Para celebrar sus 40 años, la editorial Anagrama lanzó la colección “Otra vuelta de tuerca”, en la que rescatará perlas, imprescindibles, sagas en un solo volumen y ediciones aumentadas y corregidas de su extraordinario catálogo. Entre los cinco primeros títulos, se cuenta Historia argentina, el primer libro de Rodrigo Fresán. El libro, de paso, cumple 18 años y para celebrarlo viene con una introducción de Ray Loriga, un ensayo del crítico español Ignacio Echevarría y, además, un cuento nuevo (“La pasión de multitudes”) escrito especialmente para esta edición sobre el único tema de los años ’70 que el volumen no había tomado por asalto: el fútbol y el Mundial ’78. A quince días de la salida en España de El fondo del cielo, su nueva novela, esta reedición llega a las librerías argentinas. Radar reproduce algunos fragmentos del texto de Echevarría sobre el impacto que esos cuentos tuvieron, su relación con el canon argentino y sus consecuencias sobre la literatura hispanoamericana.
› Por Ignacio Echevarria
Rodrigo Fresán, el autor de este libro, y Ray Loriga, su prologuista, comparten el dudoso privilegio de haber debutado, cada uno por su cuenta, con dos libros que conmocionaron la narrativa de sus países respectivos. Lo hicieron casi al unísono: Fresán en 1991, con Historia argentina, y Loriga en 1992, con Lo peor de todo. Uno y otro título supusieron, en su momento, un cambio de rasante en lo que cabe entender por (ejem) “horizonte de expectativas” no sólo de los lectores sino también de los escritores y –más notoriamente– de los editores de Argentina y de España (y, por ahí, de toda Latinoamérica). No parece exagerado afirmar que la narrativa en lengua castellana de la década de los ‘90 iba a quedar determinada, en su orientación y en su dinámica, por el éxito de estos dos libros, al que habría que sumar el de un tercero: Mala onda (1991), del chileno Alberto Fuguet. Se trató de éxitos bastante desiguales, por lo demás. Historia argentina permaneció durante meses en el ranking de los libros más vendidos de su país y convirtió a su autor en una verdadera celebridad. La suerte corrida por Lo peor de todo fue mucho menos espectacular. Pero no es cuestión ahora de subrayar las diferencias –muy grandes– entre uno y otro libro (entre un autor y otro), sino aquello que los destaca conjuntamente en la perspectiva del tiempo transcurrido desde su publicación, a saber: que a partir de ellos cambiaron las reglas del juego. El mercado editorial descubrió, sorprendido, un nuevo filón comercial. Se trataba de proponer un nuevo modelo de escritor internacional, desdeñoso de la institución literaria, investido de su propia juventud (esa patria común de la que, tarde o temprano, terminan todos por exiliarse), que hacía causa de sí mismo y tendría a confundir la desinhibición con la rebeldía. La industria discográfica –que por aquellos años, quién lo iba a decir, entonaba su canto de cisne– ofrecía la pauta. Al fin y al cabo, si Bob Dylan es postulado, año tras año, para el Premio Nobel de Literatura, ¿por qué un escritor no podía aspirar, por su parte, a desatar las pasiones de una estrella de rock? Allí estaba el precedente fabuloso de Murakami y de su Norwegian Wood (1986). Vale que eso era lejos, en Japón, pero ¿no se había entrado ya en la era global? La impredecible fortuna de un libro como Historia argentina, con su estética pop, con su estilo sincopado y melodioso, con su sincretismo sentimental, invitaba a señalarlo como manual de instrucciones a partir del cual pergeñar el patrón de una literatura mutante, en cuyo código genético concurrían las tiras cómicas, las series televisivas, el periodismo de masas, las películas de animación, la literatura de género, las bandas sonoras, las revistas del corazón, la publicidad pura y dura, la divulgación científica... y, por supuesto, de cabo a rabo, el Canon Occidental. La fórmula parecía sencilla. Pero ya se sabe que pocos o nadie leen los manuales de instrucciones, y que quienes lo hacen rara vez los entienden. ¿Qué tiene de extraño, entonces, que la cosa dejara tan pronto de funcionar?
