Hace veinte años, en 1989, se publicaba el primer libro de cuentos de un joven autor de Bahía Blanca, Infierno grande, el mismo que acaba de reeditar Planeta en edición conmemorativa. Sería el comienzo de la importante carrera literaria de Guillermo Martínez, consagrado por la novela Crímenes imperceptibles. En esta entrevista, Martínez enlaza la historia de sus primeros libros y su presente, vuelve a la carga contra los clichés de la crítica y recuerda la figura de su padre, también escritor.
› Por Angel Berlanga
Nunca les vio la gracia a los excesos y bufonadas a las que nos dedicábamos aplicadamente sus compadres de generación.” Guillermo Martínez se ríe con ganas, en cambio, cuando oye esas palabras sobre él, escritas por Juan Forn para la reedición de Infierno grande, su primer libro, publicado en 1989. Va a pasar sólo otra vez, al final: cuando se ríe así a Martínez le brillan los ojos, su cara se enrojece y aparece por unos pocos segundos un semblante infantil.
“Me interesó que se reeditara sobre todo por la publicación en The New Yorker de ‘Infierno grande’, el cuento que da título al libro”, subraya Martínez en un bar de Colegiales, el barrio en el que vive. Al parecer esta revista estadounidense y prestigiosa sólo había publicado hasta acá a otro autor argentino: Borges. Agrega Martínez: “También quería que quedara un poco en claro que escribo desde hace cuarenta años y publico desde hace veinte. No es que sea un matemático que un día escribió Crímenes imperceptibles; quizás haya gente que me conoce sólo a partir de ese libro, pero hay varios detrás. En Infierno grande, por ejemplo, hay un cuento escrito a los 14”. Ese relato (prefiere dejar la intriga sobre cuál es) formó parte inicialmente de un volumen inédito, La jungla sin bestias. “Eran cuentos inmaduros, de aprendizaje –dice–. Pero tal vez rescate otro y lo incluya, algo transformado, en un libro que tengo casi listo.”
En los cuentos de Infierno grande ya están algunos de los temas predominantes en una obra muy valorada y reconocida: lo vinculado a la enseñanza y el aprendizaje, lo familiar, lo sexual, las obsesiones. El rumbo de las obsesiones personales, su seguimiento riguroso, sus desvíos y sus lógicas, motorizan casi siempre unos relatos que son pura sustancia, con tramas que encienden ideas y curiosidad, que no dan respiro. “Muchas ideas sobre literatura, preferencias estéticas y temas que después aparecieron en mis libros están ahí, en germen –dice–. El erotismo, por ejemplo, tiene continuidad en El reino de la posición horizontal, el libro que estoy terminando; lo relacionado con la universidad reapareció en Crímenes. Desapareció, por ahora, lo relacionado con lo político social; en este primer libro hay dos cuentos que podían traer algo nuevo a cierta tradición, para mí agotada, en cuanto a la representación de lo político en la literatura.” Martínez se refiere a “Infierno grande” (lenguas sueltas para el chisme de infidelidad y pacto de silencio ante la evidencia de la masacre) y a “Retrato de un piscicultor” (el ahogo y el asma en un personaje frágil –narrado por sus cercanos– contra el que atenta la Triple A).
“Advierto, claramente, una mirada juvenil en el libro, que se corresponde con la edad que tenía en aquel momento –dice–. En los cuentos nuevos aparecen los hijos, temas que tienen que ver con otras edades. Estoy muy contento de haber podido escribir en distintas etapas de mi vida. Uno escribe, por lo general, sobre cosas que sedimentaron diez años atrás; hay una frase que dice que se escribe sobre lo que se perdió, y uno advierte muchas veces esa pérdida con diez años de posterioridad.” Martínez indica que fue evolucionando desde una variedad de aproximaciones, “casi como ejercicios de estilo”, a una primera persona. “Quizá porque eso le dé un aire de familia al lector, que incluso puede llegar a confundirme con el narrador: es un poco inevitable, forma parte del juego –dice–. Yo creo que un escritor es una especie de esquizofrénico feliz, ¿no es cierto? O impune. Porque puede fingir diferentes personalidades.”
