Dom 09.08.2009
libros

Ganarse la vida

No deja de sorprender la cantidad de obras de teatro, novelas y relatos infantiles que ha escrito Griselda Gambaro. Una cantidad que no desdeña un trabajo lento, artesanal, palabra por palabra, tanto para libros cuanto para la representación en escena. En esta entrevista, la autora habla de su método de trabajo, su vida presente y su pasado, sobre la experiencia del exilio y sus lecturas.

› Por Angela Pradelli

Habíamos quedado en encontrarnos en su casa de Don Bosco en las primeras horas de la tarde. La Gambaro es una mujer práctica y en más de una entrevista, cuando se le preguntó por qué eligió vivir en la provincia, ella hizo gala de su sinceridad. “Era más barato acá.” Ese viernes que nos vimos la tarde estaba gris y helada. Por eso tal vez resulta tan raro el paisaje dentro del jardín de su casa, no bien traspasamos el portón de entrada. Las dos estamos paradas observando la Santa Rita florecida que cubre toda la pared medianera y hacemos comentarios de la rareza de esas flores que siguen abiertas a pesar del otoño. El aire plomizo oscurece la tarde y esas flores fucsias que brillan contra la pared contradicen con su plenitud el calendario invernal y las temperaturas bajas. “Ya tendría que haber podado esa planta, pero por qué voy a podarla si está llena de flores”, me pregunta la Gambaro, y enseguida entramos a la casa y nos refugiamos del frío.

En las paredes del living hay fotos de su hijo y el té humea en la mesa. Los leños encendidos iluminan el lugar desde una pared lateral y durante la charla la escritora se acercará varias veces a alimentar ese fuego.

Por estos días, la editorial Norma reeditó Una felicidad con menos pena. La novela lleva en la tapa un fragmento de “La portadora de la palabra”, un tríptico de Juan Carlos Distéfano, uno de los escultores argentinos más importantes y el hombre con el que la escritora vive desde hace más de cincuenta años. “La obra está inspirada en una predicadora”, cuenta ella explicando el origen de la escultura. “Juan Carlos había visto en la plaza de Constitución a una mujer que estaba predicando y que tenía un perro sobre un cajoncito.”

Una felicidad con menos pena fue editada por primera vez en 1968 y su lectura hoy vuelve a enfrentarnos con lo que pocos se animan a ver. Por un lado, la rispidez en término de tensión entre la doble moral y las miserias. Por otro, los discursos que se construyen para encubrir unas y disimular otras, mientras pretendemos que estamos intentando la felicidad propia y hasta la de los otros. “Tenía la bondad retratada en la cara como una fotografía. De modo que cuando me dijo: ‘¿Quiere venirse conmigo?’, no dudé un instante. Hacía semanas que él daba vueltas por el barrio y siempre me convidaba con cigarrillos. Tipo amable había pensado yo, lamentando que no me regalara el paquete y me mantuviera racionado, pero todo no se puede o lo que es lo mismo: no hay felicidad completa”: la historia, que así arranca, ahondará en los mecanismos con que los gestos, de aparente solidaridad, cubren posturas avaras.

El fuego entibia rápido la casa en esta tarde fría. Gambaro enciende un cigarrillo, tira la cabeza para atrás y la apoya en el respaldo del sillón. “Ya escribí mucho”, dice y las volutas de humo que dibuja tardan en desaparecer. Sólo por citar algunas de sus novelas podríamos mencionar: Nada que ver con otra historia, Ganarse la muerte, Dios no nos quiere contentos, Lo impenetrable, El mar que nos trajo, Promesas y desvaríos. Podría decirse que en su narrativa, Gambaro parece observarlo todo y que tiene una mirada que es descarnada y es impiadosa. Esa misma ferocidad encuentra uno en sus obras de teatro. Tal vez sea Gambaro una de las dramaturgas con más obras publicadas. Ediciones de la Flor lleva siete volúmenes publicados de sus obras dramáticas. Su obra fue también traducida a varios idiomas. Lejos de agotarse en estos dos géneros Gambaro incursionó también en la literatura para chicos: El caballo que no sabía relinchar, Gran Nariz y el rey de los seiscientos nombres, El caballo que tenía un sueño, La bolita azul y varios más. “Me gusta escribir para los chicos, dice, porque es una literatura menos sombría.” Y por estos días acaba de terminar Los dos Giménez, una novela policial juvenil que ya entregó a la editorial y se publicará en los próximos meses. Ella tiene una teoría. “Es que mi nieta crece y eso me impone incursionar en otros géneros”, explica, y se ríe. “Nadie puede saber de dónde vienen las ideas para escribir”, reflexiona cuando le pregunto cómo empieza ella a escribir una historia o una obra de teatro. Está convencida de que no sabe por qué escribe lo que escribe. “La escritura es un misterio” dice, y está claro que a ella nada le interesa menos que develarlo.