Sorprende, mientras se lee Historia argentina, la variedad y la potencia de los recursos que su autor pone en juego. Y no sólo su oído literario: también su cultura portentosa, tanto más portentosa si se tiene en cuenta que, cuando el libro se publicó, Fresán contaba veintisiete años. El mismo ha dicho en más de una ocasión, y es verdad, que este primer libro contiene el germen de todos los posteriores. La frase es casi un lugar común cuando se trata de los primeros libros de toda suerte de escritores, sobre todo si han hecho fortuna. Resulta difícil, por lo tanto, dar a entender hasta qué punto es realmente así en este caso. Hasta qué punto cabe afirmar que Rodrigo Fresán debuta como un escritor ya acuñado, resuelto. De tal forma que sus libros sucesivos –como él mismo no ha dejado de reconocer– parecen desarrollo natural de temas, obsesiones, maneras que ya están presentes en Historia argentina, y no sólo latentes.
La narrativa de los ‘90 fue prisionera, en todo el ámbito hispánico, de una equívoca consigna: la de la juventud. Todo empezó por un desplazamiento que, por sí solo, parecía inocuo: donde hasta entonces se venía hablando periódicamente de nueva narrativa, se pasó a hablar –precisamente a partir del imprevisto éxito obtenido por un libro como Historia argentina– de joven narrativa. De pronto, empezó a contar la edad de los nuevos narradores por encima de su novedad. A condición, eso sí, de que discurrieran precisamente sobre eso: sobre su juventud, esa categoría tan imprecisa y tan intrigante, sobre todo para quienes han sido excluidos de ella. Lo malo es que la juventud no suele tener una idea demasiado consistente de sí misma, así que para satisfacer las expectativas generadas hubo de recurrir a lo que más al alcance tenía: estribillos de canciones, eslóganes publicitarios, lemas para camisetas, todo ello servido con ademanes épatantes y una jerga más o menos actualizada con la que, en definitiva, se rumiaba la misma cantilena de siempre: sexo, drogas y rocanrollo. Como ya se ha dicho, aquello duró poco. La joven narrativa de los ‘90 envejeció más deprisa todavía que los narradores que la protagonizaron. Aquella fiesta tan concurrida en la que todos bailaban terminó casi de golpe y la casa donde se celebraba se quedó desierta. ¿Desierta? No del todo. En el piso de arriba, en el cuarto de los niños, sentado al escritorio, frente al ordenador, estaba Rodrigo Fresán. No es que ignorara que la fiesta se había acabado: es que no sabía siquiera que se celebraba una fiesta. Y ahí sigue, después de todos estos años.
En todas las reediciones de sus obras suele Fresán introducir cambios, añadidos, alteraciones, y no sólo enmiendas o supresiones. Así ha ocurrido con las cinco reediciones (contando ésta, y dejando de lado las reimpresiones) que hasta el momento se llevan hechas de Historia argentina. Esta forma de proceder es característica de una relación, por así decirlo, orgánica con la propia escritura, de la que el autor nunca se desentiende. Toda la obra de Fresán, en su conjunto, admite ser vista, en este sentido, como una obra en marcha. Su estilo revela, de uno a otro de sus libros, una sorprendente coherencia, indicadora sin duda de su temprana, casi súbita madurez. Ello le permite, como en esta nueva edición de Historia argentina, incorporar a un libro de 1991, con toda naturalidad, un relato escrito mucho después, en 2008. La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma, reza un conocido principio de la física. Diversas reformulaciones de este mismo principio aparecen, aquí y allá, a lo largo de Historia argentina, hasta llegar a la más melancólica antítesis: “Nada se transforma, todo se pierde”. Este sentimiento de pérdida será una constante en la narrativa de Fresán, en la que la memoria y sus negaciones tienen un protagonismo muy recurrente: “Me pregunto a dónde se irá la memoria cuando morimos –escribe–. Porque la memoria, como concepto teológico, me parece mucho más interesante y lleno de posibilidades que el alma. Después de todo, tal vez el alma sea la memoria.”