Empezó a escribir Infierno grande a los veinte años: todavía vivía en Bahía Blanca, la ciudad en la que nació, en 1962. “Dejé de escribirlo porque sentí que me sobrepasaba el tema respecto de mi capacidad de expresión –dice–. Lo completé cuando ya estaba viviendo acá; el contacto con otros escritores fue muy importante en cuanto a proponerme publicar. Era muy difícil en esa época: había muchos, incluso mayores que yo, que todavía no habían publicado. Ese momento divide aguas entre los que una vez publicado un primer libro no escriben más y los que verdaderamente siguen: ahí se ve quién va a dedicarle la vida a la literatura. Porque caen, por lo general, las expectativas que se acumulan: un primer libro cuesta años, muchas veces se pone ahí lo más íntimo, lo mejor que se tiene, la experiencia más crucial, ¿y cuál suele ser el destino, casi cantado? Promoción pobre, mesas de atrás en las librerías, salida rápida de las vidrieras. Hay que tener cierta distancia filosófica como para que esto no afecte tanto que impida escribir el segundo”.
Tuvo suerte, dice, porque encontró rápido el tema del que sería su segundo libro a partir de un cuento que se le fue extendiendo y se convirtió en novela: Acerca de Roderer. Es, entre los suyos, el libro que prefiere. “Si conozco a otro escritor y tengo que darle algo mío como carta de presentación, le doy éste: por lo menos es breve –bromea–. Tiene un costado filosófico que traté de que estuviera en mis otros libros. Me representa bastante. Y le tengo cariño porque fue el paso importante para que me reconocieran dentro del mundo literario, me dio cierto nombre. Se reedita, hay chicos del secundario que todavía lo leen y me escriben. Es el libro que más quiero, aunque jamás lo volví a releer, por las dudas”.
No relee sus novelas. Tampoco releyó Infierno grande ahora, para reeditarlo. “Porque un libro es como una máquina de pensamiento y lo que está escrito es una cantidad mínima, una especie de decantación última –explica–. Uno se queda con toda esa maquinaria de alusiones, razonamientos, citas; si al releerlo te olvidaste de todos esos engranajes, lo leés como lo hace un lector, que no puede reproducir íntegramente todas las posibilidades, porque quedaron sólo unas pocas, finalmente. Esa es una de las grandes diferencias entre lo que uno cree que son sus libros y lo que son en realidad para el lector. Uno advierte eso con las lecturas en otros países, donde no cuentan las referencias a las que alude el libro, reconocibles para lectores de tu mundo literario, este”. Pone como ejemplo lo que pasó con Acerca de Roderer: en Estados Unidos, dice, los críticos ni siquiera repararon en lo fáustico de la novela y la consideraron una historia de compañeros de secundario. “Sí la leyeron muy bien en Alemania –complementa–, porque justo ahí pega con toda la tradición de Goethe, de Thomas Mann.” Con Crímenes imperceptibles a la cabeza, sus libros van siendo traducidos a toda Europa: veinte lenguas para La lenta muerte de Luciana B., quince para Roderer.
“Siempre tiene que haber algo de desafío en la escritura, uno tiene que proponerse cosas diferentes –dice–. En cada libro fui perdiendo lectores que estaban esperando, quizás, uno como el anterior. Después de Acerca de Roderer publiqué La mujer del maestro, que es una novela como terrenal, ambientada en las rencillas literarias porteñas y con otros registros, que continúa sutilmente el tema de los mitos, porque está el de Prometeo. Luego vino Crímenes, que es un policial: muchos lectores leyeron este y es el que más les gusta, y no admiten otro que no transcurra en Oxford, quizás. Uno tiene que desentenderse del camino que ha recorrido el libro después de publicado y concentrarse sólo en el próximo proyecto. Hay que cuidarse sobre todo de la propia tradición, para no cristalizarse en repetir una matriz.”
–Lo que llamo transición de un tema, la forma en que un tema se convierte en otra cosa. El punto de quiebre que tiene algo de paradójico, de interesante. Algo que uno puede ver hasta cierto punto de una manera y luego se transfigura: aparece un segundo “deber”. La literatura que me interesa es la que parte desde un estado de relaciones que tienen que ver con lo prosaico, del sentido común, y a medida que avanza la trama, por imperio de las conexiones literarias, se convierte en algo que ya no es de este mundo, en un mundo autónomo donde lo que ha pasado, justamente, ya no es explicable en términos lógicos, o de las representaciones políticas y sociales, o periodísticas. Cuando un argumento, un personaje o un tema admite esa torsión, escribo.
–Estoy escribiendo un artículo que se llama Mitología y clichés en las discusiones literarias. A lo largo de estos años escuché unas cuantas definiciones que se usan para exaltar o defenestrar novelas. Ejemplos: “A quién le importa el cuentito”, o “Quién quiere una novela más”, o “Primero publicar, después escribir”. Una serie de frases hechas con las que de algún modo se cristalizan ciertas valoraciones críticas. Me interesa revisar uno por uno esos nuevos clichés. Ahí está, también, el menosprecio a una novela con trama y, recíprocamente, el darle una primera posibilidad de valoración a una novela sin trama. A mi modo de ver la abolición de la trama o su ausencia no da ningún plus estético. Habrá que ver muchas otras cosas, pero valorar o estigmatizar a partir de este criterio me parece absurdo.