¿Pero el proceso de escritura de los cuentos y novelas es el mismo que el de las obras de teatro?

–No, yo a las obras de teatro las pienso mucho antes de sentarme a mi escritorio, tengo que visualizarlas en el escenario primero y cuando empiezo a escribirlas las trabajo rápidamente. Necesito la acción y los diálogos pero en mi caso la escritura teatral es como un rayo. Puedo terminar una obra en un mes, claro que después dejo reposar el trabajo y después vuelvo a mirarlo con cierta distancia, pero el proceso es muy rápido.

¿Y la novela?

–La novela permite la descripción del paisaje, de los personajes, de objetos, tiene elementos más complejos porque me insume un trabajo introspectivo mayor y necesito mucho más tiempo. Siempre he preferido la narrativa, tal vez porque una pieza teatral nunca está terminada hasta que la actúen los actores y se haga una versión distinta a la que está escrita. Ese es el encanto de la dramaturgia, y a veces también la decepción.

¿Fueron muchas las desilusiones?

–La verdad es que yo tuve muchas satisfacciones, te diría que casi en un cincuenta por ciento. Cuando yo empecé el autor teatral era muy mal visto. Por suerte ha cambiado mucho esa postura, que era bastante rígida y hoy, aunque con excepciones, se tiende a trabajar mucho en equipo y se oye la palabra del autor.

En ese pasaje de lo escrito a la puesta en escena, para vos, que sos la autora, ¿cuál es la zona de mayor dificultad?

–El problema es que hay directores que no consideran importante la construcción verbal de una pieza teatral, como si ésta no tuviera que ver con la puesta en escena. Sin embargo, la construcción verbal determina los ritmos, los silencios. Por lo general, los ritmos y silencios los impone el director y no todos respetan los que puso el autor. Tal vez por falta de cultura o de tiempo, no lo sé, pero hay poca atención al texto y al encadenamiento de las palabras.

¿Es porque los directores privilegian las acciones?

–Puede ser. Hay un director que admiro, Silvio Lang, justamente porque es muy respetuoso y atento a ese aspecto tan menospreciado. El hizo una puesta de La señora Macbeth en un teatro que había sido un molino harinero en Santa Rosa, La Pampa. Yo vi esa puesta y sentí, en el modo en que los actores y las actrices pronunciaban el texto, que ése era mi propio ritmo interno. Eso se logra únicamente cuando el director se detiene y piensa cómo es ese texto. A veces los actores dicen un parlamento en otra cadencia y hasta en otro sentido del que uno le dio al escribirlo.

¿Cómo es tu método de trabajo?

–A la mañana y a la tarde siempre estoy en mi estudio entre papeles. Manuscribo cuando empiezo pero enseguida lo paso a máquina porque necesito la claridad de lo que está impreso. Por eso me cuesta adaptarme a la computadora, porque cada vez que paso a máquina una página vuelvo a encontrar errores. Además yo trabajo por agregados, nunca tacho sino que agrego. Al principio esbozo una situación central pero poco desarrollada. Es decir que trabajo como un escultor, y voy pasando y cuando paso a máquina surge una frase mejor redondeada. Yo trabajo mucho por el sonido de una música en el texto, eso es para mí la literatura. No sé si siempre lo consigo, pero siempre busco, tanto en la narrativa como en el teatro, una música en los textos, cierta sonoridad. Pero creo que cada autor tiene su propia preceptiva, la que le conviene a uno.

¿Corregís los textos?

–Tengo una especie de ansiedad que me mueve a terminar lo que tengo entre manos porque necesito ver clara la estructura. Después, claro, corrijo. Pero el teatro mucho menos que la narrativa. Nunca corrijo de a pedacitos, corrijo el todo. Pero recién empiezo una vez que terminé de escribir. Ahora, una vez que la obra se publica, la verdad es que nunca pienso demasiado en lo que escribí, salvo que tenga que hacer una reedición. Entonces me vuelvo a enfrentar a ese material, pero lo leo como una extraña, los leo con los gustos de una lectora particular que son, por fuerza, los propios. Hoy por ejemplo volví a leer un cuento mío, El misterio de dar. De ese cuento había hecho una versión teatral que se va a estrenar en la sala Luisa Vehil del Cervantes y como ayer vi el ensayo tuve curiosidad por saber cómo era el cuento. Por supuesto que la versión teatral tiene elementos distintos al texto narrativo, pero cuando lo terminé de leer, dije, bueno, es un buen cuento. No siempre se da esa satisfacción.

¿Qué obsesión reconocés como más importante en tus temas?