Historia argentina se presenta precedida de citas de Joan Didion, de Gerald Murphy, de Alfred Andersch y de Adolfo Bioy Casares. Cada una de las diecisiete piezas que componen el libro va precedida, a su vez, de al menos una cita, en ocasiones dos (todas, por cierto, estupendas): de Jorge Luis Borges, de Mayor Guy Sheridan, de Joseph Conrad, de John Cheever, de Thomas Mann, de Kurt Vonnegut, de Gustave Flaubert, de Francis Scott Fitzgerald, de Tennessee Williams, de John Gardner, de Bernard Malamud, de David Bowie, de Bob Dylan, de Marcel Proust, de James Joyce, de Groucho Marx... Oh, sí, es mucha gente. Para colmo, en la nota final (precedida de una cita de John Irving), sección agradecimientos, se mencionan en tropel más de cincuenta nombres de maestros, gurúes, benefactores, amigos, compañeros... Ahí salen de nuevo varios de los tipos citados anteriormente, y además Johann Sebastian Bach, y Stanley Kubrick, y Philip K. Dick, y Glenn Gould, y Herman Melville, y Frank Capra, y un montón de conocidos y desconocidos, más o menos sospechosos, incluido algún crítico idiota. Para justificar, frente a quienes se la afean, esta compulsión a citar y a mezclar nombres, Fresán menciona la “influencia apenas subliminal, supongo, de la cubierta del Sgt. Pepper`s Lonely Hearts Club Band de Los Beatles, con todos esos rostros, todas esas influencias”. Aquella portada de Los Beatles ha devenido un icono pop, y es con la cultura pop, en definitiva, con la que suele vincularse la estética de Fresán y su hiperreferencialidad. Sin duda hay algo de eso, qué duda cabe (Pop, precisamente, se titula uno de los libros que Fresán viene anunciando desde hace ya tiempo). La cuestión, sin embargo, reclama todo tipo de matizaciones, empezando por la que señala a Fresán mismo como un escritor de estilo y de recursos cada vez más refinados, menos condescendientes. Habría que repensar esa facilidad (esa felicidad) de Fresán para reconocer influencias a contraluz de esa angustia de las influencias sobre la que teorizó Harold Bloom tan polémicamente. El mecanismo de represión y olvido de los mayores que atribuía Bloom al escritor incipiente se ve reemplazado en Fresán por el goce de la pertenencia, característico de una cultura huérfana y desjerarquizada. Tanto como las marcas de lo que se reconoce comúnmente como cultura pop, es la gratitud que el joven Fresán prodiga a sus mayores, a sus pares, la que determina y caracteriza su actitud. Decía Bloom que “para sobrevivir, el poeta debe interpretar erróneamente al padre mediante ese acto crucial que es el reescribirlo”. Nieto de Pierre Menard, el autor del Quijote, Fresán recibe el malentendido como herencia, y no le hace falta reescribir a sus maestros, le basta con citarlos.
Rodrigo Fresán pasó buena parte de su infancia y adolescencia en Venezuela, adonde su familia se trasladó a vivir por razones políticas. Lejos de su país, dice Fresán que desarrolló “una especie de negación inconsciente de lo argentino”, tanto más comprensible si se recuerda que, con sólo diez años, fue víctima de un secuestro por parte de la Triple A, un grupo paramilitar de ultraderecha (véase el capítulo titulado “La vocación literaria”). Que su primer libro terminara titulándose Historia argentina fue consecuencia, al parecer, de un reto que Fresán se impuso a sí mismo: el de acertar a contar aquella experiencia inverosímil mucho antes que traumática; el de hacerla narrativamente eficaz. Se trataba de algo tan sencillo, en definitiva, como dejar de tratar a Argentina como problema, por cuanto el problema consistía propiamente en otra cosa: en la forma de narrarla. Fresán ha contado que la clave se la dio la lectura de El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares. “A ese libro le agradezco la certeza de que se puede escribir en argentino sin caer en todos los lugares comunes habituales que, sin hacer un juicio crítico al respecto, me resultaban ajenos.” Por lo demás, una vez conjurado el problema de ser argentino, Fresán no tardó mucho en hacer las maletas e irse a vivir a España, donde reside desde hace diez años.
