectual
165 páginas
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.