En la última Feria del Libro de Frankfurt, Mempo Giardinelli ofreció una mirada en perspectiva de la literatura nacional en un discurso que tituló “La Argentina en su literatura”. Bajo la idea central de que la literatura argentina goza de un momento extraordinario en los últimos años a pesar de no contar con figuras excluyentes o por eso mismo, se repasan aquí los caminos de la prosa, la poesía y hasta la literatura infantil.
› Por Mempo Giardinelli
Desde la recuperación de la democracia, la literatura argentina pasa por uno de sus mejores momentos. Las últimas dos décadas han sido extraordinarias, si bien no tuvimos (y acaso por eso mismo) ninguna figura excluyente. Muertos Borges, Cortázar, Bioy Casares y Silvina Ocampo, y con personalidades emblemáticas más cercanas como Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Olga Orozco y otros grandes narradores y poetas, quienes venimos a representar a esa literatura en esta Feria pertenecemos a una literatura que no vacilo en definir como mucho más plural y abarcativa.
Me agrada decir aquí en Alemania, una de las cunas del romanticismo, que la literatura argentina fue fundada por nuestro primer romántico –Esteban Echeverría– quien llevó de Europa a América las ideas que conmovían el pensamiento occidental de la época y sembró esas ideas en el Río de la Plata.
Su poema La cautiva y su cuento “El matadero” constituyen a Echeverría no sólo en iniciador de la literatura moderna en mi país, sino también en pionero del romanticismo social. Línea que confirmaron después López, Mitre, Mármol, Sarmiento, Hernández, Lugones, Arlt, Borges, Cortázar y muchos más, incluso hasta hoy. Podría decirse que la literatura de toda Latinoamérica nació bajo la impronta del romanticismo. El social y el sentimental.
Desde entonces la ciudad de Buenos Aires impuso su sello a toda esa literatura, como escenario total, casi único de la poesía, el cuento, la novela y el ensayo. Es la ciudad letrada, la ciudad europea transplantada por los inmigrantes, la ciudad civilizada que se impone a la barbarie gaucha. Eugenio Cambaceres y Lucio Vicente López primero; Lucio Victorio Mansilla, Miguel Cané y Fray Mocho después, afirman literariamente a una ciudad orgullosa de sí misma, que se autoconvence de su destino de capital cultural americana, y cuyas expresiones son decididamente urbanas, aunque representativas de un enorme territorio que casi todos creen vacío. Sobre los apenas cuatro millones de habitantes censados que tiene la República Argentina al empezar el siglo XX, un millón se concentra en el único puerto, y su gentilicio, “porteño”, será sinónimo de “argentino” en todo el siglo que viene.
El compadrito que luego consagró Borges en los años ‘20 y ‘30, el guapo y el malevo, son productos de la mixtura de sangres. Emanan de ese fervoroso mestizaje que consagra su propio ritmo, el tango, una de las pocas músicas populares del mundo (si no la única) que no nace en el campo, ni en cafetales o algodonales; que no se origina en paisajes bucólicos ni junto al mar; que no se refugia en las montañas ni es parida por los dolores de la explotación o la esclavitud, y que ni siquiera conoce cabalmente su verdadero origen.
El tango –fenómeno urbano– tiene poetas y narradores que hablan de la ciudad y sus arrabales, sede de inmigrantes de todo origen y laya. Rosario es el único otro polo con personalidad urbana, puerto también. Los inmigrantes desembarcan en ellos, provenientes de decenas de países de todos los continentes. La ciudad los asimila, a la vez que acepta sus peculiaridades (a regañadientes de los xenófobos que toda sociedad contiene). Y mientras la oligarquía se recluye, espantada, en sus estancias, la ciudad es escenario de extranjerías. Se imprimen y leen diarios en docenas de idiomas; hacia 1930 más de la mitad de la población porteña no habla el castellano. El tango, primero resistido por la aristocracia, de la mano de Carlos Gardel (un uruguayo, quizá nacido en Francia) se impone en el mundo y acaso por esnobismo deviene identidad de ese sujeto difuso, imprecisable y tantas veces engreído que es el “porteño”.