“La elección del lado de afuera es la elección de la más eufórica de las soledades.” Eso dice Lucas Chevieux, asesino de masas. Ahora bien, todo parece indicar que esa elección es precisamente la que hace todo escritor. O al menos la que hizo, desde muy pronto, el escritor que se llama Rodrigo Fresán. De lo que cabe concluir que es él, Rodrigo Fresán, y no Lucas Chevieux –un impostor–, el verdadero Hombre del Lado de Afuera. “Hubo un momento –explicaba en cierta ocasión Fresán, para justificar su “retiro” en Barcelona– en que yo sentí claramente que si seguía escribiendo, iba a tener que hacerlo desde fuera. Fue algo compulsivo, como cuando uno siente que ha de cambiar de dieta.” ¿Qué pasó entonces con Argentina? Bueno, hay muchas maneras de seguir cautivo de aquello de lo que uno pretende liberarse. Dice Paul Valéry que “el hombre es un animal encerrado por la parte de afuera de su jaula”. Quizá sea una buena manera de describir Historia argentina: una forma de contar la argentinidad por la parte de afuera de la jaula.
Desde su primer libro, Rodrigo Fresán se ha mostrado inconforme con la naturaleza capsular del cuento tradicional y, aun siendo un cuentista portentoso, ha elaborado estructuras, mallas narrativas en las que la relativa independencia de cada una de las piezas queda cuestionada, o si se prefiere “ablandada”, por la circulación, de una a otra, de motivos, de escenarios, de personajes recurrentes. Se produce de este modo una reverberación de su sentido que liga entre sí las distintas piezas y permite hablar de un entre articulado que, sin llegar a ser propiamente una novela, apunta a cierta afinidad con las formas más abiertas del género. Se ha hablado con este motivo de un género mutante, que vendría gozando de un creciente predicamento en los últimos años, si bien en el caso particular de Rodrigo Fresán conviene destacar dos cosas: la precocidad con que lo practicó, por un lado, y la tendencia que toda su obra muestra a cohesionarse conforme a un mismo principio de tránsito, infiltración, recurrencia, como si se tratase de un continuo narrativo cuyo germen sería precisamente Historia argentina. Conviene, también, recordar lo que el propio Fresán ha dicho acerca del género a que pertenece la Historia argentina (sin cursiva), construida, según él, “como una vertiginosa sucesión de cuentos y no como una novela”. Observa Fresán: “Si se piensa en la Historia argentina como una espasmódica sucesión de narraciones –Los mil y un crepúsculos, podría llamarse– apenas conectadas por un hilo común, entonces la Argentina como país cobra cierto sentido. Se entiende que ‘La dictadura militar’ y ‘La guerra de Malvinas’ son dos cuentos diferentes más allá de que transcurran juntos, y que el primer Perón es un relato completamente diferente del del segundo Perón; y que ese gol de Maradona a los ingleses en el Mundial México ‘86 tiene un protagonista diferente al Maradona expulsado del Mundial de Estados Unidos ‘94. De ahí que, a la hora de contar mi país, yo haya escogido el formato de novela-en-cuentos o cuentos-en-novela para Historia argentina. Recurso genético al que regresaría en Vidas de santos y en La velocidad de las cosas”. Y añade: “No es azar que las Grandes Novelas Argentinas (pienso en la rareza fundante del Facundo de Sarmiento, en Rayuela de Julio Cortázar; en Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal; en Respiración artificial de Ricardo Piglia; en El beso de la mujer araña de Manuel Puig, en Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato) no respeten nunca la estructura tradicional del monstruo y se atomicen en varias o en miles de piezas de puzzles. No es casual tampoco que El sueño de los héroes de Bioy Casares trate, en realidad, de la historia de una novela intentando recordar desesperadamente el cuento de lo que sucedió una noche”.
La generación de Rodrigo Fresán, es decir, la de los argentinos nacidos entrada la década de los ‘60, creció y se educó en un clima intensamente politizado, dentro de un país cuya historia, convertida en un vodevil sangriento, parecía haberse subido a una montaña rusa de la que sigue sin querer salir. En el impacto que en su momento produjo Historia argentina intervino, muy destacadamente, el irreverente tratamiento que en este libro recibe una realidad que, por atroz, no deja de hacerse cotidiana y, en cuanto tal, habitable no solamente bajo el signo de la tragedia o de la denuncia, sino también del absurdo, del delirio, de la comedia. Historia argentina no eludía ninguno casi de los asuntos que, para los lectores argentinos del momento, resultaban candentes (los desaparecidos, el exilio, la guerra de las Malvinas, la violencia tanto civil como institucional, etc.), pero se atrevía a hacerlo de forma desplazada, es decir, sustrayéndoles el énfasis político, dramático, retórico. Lo hacía sin espíritu provocador, sin ademanes iconoclastas, sin cinismo también: simplemente redibujando el marco de observación y dando lugar a+ una nueva combinatoria de voces, de argumentos, de personajes. La jaula por fuera, ya saben. No se trataba de obviar el reciente pasado histórico ni sus sombras persistentes –como hizo, en relación con el franquismo, la nueva narrativa española de los ‘80–, no se trataba tampoco de romantizarlo, de convertirlo en un escenario camp para una lectura sentimental del horror y la derrota –como ha venido haciendo, en relación con la Guerra Civil y sus secuelas, la narrativa española de las dos últimas décadas–, sino de integrar ese pasado histórico como trasfondo de unas historias que, sin sustraerse a él, se desentienden sin embargo de su dramatismo. “Todas estas historias encajando unas con otras casi sin hacer ruido porque, sí, la improbabilidad de ciertas casualidades, la azarosa sinapsis de neuronas, es lo que acaba constituyendo la auténtica estructura de la historia de un país”, como se lee en Historia argentina.
