Domingo, 4 de octubre de 2009 | Hoy
Después del éxito inusitado de Huesos en el desierto (inspirador de 2666, la novela póstuma de Roberto Bolaño), el mexicano Sergio González Rodríguez arremete con una crónica muy literaria donde la violencia de su país alcanza alturas metafísicas.
Por Mariana Enriquez
El hombre sin cabeza
Sergio González Rodríguez
Anagrama
186 páginas
En 2002, Sergio González Rodríguez (ensayista, narrador, crítico y periodista mexicano) publicó una investigación que lo hizo famoso: Huesos en el desierto, libro fundamental sobre el feminicidio que desde inicios de los años ‘90 asuela Ciudad Juárez, estado de Chihuahua. El libro no sólo revelaba en todo su horror “la máquina de olvido y exterminio” que reina en la ciudad fronteriza, sino que sirvió como inspiración y referencia para 2666, la monumental novela póstuma de Roberto Bolaño, lo que le dio a Huesos... cierta condición mítica.
El nuevo libro de Sergio González Rodríguez es muy distinto a Huesos en el desierto. Si aquella exhaustiva investigación era abrumadora por el detalle, los datos, la precisión obsesiva, el reciente El hombre sin cabeza es un trabajo menos periodístico, más literario, evocador, que toma elementos de la crónica pero también incluye apuntes autobiográficos. El hombre sin cabeza reflexiona sobre el estado de violencia bajo el que vive México, y de vez en cuando ofrece párrafos como este: “Al término de 2008 el saldo fue escalofriante: más de cinco mil doscientos ejecutados, un promedio de diecisiete secuestros por día, trescientos doce casos de asesinatos con mensajes criminales y al menos ciento setenta decapitados en la república mexicana”. La figura del decapitado da título al libro y dispara la gran meditación sobre la locura y la violencia: en este sentido, la “pérdida de la cabeza” funcionaría de manera literal. El método de la decapitación dentro del crimen organizado mexicano (en su mayoría relacionado con el narcotráfico) comenzó hace relativamente poco, casi en paralelo con las decapitaciones de algunas organizaciones fundamentalistas musulmanes, que en varias ocasiones difundieron ejecuciones por Internet. González Rodríguez ofrece el paralelismo para decir que, de Oriente a Occidente, el acto de decapitar representa el gesto supremo de la atrocidad, la pérdida de la razón en su sentido más extenso.
Pero González Rodríguez también evoca su infancia y a su familia, sin sentimentalismos. Recuerda las otras cabezas sin cuerpo famosas de la historia mexicana (los tzomplantli, empalizadas aztecas que sostenían cráneos de víctimas sacrificadas a los dioses; la del clérigo Miguel Hidalgo y Costilla; la de Pancho Villa, que fue robada de su tumba). Repasa brevemente la historia de algunas organizaciones criminales como Los Zetas y La Familia, y da cuenta de cómo reclutan a otros actores sociales. Describe con crudeza las más espeluznantes prácticas de castigo y tortura (“abren la tráquea para jalarles la lengua por el corte, le llaman corbata colombiana; descuartizan los cuerpos y arrojan los restos en un recipiente en el que ponen petróleo y le prenden fuego hasta que se quema todo, le nombran horno”). Narra con extrañeza y cierto escalofrío el culto a la Santa Muerte, cuenta una visita al mercado de los brujos de Veracruz y entrevista a un sicario asesino de jovencitas que se cree un nagual –mensajero entre lo terreno y lo superior, que a veces encarna en depredador– y también a un decapitador “profesional”, en lo que constituye quizás el momento más surrealista de un libro por demás extraño, desordenado, poco riguroso e inquietante como una pesadilla.
En El hombre sin cabeza Sergio González Rodríguez no pretende dar un informe exhaustivo de la violencia en el México actual, sino más bien transmitir una sensación de horror profundo y su disgusto ante el acostumbramiento, pero también la compleja fascinación de lo abyecto y lo atroz (“lo terrible encarna con un aura hermosa; lo cruel adorna, brota la nostalgia salvaje”), la rara belleza del pensamiento mágico, el atractivo poder de las tinieblas.
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