–El poder, el ejercicio de ese poder. No sólo el poder político sino también el poder familiar, el poder de cada acción en la convivencia. Tanto en las grandes esferas como en las pequeñas.

¿Dirías que tus experiencias personales fueron importantes en tu escritura?

–Las experiencias que me marcaron fueron múltiples pero ninguna me marcó especialmente. Lo importante fue esa multiplicidad de voces que oí desde muy chica y uno las acopia, las transforma, las devuelve.

Además de las diferentes voces, ¿qué otro elemento considerás importante para un escritor?

–Escribir requiere tener los ojos muy abiertos, mirar, mirar. Para mí es muy importante la observación de la gente, me gusta mirar cómo somos. Cada libro que se escribe es fundamental. Si uno desea y siente la necesidad de dedicarse al trabajo de la escritura, cada libro es fundamental. Aun de los malos se aprende y es un aprendizaje importante.

¿Cómo fue tu experiencia en el exilio?

–El exilio fue desdichado, por supuesto, pero fue corto, estuve tres años en Barcelona. Después de cierto tiempo de acostumbramiento, que fue muy doloroso, en cierta manera me adapté. En el exilio se pierden muchas cosas, la biblioteca, los libros, los familiares. Son muchas ausencias. Pero eso fue compensado por una especie de tranquilidad para el trabajo, por los amigos, que había muchos.

¿Leés mucho?

–Muchísimo. Yo no creo en los escritores que no leen, les desconfío. Leer es una manera de abrirse al mundo, a los otros, no sé si clausurando esa posibilidad uno no clausura la posibilidad de escritura, de crecimiento. El mundo es muy rico y no sé por qué rechazarlo. No alcanzan las horas para abrirse a todos los sucesos del mundo, a la pintura, a la música. La literatura tiene una riqueza enorme. Yo leí al azar, iba a la biblioteca pública y sacaba lo que me provocaba curiosidad, pero con cierta falta de modestia debo decir que ya tenía un cierto olfato para los buenos.

¿A qué escritores argentinos admirás?

–A muchos; tengo una profunda admiración por Libertad Demitrópulos, su Río de las congojas está a la altura de las mejores novelas del mundo. Libertad es una escritora muy injustamente relegada. No la conocí personalmente pero nos llamábamos por teléfono. La última vez que hablamos me dijo que no conseguía editorial para publicar la novela. Fijate qué cosa increíble. Su novela es una de las mejores y las editoriales se la rechazaban.

¿Cómo ves el mundo?

–El mundo es un lugar oscuro iluminado por acciones, por gente que vale, pero como está en manos de los poderosos y no de los que no tienen voz, la contemplación no provoca demasiado regocijo. Hay además una especie de prioridad mediática de lo que debe considerarse de importancia o no. Los genocidios en Africa no aparecen en los diarios, sí el atentado de las Torres Gemelas, que es mucho más espectacular.

¿Hay alguna escena de infancia que reconozcas ahora como ligada al oficio de la escritura?

–Yo sé que leía los diarios de muy chica y registraba lo que pasaba. Me parece muy importante prestar atención a lo que pasa, no pasar por el mundo sin mirar a los costados, hay que mirar tangencialmente, por lo escondido, lo ignorado, lo fragmentado. Tal vez un rasgo de la literatura de los jóvenes sea justamente ése, los autores están hablando más de sí mismo y no está la preocupación por el otro. No soy ninguna experta en los nuevos formatos, pero me pregunto respecto de la escritura de los blogs, en los que los autores posmodernos escriben todo lo que les pasa durante el día. Me pregunto por qué lo hacen y la verdad es que no le encuentro el sentido. Creo que hay que tener el pudor de uno mismo, de guardarse lo que a uno le pasa en cuanto a sufrimiento personal. Creo que eso hay que preservarlo, y si se usa es ampliando el espectro, si no la literatura y el teatro se transforman en un ejercicio narcisista.

Mientras contesta la última pregunta la Gambaro da vueltas el atado de cigarrillos en sus manos y hace crujir el papel. Cuando salimos de la casa ya está anocheciendo. En ese aire oscuro y frío del fin de la tarde, ya no son sólo las flores de la Santa Rita lo que se impone en este jardín. A esta hora, las matas de lavanda que bordean el camino a la calle, apenas uno las roza, desprenden un dulzor que se adhiere a la piel. Y aunque es suave, uno sabe que ese perfume persistirá, que no será tan fácil que se disuelva en la frialdad oscura del aire.

El misterio de dar, versión teatral del cuento de Griselda Gambaro, acaba de estrenarse en el Teatro Cervantes (Libertad 815). Mientras tanto, en librerías se encuentra la reedición de Una felicidad con menos pena, de editorial Norma.

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