Escribe Roland Barthes, en el prefacio a sus Escritos críticos (1963), que el escritor, ante el Yo, está en la misma situación que el niño. “Como el niño que dice su propio nombre, al hablar de sí, el novelista se designa a sí mismo por medio de una infinidad de terceras personas.” Y concluye: “La tercera persona no es pues una argucia de la literatura, sino el acto de institución previo a cualquier otro: escribir es decidirse a decir El (y poderlo hacer). Ello explica que cuando el escritor dice Yo (lo cual ocurre a menudo), este pronombre ya no tenga nada que ver con un signo indicial, sino que sea un signo sutilmente codiciado: este Yo no es nada más que un él en segundo grado, un El de vuelta (como probaría el análisis del Yo proustiano).” Una forma algo enrevesada pero luminosa de encuadrar lo que Fresán, refiriéndose a su obra, llama “la espasmódica relación entre las singulares primera y tercera persona”. Particularmente luminosa cuando se atiende al importante papel que la infancia juega en la obra entera de Fresán. Cuando se atiende, asimismo, a su convicción de que no hay mayor impostura que la autobiográfica. En cuanto a lo de haber titulado Historia argentina su primer libro, cabe preguntarse si, para el joven Fresán, más que una argucia literaria no constituye, por decirlo como Barthes, un acto de institución previo: para empezar a escribir libremente era necesario, en su caso, decidirse a decir Argentina, y poder hacerlo.
El abigarrado santoral literario de Rodrigo Fresán (del que se obtiene una cabal representación a partir de las citas y tributos que incorpora Historia argentina) es mayoritariamente anglosajón. El mismo ha contado muchas veces que en su iniciación como lector, y también como escritor, desempeñaron un papel protagonista autores de habla inglesa. Su educación literaria, con todo y ser muy amplia (y tener a Marcel Proust en lo más alto del podio), es axialmente anglosajona. Decía Fresán en una entrevista que había leído primero a Kurt Vonnegut que a Macedonio Fernández. Con el tiempo, leyó a Macedonio Fernández, y descubrió que le gustaba más Vonnegut. Seguramente, el orden de las lecturas es más determinante aún, para la formación de cualquiera, que el número y la calidad de esas lecturas. En el caso de Fresán, haberse educado –literariamente hablando– “en inglés” contribuyó sin duda a orientar su afición y su interés por cierto tipo de conductas narrativas ensayadas primero que nadie, y mejor que nadie, también, por la gran tradición norteamericana. Eso, y haberse educado en la era del rock, de la televisión, y de tantas otras cosas que arrinconan cada vez más el papel que la propia tradición tiene en la formación del escritor. Declaraba Fresán: “Desde luego, yo me siento mucho más cerca de Moby Dick que del Facundo de Sarmiento. Pero antes que eso hay que considerar aspectos como la uniformidad de los doblajes televisivos, y del lenguaje televisivo en general, cuya lengua es neutra. Yo aprendí mecanismos narrativos tanto con la serie Dimensión desconocida como con Borges, eso está clarísimo. Por lo demás, no me parece gratuito señalar, a la hora de destacar lo que se hace en la actualidad con la literatura de los ‘60 y ‘70, que la música de aquellos años era el jazz, que es una música sin letra, en tanto que la música en que nos formamos los de mi generación ha sido el rock, y el rock cantado en inglés. Por no hablar ahora del ascendente del cine americano, claro.”