Hacia 1930 ciudad letrada e inmigración coexisten en la obra de Roberto Arlt, y también en Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal, Ulises Petit de Murat y Raúl González Tuñón. Sin cesar, texto a texto y hasta por lo menos los años ‘70 y ‘80, literatura e inmigración amasan nuestra literatura: de Ezequiel Martínez Estrada a Enrique Wernicke, de Borges a Beatriz Guido, de Cortázar a Sabato, Guillermo Martínez y Eugenia Almeida.
Desde luego, nuestra literatura contiene todas las tradiciones que enlazan ciudad, historia, inmigración, política, dictadura, violencia y exilio como asuntos claves y como claves de todos los asuntos.
Vislumbré estas ideas durante los años de exilio, en México, cuando advertí que ninguno/ninguna de nosotros podía evitar que en sus obras la Argentina y sus tragedias fuesen convocadas. Por eso cuando escribía mi novela Santo Oficio de la Memoria lo que gobernaba mi trabajo era una idea de reparación. Sólo hacia el final de casi nueve años de labor entendí que había escrito una novela que simplemente yo quería que leyeran mis hijas.
Toda introspección habilita una retrospección: mirar para atrás, en sereno recogimiento, para entender lo que nos pasó. Ante el derrumbe de las utopías se impone una actitud solitaria y silenciosa –tal la del escritor/ora– para revisar nuestra historia y la de nuestros padres y abuelos, los inmigrantes. Esto no tiene parangón en el resto del continente, donde hay muchísimas obras históricas pero sin el sello inmigratorio que nos recorre a los argentinos/as de la generación que algunos llaman Postboom o Posmodernidad, y que yo prefiero llamar Escritura de la Democracia Recuperada.
Es la Democracia Recuperada la que nos ha parido. Y en tanto fenómeno plural e inacabado es por eso, conjeturo, que resulta tan difícil hablar en “representación” de la literatura argentina. No obstante, intentaré ahora señalar algunos de los rasgos distintivos que a mi entender informan hoy sobre lo que se escribe en la República Argentina. Y yo diría que son, básicamente:
1) la irrupción de la mujer. Como sujeto de escritura y como escritoras. El papel predominante que tienen hoy las mujeres en nuestra escritura es algo que hubiera parecido inimaginable hace sólo veinte años. Ahora ha cambiado todo: la mujer como protagonista de la escritura y como sujeto literario; las mujeres que escriben y lo que escriben las mujeres; y también las mujeres que leen lo que escriben otras mujeres y cómo las mujeres son escritas. Punto esencial del fin de las dictaduras en la Argentina, con la democracia hemos recuperado la palabra y quien más la había perdido –así fue siempre– era justamente la mujer. Hoy sujeto central del proceso democratizador, ése es –qué duda cabe– el cambio más revolucionario de la democracia latinoamericana y obviamente de nuestra literatura.
2) la recuperación de la Historia Nacional. La democracia habilitó y estimuló el retorno a la Historia y a la indagación de sus posibilidades narrativas. La novela histórica, mediante la reconsideración de episodios y personajes, devino necesidad, experimento y también –es cierto– moda. Por un lado, los que trabajan la historia profunda. Por el otro, quienes se ocupan de hechos recientes (el exilio, los desaparecidos, la memoria en la democracia). Unos y otros reescriben la tragedia nacional, buceando en los orígenes como posible relato de un destino aún incierto.
3) la indagación sobre las corrientes inmigratorias que formaron la Argentina de los siglos XIX y XX, a la vez que el exilio como tema y condena, y en general toda transterración, son parte insoslayable de la cultura argentina y latinoamericana. Inmigrantes, exiliados, transterrados (por voluntad o por fuerza), todos alguna vez perdimos un país, una cultura, un sueño, una utopía. De todo eso se nutrió y se nutre todavía el relato argentino. Que conlleva una paradoja evidente: esta literatura de la inmigración se escribe en un país cuyos jóvenes emigran. ¿Cómo se explica eso? Acaso contradicción sólo aparente: la literatura siempre da cuenta de lo que pasó, no de lo que está pasando.
4) la literatura argentina no cayó en el exotismo y supo rehuir del realismo mágico de los ‘60 y del llamado Boom. Una peculiaridad, sin dudas: no caímos en aquella insoportable necesidad de llamar la atención de la crítica norteamericana o europea a través de caracteres exóticos inmersos en el realismo mágico, necesidad que fue común –y letal– para generaciones anteriores. Lo real maravilloso no es impronta de nuestra narrativa y, contrariamente, lo que hay es una fuerte necesidad de alcanzar lenguajes diversos, inesperados, en el camino de búsquedas formales renovadoras, sin las excentricidades ni el exotismo que identificaron al llamado Boom de los años ‘60.