–En principio, al intento de separación de la mirada académica respecto a la mirada que se llama del mercado. Se supone que las novelas con trama son las que prefieren los editores y, por lo tanto, las que luego preferirán los lectores. Si las prefieren los lectores, necesariamente se vuelven sospechosas para una mirada que quiere ser sofisticada. De ahí parte el error: si la valoración crítica funciona por oposición a los conceptos que toma el mercado es que no tiene autonomía. La mirada crítica tiene que abrir las novelas y leerlas, con independencia de si después esas novelas van a tener éxitos o fracasos en el mundo que corresponde a la distribución del libro. La labor literaria del autor termina en el momento en que entrega el libro a la editorial: luego uno ya no gobierna la serie de circunstancias por las que el libro puede ser leído o no.
–En una novela que estoy escribiendo (se llama Una religión prohibida) aparece el ataque a las Torres Gemelas, y eso trastrueca ligeramente todas las relaciones entre los protagonistas. Tanto la política como el erotismo son difíciles de introducir parcialmente en un texto: cuando aparecen generan un campo de fuerzas muy potente, en general, y terminan configurando gran parte de los otros temas a su alrededor. No es fácil tocar lateralmente lo político. Al menos para mí, porque para mí eso estuvo vinculado a cuestiones ideológicas cruciales, de vida o muerte: no puedo tener una intervención liviana. Pero no es que tenga algo en contra. Creo, también, que en una época había también una especie de plus automático para las novelas que tomaban la gran escena político-social. La elección de un tema no puede ser ya una valoración.
–La posibilidad inmediata, por ejemplo, de recrear la vida en una ciudad pequeña. Hay una serie de rituales, atmósferas y lugares que evoco a partir de mi experiencia allí. Se podía hacer de todo, ir solo a todas partes. Jugué al básquet y al tenis, hice natación, aprendía inglés y música, jugaba ajedrez: una gran cantidad de incursiones en distintos ámbitos, que dejaban temas, personajes. En una ciudad chica, además, las posiciones aparecen predeterminadas: como si uno pudiera ver cómo se desarrollaría la vida a partir de cierto momento. Como si fuera un modelo de juguete. Pero al salir, como fue mi caso, se arma otra vida, otro mapa. Y quebrar esa matriz inicial permite discurrir en diferentes mundos: yo tuve una vida como matemático en Buenos Aires, después otra en Oxford, viajé a Canadá unos meses, di clases en Estados Unidos. Es interesante eso para un escritor.
–Sí. Estoy tratando de hacer, ahora, una antología con sus mejores textos: escribió más de 300 cuentos, obras de teatro, cinco novelas.
¿Cómo incidió en vos?
–Fue fundamental. Organizaba certámenes literarios de entrecasa: somos cuatro hermanos. Escribíamos cuentos en función de una historia que nos leía y luego nos calificaba en cinco ítem: originalidad, composición, redacción, prolijidad y ortografía. Todavía hoy, cuando escribo algo y lo leo, me pregunto si los tres primeros están suficientemente contemplados: si uno encontró algo diferente; si la estructura, la forma y el punto de vista son los adecuados; si el lenguaje y la escritura están a la altura de la idea.
–Algunos. Murió mientras escribía Crímenes imperceptibles. El pensaba que me iba a morir de hambre con la literatura, y estaba preocupado porque yo había elegido la carrera de Matemáticas, con la que tampoco era claro que fuera a poder vivir. Y, justamente, pude vivir de la literatura a partir de ese libro. Tiene un pequeño homenaje interno: aparece una lámina que él tenía en su biblioteca, con una frase de Hegel: “El hombre no es más que la serie de sus actos”. La muerte del percusionista, en el libro, tiene bastante que ver con el modo en que murió mi papá.
Luego cuenta que cuando publicó Acerca de Roderer su padre, Julio Martínez, que hasta ahí sólo había escrito cuentos, se puso a escribir novelas. “O sea que en algún lado le resultó casi como un desafío que yo hubiera publicado una”, conjetura. “Desde ese momento hasta que murió escribió cinco”, apunta: aquí es cuando vuelve a reírse con ganas, la cara de chico. Y dice: “Tenía una relación excelente con él. De toda la vida”.
Infierno grande
Guillermo Martínez
Planeta
188 páginas
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