La primera novela-novela de Rodrigo Fresán, Esperanto (1995), tenía por protagonista a un rockero. Entre los freaks que desfilaban por ahí se contaba Woodstock Baby, un periodista empeñado en entrevistar a Federico Esperanto. Es fácil reconocer en este personaje un trasunto paródico del propio Fresán. Cuando Esperanto pregunta quién es ese tipo, su amigo Trasho le responde: “No sé, el tipo tiene una columna todas las semanas en un diario. No se entiende nada de lo que escribe, creo. Usa oraciones larguísimas, la mitad en inglés, además. Una cosa está clara: sus dos palabras favoritas son Bob y Dylan. Así que te caería bien, creo...” Y añade a continuación: “Si te interesa mi modesta opinión, te diría que Woodstock Baby es el típico seudointelectual que daría un ojo de la cara por estar encima de un escenario sostenido por una guitarra eléctrica”. El éxito de Historia argentina, ya se ha dicho, fue “formateado” a posteriori, por editores y comunicadores, como el de una estrella de rock, o del pop, lo mismo da, y sirvió de plantilla para modelar un nuevo tipo de escritor “transliterario”, autor de libros que en el fondo aspiran a convertirse en otra cosa: preferiblemente una película, o un videoclip, o un cedé. El propio Fresán fue víctima de esta operación, y sobre él mismo recayeron, sin merecerlos, muchos de los tópicos que a partir de él se pusieron en circulación, relativos sobre todo a los escritores más jóvenes que aspiraban a seguir sus pasos. Los años transcurridos no han librado a Fresán de este sambenito, el de escritor mediático y ruidoso, empeñado en borrar las fronteras entre periodismo y literatura, celoso de su celebridad y canturreando siempre alguna melodía más o menos reconocible. La parodia que de sí mismo hace Fresán a través de Woodstock Baby indica que muy tempranamente resolvió tomarse con humor el malentendido. Por lo demás, no deja de ser cierto que el pop y el rock proveen a Fresán de un código de contraseñas tan válidas como las netamente literarias. En Norwegian Wood de Murakami es la canción de Los Beatles así titulada la que, como la magdalena proustiana, desata el mecanismo de la memoria. En Esperanto se lee: “Las canciones de Los Beatles ya no eran canciones, eran signos de pertenencia y de reconocimiento, señales inequívocas de comunión más allá del tiempo y de espacio”.
Decía Rodrigo Fresán en una entrevista que “la tradición argentina es una extradición. En el sentido de que se la pasa extraditando autores extranjeros. Sobran los ejemplos. Arlt crece a partir de las traducciones de Dostoievski. Borges lo hace a partir de multitud de referencias de todo tipo, anglosajonas, escandinavas, etc.”. Recuerda Fresán cómo Piglia decía que la tradición argentina se perfila mediante un uso específico de la herencia cultural: “Los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones”. ¿Les suena? Para Fresán, por su parte, “la de Piglia no deja de ser una actitud turística, en este caso la de un tipo que visita su propio país. Su gracia consiste en dar un tratamiento extranjero a autores argentinos. Sus consideraciones corresponden a una mirada para mí completamente extranjera. Piglia se extranjeriza para leer a Borges, a Macedonio, a Arlt”. También Fresán se extranjeriza, en Historia argentina, para visitar la historia de su propio país. Muy tempranamente, ya a partir de este libro, Fresán fue aplaudido como abanderado de una nueva literatura latinoamericana desentendida por fin de los paradigmas del boom, aborrecedora de las categorías que éste puso en circulación y que durante décadas aplastaron con su propia fortuna cualquier intento de desplazarlas o de refutarlas. Un nuevo malentendido que conviene despejar. Fresán nunca se planteó refutar el boom, y no lo hizo, entre otras razones, porque su formación como escritor obviaba aquellas categorías, que gozaron de escasa raigambre en Argentina. “La literatura argentina –observaba Fresán– permanece hasta cierto punto aislada del barroco americano, del realismo mágico. Se trata de una literatura eminentemente urbana, de ascendente anglosajón, y en este sentido su conflicto con el boom ha sido menor.” Así es, en efecto. El canon con el que, en su propio país, se medía Fresán poco o nada tiene que ver con el boom latinoamericano: es un canon subversivo que, aun cuando tardaría en hacerse visible fuera de Argentina, se impuso allí en los ‘80, con nombres como los de