En contrario, la experimentación fue y sigue siendo una tendencia atemporal. De Macedonio en adelante (si es que Macedonio fue experimental, lo que yo discutiría aunque en otro texto), la Argentina tuvo en Juan Filloy a uno de sus más audaces creadores, pionero de novelas como las que luego trajinaron Marechal, Cortázar, Osvaldo Lamborghini o Héctor Libertella.
5) la reivindicación de los Derechos Humanos y la denuncia de la Dictadura. En 1985 el mundo entero vio cómo se juzgaba a las Juntas Militares por sus múltiples crímenes. No se sabía que la flamante Justicia de la Democracia iniciaba un período atroz de avances y retrocesos, que desdichadamente no ha terminado, pero se inauguraba un relato inexplorado que mezcla dolor con denuncia y meditación, memoria colectiva con horror individual, y la firme reivindicación de los Derechos Humanos. Era lógico: ¿dónde iba a quedar instalada la Memoria y, mejor aún, la posibilidad de revisitarla para que fuese docencia cívica y ejerciera magisterio sobre el porvenir? Respuesta: en la Literatura. Y ahí está: en decenas, centenares, miles de poemas, cuentos, novelas y ensayos que fueron paridos en todos estos años y que hoy constituyen el impresionante –sí que irregular– corpus de la Memoria de los Argentinos. Porque decir memoria o decir olvido, en mi país, es decir Derechos Humanos.
Nuestra literatura, que acompaña la tragedia escribiéndola una y otra vez, ha creado para siempre personajes y textos de ética irreprochable, decencias inolvidables y épicas justicieras. No es casual que “El Matadero”, cuyo tema es la brutalidad, sea el cuento fundador de nuestra narrativa. Después vendrán Facundo y el Martín Fierro, los Cuentos de amor, de locura y de muerte de Quiroga, Los siete locos de Arlt, Estafen, La Potra, Op Oloop y Caterva (las cuatro novelas fundacionales de Filloy), Sobre héroes y tumbas y El Libro de Manuel y cualquiera de las novelas de Soriano. Todas esas obras narran la tragedia de una sociedad en la que la violencia está asociada al cuestionamiento de la Justicia. De ahí que en cierto modo los Derechos Humanos, y por lo menos desde diciembre de 1983, son nuestra literatura nacional.
6) la renovada escritura de lo que se llama el “interior”, más precisamente el vasto texto de extramuros que poco y mal se ve desde la ciudad de Buenos Aires. Si el centro gravitacional de la Argentina está, como siempre ha estado y en todos los órdenes, en el puerto, en la literatura argentina eso es obvio y marca determinante.
La literatura argentina canonizada desde, por lo menos, la colección Capítulo de los años ‘60 y sobre todo la de los ‘80, consagra la mirada etnocéntrica porteña y eso –que no ha dejado de consolidarse– hoy determina una concepción a mi juicio equivocada de lo que en democracia viene siendo nuestro quehacer. Como empeñada en que la literatura argentina siga siendo municipal y cortita, corporativa y sectaria, y al contrario de otros cánones literarios amplios, inclusivos y verdadera y orgullosamente nacionales, la visión canonizadora argentina siempre tendió a la exclusión. Quizá por esa manía clasemediera de dejar afuera a los que no pertenecen al club. O por esa obsesión periodística –y académica– de ocuparse casi excluyentemente de los que suelo llamar EMA: Extranjeros, Muertos y Amigos.
Por fortuna la democracia y las nuevas tecnologías van quebrando esa concepción comunal de nuestra literatura y hoy se aprecia un horizonte más abarcativo, menos etnocéntrico. De hecho en el mundo ya no se lee nuestra producción como exclusivamente porteña. Hoy nuestra literatura habla de una nación plural, geográficamente amplia y unida culturalmente en su diversidad.
