Una novela ambientada en Mallorca que incursiona en el fascismo, en el marco de la Guerra Civil Española y de la mano de una belleza arrebatada.
› Por Sergio Kisielewsky
La noche del Diablo
Miguel Dalmau
Anagrama
330 páginas
¿Cómo se construye un personaje de ficción anclado en hechos verdaderos? El caso de Julián Adrover, el padre Julián, cura fascista durante la Guerra Civil española, reúne los dos tópicos indispensables para que su figura sea verosímil y, por llamarlo de alguna forma, amena. Julián es testigo privilegiado de la operación de pinzas que llevaron a cabo las fuerzas de Mussolini con las tropas de la Falange Española. El cónsul Arconovaldo Bonacorsi es el enviado del Duce en las tierras de la isla de Mallorca. Todo es bonhomía en el convento y en la campiña. Julián realiza sus hábitos y sus rezos se desarrollan sin mácula en Palma, la ciudad principal, hasta que la incursión de las tropas italianas hace su trabajo. La novela entonces respira el olor de la pólvora. Y más aún, sus decenas de páginas están al servicio de un narrador que todo lo registra como una maquinaria del detalle que merece ser nombrado. La guerra es entonces el telón de fondo donde las escenas dejan paso a lo majestuoso sin grandilocuencias. Miguel Dalmau (Barcelona, 1957) despliega un arsenal de referencias sobre usos y costumbres de época que no se desmoronan bajo ningún aspecto. El odio siempre, la primera vez que huele a una persona muerta, la acción de los campesinos orinando sobre los libros robados a los sospechosos de siempre son algunas muestras de una joya no frecuente en nuestras letras: se puede narrar cómo es ser un fascista sin renunciar a la escritura con mayúsculas, inclusive a la belleza. Si por momentos la obra evoca a Por quien doblan las campanas del gran Hemingway, la estética que aquí se pone en juego es la memoria de lo que se olvidó, la luz helada de la guerra, es el camposanto que no se nombra pero circula en toda su magnitud. “¿Cómo llegamos a este punto?”, se pregunta Julián, pues lo ha visto todo. Ya no es más aquel párroco de provincias, es uno más de los que diseñaron el genocidio. Es el confidente de los jerarcas del Duce, el admirador de sus discursos, de sus proezas de sangre y fuego y de su virilidad a prueba de todo.
La novela tiene un punto alto es la ejecución de una sinfonía sin mácula: los zapatos solitarios de las suicidas tocan la intimidad del lector como una aguja de coser. “¿Qué vida nos aguardaba en la paz?”, dice Julián mientras la Inquisición del siglo XX hizo trizas la España que no duerme. En medio de cada fragmento la bonhomía deja paso a la descripción de los esbirros que realizaron la operación “limpieza” de opositores al franquismo humillando una y otra vez a las tropas españolas, una deuda que no se saldará jamás. Una y otra vez Dalmau (quien estudió Medicina y se nota por su apego a los que sufren) reconstruye el momento del fuego, los seres humanos luego de las balas, el tenor de la hidalguía, la fiebre por la carne humana maltrecha. España puede respirar tranquila: obras como La noche del Diablo dejan mucha tela para cortar.
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