Detrás y después de El código Da Vinci, de Angeles y demonios y ahora de El símbolo perdido, tan esperada por fans hipnotizados de todo el mundo, anida el verdadero misterio: ¿cómo hay que descifrar el “código Dan Brown”? Una inmersión en el insondable universo del hombre que conmocionó al Vaticano y ahora amenaza con inquietar a los masones.
› Por Rodrigo Fresán
El símbolo perdido
Dan Brown
Planeta
622 páginas
Seamos piadosos como descendientes de Jesús y Magdalena y no comparemos a Dan Brown con Shakespeare, Cervantes, Proust, Joyce o Borges. Seamos astutos como cardenal papable y tampoco comparemos a Brown con Charles Dickens, Philip K. Dick o John Crowley. Ni siquiera acerquémoslo a Robert Ludlum, Michael Crichton o Douglas Preston & Lincoln Child. Seamos, por lo tanto, mártires dignos de canonización y consideremos a Dan Brown como un fenómeno extraliterario e inexplicable y ajeno a los leyes de este mundo. Comparemos entonces a Dan Brown con Dan Brown y a esta nueva aventura de Robert Langdon con sus peripecias previas en Angeles y demonios y El código Da Vinci. Y comparémoslo también con los cientos de sus clones bastardos de los que Brown es de algún modo responsable, así como del efecto indirecto que hace que una muy buena novela del género histórico–conspirativo como The Forgery of Venus, del excelente Michael Gruber, sea rebautizada como El experimento Velásquez para intentar relacionarla, en vano, con eso que lleva vendidos 80 millones de ejemplares en más de 40 idiomas.
Siendo no especialmente superior a sus discípulos y adoradores, sin siquiera haber patentado la fórmula que lo hizo rico y famoso (recordar El ocho entre otras), Dan Brown se enfrenta ahora a la responsabilidad de haber sido El Elegido. Y, a la luz de lo que ofrece en El símbolo perdido, hay que decir que –incluso desde la óptica de quienes lo consideran el mejor escritor del universo y le creen hasta el último delirio– el resultado es más bien decepcionante, no ofrece nada nuevo y apesta más bien a fácil déjà vu y burdo reciclaje. De este modo, El símbolo perdido no sólo nos trae de regreso al iconólogo de Harvard o lo que sea Robert Langdon sino, también, a varios de los tics y taras de sus anteriores entregas.
Y juro yo que hice las cosas como correspondía, siguiendo las instrucciones al pie del ambigrama: semanas atrás entré a la librería de la flamante terminal del aeropuerto de Barcelona, reparé en las montañas de las ediciones UK y USA de El símbolo perdido y, ¿qué fue lo que hizo que tomara entre mis manos un ejemplar del instantáneo superventas galáctico y lo abriera? Misterio o no tanto. La tentación, supongo, de ser parte de una corriente de miles de viajeros que, en ese momento exacto, hacían lo mismo en diferentes aeropuertos del planeta preguntándose por qué lo hacían, o por qué Dan Brown había demorado tanto en hacer que volvieran a hacerlo.
El concepto “novela de aeropuerto” se ha inventado para todos aquellos que desean una lectura ligera, aerodinámica, sin turbulencias. Dan Brown es eso, pero no es nada más que eso. Dan Brown no es la novela de aeropuerto sino la novela de catástrofe aérea. Y ya se sabe: a mucha gente no hay nada que le guste más que detenerse a ver accidentes. Lo supe cuando me paseé, incrédulo, por las páginas de El código Da Vinci y volvía a comprenderlo ahora, leyendo la tan anticipada novedad con sus páginas rebosantes de diagramas parecidos a sudokus y signos de antiguas logias y muchas pero muchas itálicas. Y –no demoré en comprenderlo– el verdadero y más apasionante secreto de este “objeto” no pasaba tanto por su trama sino por lo que había tramado Dan Brown. Otra vez, un folletín cruzado con guía de turismo y el refrito de inverosímiles teorías ya enunciadas hasta el cansancio. Porque –al igual de lo sucedido con la verdadera historia de María Magdalena, los Illuminati y todo eso– lo que aquí se “devela” (a lo largo de unas pocas horas de acción desenfrenada, como en Angeles y demonios) es algo que cualquier aficionado al History Channel o a las absurdas pero divertidas películas de la serie National Treasure con Nicolas Cage ya conoce casi de memoria: el trazado masónico de Washington DC y los jueguitos urbanísticos de los padres de la patria. Y por supuesto, en las primeras páginas de El símbolo perdido, un mentor de Langdon es asesinado en extrañas y simbólicas circunstancias. Y hay una mano cortada. Y hay un villano mesiánico y tatuado (un tal Mal’akh que, como bien apuntó un crítico, se parece demasiado al malo Francis Dolarhyde de la magnífica Dragón rojo de Thomas Harris). Y hay vergonzantes diálogos de “tensión sexual” entre Langdon y su compañera de turno. Y lo más grave de todo: un lector experimentado en estos vericuetos (o alguien que lo único que ha leído en su vida es a Dan Brown) adivinará enseguida por dónde viene la cosa y cuál es la verdadera identidad de la bestia que persigue a Langdon. El final –que apunta a una cierta espiritualidad new age– deja con la boca abierta con una mezcla de bostezo y, sí, sorpresa, pero por todas las razones incorrectas. Y uno sale de ahí dentro como de un trance hipnótico de esos con los que un ilusionista nos obliga a hacer cosas en público que no queremos hacer. Cosas como ladrar, llorar como bebés o, incluso, leer El símbolo perdido.
Digámoslo así: luego de tantos años de espera, lo cierto es que Dan Brown podría haber escrito (incluso con su característica prosa que vulgariza aún más a los lugares más comunes) algo un poco mejor y, por favor, con un título un poco mejor que éste. No era tan difícil. Pero lo cierto es que la sensación es la misma de cuando vimos Indiana Jones y el templo de la calavera de cristal: lo mismo de siempre, de antes, con la atendible diferencia de que aquí no es el experto Steven Spielberg quien dirige el desfile. Por suerte –ejecuto saludos secretos para que así sea– los masones no caerán en la trampa en la que cayó el Vaticano y no condenarán públicamente a El símbolo perdido. De hecho, hasta es probable que funden clubes de lectura secretos para reír a carcajadas mientras Langdon vuelve a correr y correr y seguir corriendo escaleras arriba de las listas de más vendidos sin importarle la muy sólida existencia fantasmagórica de Stieg Larsson quien, se supone, hizo madurar un poco a los seguidores de Langdon & Co. Así que, me temo, otra vez, es Langdon quien ríe último y mejor y continuará riéndose de todos nosotros hasta que alguien consiga desentrañar el misterio insondable del código Dan Brown. Y, por favor, revelarlo, anular su insondable y antimaterial misterio, y a otra cosa, ¿sí? Por ahora y hasta entonces, está claro que Dan Brown tiene un dios aparte, que está protegido por poderes superiores y que ya saben cómo sigue.
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