7) la reafirmación de la inocultable y poderosa tradición del cuento como el género literario más popular de la Argentina. Quizás una de las riquezas del cuento argentino contemporáneo, el que se escribe en Democracia, reside en que contiene en muchísimos casos una reflexión sobre el género. La mirada, directa o sesgada, sobre la realidad, interactúa con el misterio mismo de la creación. Patrimonio colectivo tanto de vida nacional como de preceptiva del género, produce un curioso efecto: el de que en cada uno/una de nosotros parecen estar siempre sutilmente presentes –más allá de sanos parricidios– Quiroga y Arlt, Borges y Cortázar, Mujica Lainez y Silvina Ocampo, Kordon y Blaisten, Mariani y Puig, Denevi y más acá Manauta, Castillo, Luisa Valenzuela, Angélica Gorodischer y el recordado Negro Fontanarrosa. Esto, conjeturo, es constitutivo de la buena salud del cuento en la Argentina.
Párrafo aparte merece la extraordinaria creación cuentística que se ha dado en el género mal llamado “infantil”. Por los caminos marcados por Constancio C. Vigil y desde las fábulas modernas de Javier Villafañe y María Elena Walsh, hay que anotar las preciosas sagas de Graciela Montes, Elsa Bornemann y, sobre todo, Graciela Cabal. También Laura Devetach, Perla Suez, Ema Wolf, Ani Shúa, Luis María Pescetti, Graciela Bialet y Gustavo Roldán, entre muchos otros/as, quienes han desarrollado una producción de una riqueza y variedad impresionantes.
8) la indeclinable producción poética. De hecho, es un empecinamiento nacional: la poesía semioculta y tantas veces irregular que se manifiesta hoy en una trama intensa y acaso no debidamente explorada –es sólo mi opinión– quizá por la prolífica y despareja actividad de centenares, miles de aspirantes a poetas como los hay en todo el territorio nacional. Pero afortunadamente la Argentina tiene –y es innegable– poetas consulares vivos: Gelman, sin dudas, y por lo menos Diana Bellessi en Santa Fe y Luisa Futoransky en París.
9) el ensayo devenido ya género emergente. En el plano literario no faltan las disputas internas, las comidillas y la picaresca que caracteriza a toda literatura. Esos minúsculos asuntos, no obstante, suelen distraer talentos y generan cierto alejamiento de los lectores, ese tesoro que todos y todas anhelamos conquistar. En cuanto al plano político y sociológico la creación es, podría decirse, tan vasta como variada, y tan lúcidamente escrita como a veces tendenciosa y oportunista.
10) un canon mezquino, que además de etnocéntrico es excluyente. A la señalada vocación municipal del canon literario argentino hay que añadir su rara capacidad de recortar nuestra literatura hasta la amputación. Porque lo hace y lo renueva cada tanto, la consideración académica no suele pasar de tres, cuatro o media docena de nombres consulares, lo que nunca representa a cabalidad el totum de nuestro cuerpo textual. En el fondo ficción maliciosa, es por eso que el canon argentino ignora, por caso, a Filloy y a Moyano, a Demitrópulos, Kordon y a Orozco, y la lista es larguísima.
La Literatura es mucho más importante que lo que habitualmente se reconoce. Por eso con el paso de los años es en la Literatura donde encontramos las respuestas a casi todas las preguntas, el sentido de los comportamientos y la explicación a las conductas. Es en la Literatura donde vemos lo que sucedió en cada Tiempo y cada Lugar. Es en García Lorca donde sufrimos el dolor de España, así como entendemos a Alemania en las obras de Goethe, de Brecht, de Mann y de Grass.
También la Argentina fue soñada antes de existir, y la soñaron poetas, escritores, periodistas, filósofos, artistas e intelectuales. Posiblemente desde Mariano Moreno (1778-1811), el primer pensador argentino con una visión progresista-liberal de la Independencia, durante todo el siglo XIX fue decisiva la contribución de los poetas, narradores y ensayistas que al tiempo que escribían animaban la vida del país.
¿Dónde podemos comprender más lúcidamente todo esto? ¿Dónde se encuentra, y dónde encontrarán las generaciones futuras, la explicación a esta tragedia? En la Literatura. Y en el Cine, que es el hijo moderno y tecnológico de la Literatura. Y es que de toda esa tragedia, y no de otra cosa, viene hablando la Literatura Argentina de los últimos, digamos, treinta años. De todo esto habla ahora mismo.
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