En la nueva novela de Marcelo Figueras, Israel es el escenario elegido para una indagación sobre la búsqueda y las pérdidas. Y lo hace combinando estética, crónica y alta literatura.
› Por Alejandro Soifer
Aquarium
Marcelo Figueras
Alfaguara
328 páginas
El mito nacional israelí repite como un mantra patriótico que “un judío nunca viene a Israel, un judío vuelve a Israel”. Ulises Rosso, uno de los personajes principales de Aquarium, no es judío. Su viaje a Israel no es la vuelta al hogar sino un viaje de ida, la parte de la guerra, la de la Ilíada de su homónimo. Su viaje también es el de una búsqueda de restitución: no busca a Helena pero sí a sus hijos, que su ex mujer Gaby un día se llevó sin avisar a Israel. No está solo Ulises en sus ausencias, lo acompañan Irit, joven viuda que perdió a su marido en alguna absurda escaramuza de guerra; David Kaufman, anglo-israelí que ve día a día cómo pierde a su mujer, que dejó de hablar y se dedica a pasar sus tardes contemplando los animales del Aquarium donde él trabaja, y Danny, un niño que saliendo de entre los escombros de un pueblo bombardeado sólo se comunica con un cartel en el que, escrito en hebreo, inglés y árabe anuncia que, en caso de ser encontrado, eso significa que sus padres están muertos.
Aquarium es una novela sobre la pérdida y la búsqueda. En una tierra convulsionada por la Segunda Intifada, lo que subsiste es la esperanza de encontrarle una salida a tanto caos. Con un dejo de melancolía existencialista, el absurdo está en los seres humanos a pesar de ellos, no por ser lo que son. No hay maldad intrínseca, sino un sinsentido puro que confluye y choca desatando el caos que se contrasta con la convivencia pacífica de un lugar como el Habad Road de Jerusalén, mirador que al atardecer permite contemplar al mismo tiempo el Muro de los Lamentos, la cúpula dorada de la mezquita del domo de la roca y el Monte de los Olivos. Pero no sólo sobre la pérdida trata la novela; la búsqueda de los personajes es acerca de la naturaleza del amor en un lugar hostil donde la gente está acostumbrada a morir por nada en cualquier momento y vive con esa tensión de lo impredecible. El narrador también emprende una búsqueda estética y narrativa llevando la trama a un clasicismo que remite a las referencias literarias elevadas en las que se apoya, empezando por las mismas Ilíada y Odisea. Podría ser un movimiento arriesgado pero se desliza con una suavidad poética tan equilibrada que resulta efectivo en su sobrevuelo mientras suena de fondo la poesía de la música de John Cage y sus casi cinco minutos de silencio o los versos de Jacques Brel como otro mantra repetido que se opone al del patriotismo. Las referencias literarias y musicales que el narrador deja caer o pone en manos de sus personajes son exquisitas e imponen lo bello sobre lo feo en la persecución de un sentido superior ante tanto desbarajuste. Irit busca estéticamente como artista plástica hasta dar con Ulises, quien buscando a sus hijos encontrará consuelo en ella, David intentando dar con una última palabra de su mujer y Danny, que está esperando a alguien dispuesto a escuchar en sus silencios. Por fin, los que queden en pie confluirán viendo nadar en el Acuario al narval, una especie de gigante marino, contenedor de todos los que se habrán ido.
Jerusalén, Tel-Aviv, Eilat, Haifa, Ramalá, Negev, los escenarios fluyen con los desplazamientos de los personajes pero emanan el mismo aroma a tristeza mezclada con nostalgia; en una zona de guerra donde hay casi tantos idiomas como hombres, se termina sugiriendo que el lenguaje, con su capacidad de crear mundos, es también el origen de la violencia, como si distintos virus rivales confluyeran en ese cuerpo de ciudades y desiertos, bellezas y tragedias y se despedazaran por conquistarlo. El narrador entonces opta por generar nuevos idiomas, un lenguaje universal, un nuevo esperanto constituido de medias palabras y poesía, música de fondo, que una lo que no puede evitar ver con un dejo de asombro incrédulo: ¿Cómo puede ser que esta gente se odie tanto? La respuesta no siempre es alentadora y se expresa en la pornografía macabra de los trozos de cuerpos como un rompecabezas luego de un atentado, los aviones F16 bombardeando casas de familias y el azar de la violencia más cruel. Pero el narrador insiste y se inmiscuye en la trama, abandona la tercera persona omnisciente para reflexionar sobre su novela, sobre sus personajes, para excusarse por lo inevitable, asegurando que él hubiera querido otra cosa, pero como un daimon que acompaña a sus personajes ya no controla lo que sucede, sólo puede asegurar tener una visión del tiempo no lineal sino total donde confluyen pasado, presente y futuro.
Cuando el sinsentido de los horrores se convierte en una forma de vida cotidiana, el espanto se apodera de los personajes que transfieren su búsqueda o su escape a la autorreclusión, una forma de ver desde afuera, desde la seguridad que da el otro lado del vidrio.
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