Domingo, 16 de agosto de 2009 | Hoy
Un pueblo fabril, la represión y el silencio, en la rica tradición de Walsh y Saer.
Por Nina Jäger
Glaxo
Hernán Ronsino
Eterna Cadencia
92 páginas
La historia de la segunda novela de Hernán Ronsino empieza donde termina Operación Masacre. Con un epígrafe que retoma un momento clave del texto de Walsh (el de los oficiales al dejar en los basurales a algunas de sus víctimas todavía con vida), Glaxo está contada desde cuatro voces en cuatro tiempos históricamente muy diferentes. Una de ellas, la que narra el último capítulo, es la de uno de los oficiales que erró aquel tiro sin darse cuenta, pocos años después de los asesinatos fallidos en José León Suárez. Al retomar a uno de esos militares como personaje para una ficción, Glaxo se convierte en una especie particular de secuela de Operación Masacre que gira en torno de conflictos aparentemente pequeños, pero ligados a sentimientos y situaciones no menores como la envidia, el sexo, el crimen pasional y la traición.
Los capítulos de la novela arman una cronología invertida (1973, 1984, 1966, 1959) que se propone dilucidar un misterio que no se resuelve prácticamente hasta la última página. La vista panorámica de la historia queda bastante en la sombra, tal vez porque la escritura de Ronsino se asienta con insistencia sobre el detalle.
Más de un aspecto de la historia (resulta difícil referirse a ella sin sentir que se la está arruinando) queda incluso sin cerrar porque cada personaje en su monólogo calla (y así, también, otorga la posibilidad de imaginar) una serie de verdades que sólo se reponen con la deducción a posteriori. Un poco como ocurre también con las alusiones a los personajes del barrio aledaño a la fábrica Glaxo, que le da el título a la novela. Son nombrados con la soltura con que se nombra a las personalidades de Hollywood, escatimando explicaciones que muchas veces resultarían necesarias para no perderse ni un detalle de lo que está siendo contado.
El cine es de hecho una parte importante de la novela, en especial la película El último tren de Gun Hill, que aparece y reaparece como adelantando y sembrando pistas de posibles resoluciones para un conflicto oculto. La novela de Ronsino, con cinéfilos de pueblo y conflictos en la sombra, puede hacer recordar fácilmente las topografías propuestas en las novelas de Manuel Puig.
En una entrevista reciente el autor comentó que la influencia de Saer en Glaxo es menor que en su novela anterior, La descomposición, que transcurre en el mismo pueblo y hasta comparte el nombre de uno de los personajes. Y probablemente sea cierto, porque lo que abandonó de Saer lo adoptó de Walsh, pero la pausa que hay que hacer en cada coma de la novela aporta buena parte de la intriga que hace difícil dejar de leer.
Contar la violencia cruda en la lengua de un militar fracasado y las menudencias de un misterio de pueblo fabril en un contexto de represión, con frases quebradas –a veces un poco en exceso– que dejan lo más importante del lado del silencio, es una combinación de la que Ronsino parece sacar buen provecho. Porque al fin y al cabo parece que esta novela transcurre “donde reina un poco de silencio. Donde ese murmullo del pueblo se ahoga”.
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