Piglia, Fogwill, Aira, Libertella. Sus antecedentes no eran Borges ni Cortázar sino Puig, Copi, Saer, Néstor Sánchez, Lamborghini. La operación literaria que Fresán hacía en Historia argentina no era, como tendió a leerse fuera del país, una operación dirigida contra el sistema literario allí existente, con el que el propio Fresán tenía múltiples conexiones y complicidades. “Y es que –ha dicho Fresán– a diferencia de lo que ocurre con buena parte de la literatura latinoamericana, cuyas raíces aparecen firmemente aferradas al suelo en el que esas literatura transcurren, las raíces de la literatura de mi país no se hunden en el suelo sino en una pared, en la pared donde cada uno de esos escritores tiene su biblioteca. La biblioteca es la patria y el ADN del escritor. La biblioteca es la tradición íntima y auténtica. Y la tradición argentina pasa por la falta de tradición y eso queda más que claro en buena parte de sus escritores. Pensar en Borges, en Puig, en Bioy Casares, en Cortázar, en Piglia. Pienso en que todos los grandes escritores argentinos son, fundamentalmente, grandes lectores. Lo local contemplado desde cualquier parte del planeta. Y viceversa. La impresión se hizo todavía más fuerte cuando leí tiempo después un ensayo que Borges había escrito tiempo antes –”El escritor argentino y la tradición”– donde afirmaba que nuestra tradición es ‘toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición’ y donde concluía con las siguientes palabras: ‘Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina [...] Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una meta afectación, una máscara’.”
Dice Fresán que la vocación literaria suele ser una vocación infantil. En cualquier caso, él asegura que desde que tiene memoria de sí mismo se recuerda queriendo ser escritor. La de Fresán es una infancia, como él ha dicho en alguna ocasión, de interiores (“Creo que debo haber ido cuatro veces a un parque o a una plaza en mi vida”, ha exagerado alguna vez). Apenas salía de su casa como no fuera para ir al colegio o a casa de su abuela, y pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, primero, y luego escribiendo. Sus padres pertenecían a la progresía cultural y tenían por deporte favorito separarse y volver a casarse, así que los interiores mudaban continuamente, como los apartamentos a que se trasladaba a cada rato. A su alrededor había siempre muchos libros, y también escritores reales (aquel tipo sentado en el sillón era Cortázar, o Rodolfo Walsh, o García Márquez), así que lo de querer ser como ellos no resultaba chocante para nadie: lo habría sido mucho más que deseara ser médico o abogado. El caso es que para él nunca hubo opción: ésta le vino, en cierto modo, dada, y ni su afición por los comics, primero, y más adelante por la música, por la televisión o por el cine, dio lugar a la tentación de querer ser dibujante, o guionista, o realizador. Importa subrayar esto cuando se insiste en señalar la cultura transversal y heteróclita (¡pop!) en la que se sustenta la obra de Fresán. A diferencia de muchos de sus compañeros de generación, y de casi todos los escritores más jóvenes que él, Fresán es escritor porque no quiso ser otra cosa, y no porque no pudo ser otra cosa. Su dedicación al periodismo es subsidiaria, y alimentaria, pero no es nutricia de su escritura creadora, que surge de un estrato muy anterior y mucho más profundo: que surge de esa infancia encerrada y ambulante, cuyos paisajes pertenecen a los libros. De eso habla Historia argentina: de una patria de papel, de un país vivido a partir de los libros, a través de los libros, y de la felicidad que éstos procuran. César Aira se refirió en una ocasión a “la felicidad inaudita, increíble, de ser argentino”. Preguntado al respecto, confesó que no sabía muy bien lo que había querido decir, pero que suponía que tenía que ver con “ese sistema de transformaciones” con el que suele fantasear: “Que el mundo se transforme en mundo, etc. Que la obviedad de lo real se vuelva una segunda vez premeditada y artística. Eso para mí sería suficiente como felicidad”. A eso se parece la felicidad que transmite la Historia argentina de Rodrigo Fresán: la de hablar de Argentina sorteando la imposición de hacer de argentino; la de elegir ser argentino en el territorio libre y absolutamente dichoso de la escritura.
Historia argentina
Rodrigo Fresán
Anagrama
268 páginas
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