ANTICIPOS
La memoria donde ardía
La combinación de lirismo, desgarro, desfachatez y sabiduría narrativa de Pedro Lemebel no tiene igual en la literatura chilena y hasta latinoamericana de nuestros días. Es un honor para Radarlibros ofrecer en estas páginas dos fragmentos de su libro De perlas y cicatrices, que reúne las crónicas radiales que hizo para Radio Tierra de Santiago de Chile a lo largo de los 90.
Solos en la madrugada
(o El pequeño delincuente que soñaba
ser feliz)
POR PEDRO LEMEBEL
De encontrarse en oscuridad de telarañas con un chico por ahí, de saber que éramos dos extraños en una ciudad donde todos somos extraños, a esa hora, cuando cae el telón enlutado de la medianoche santiaguina. Y cada calle, cada rincón, cada esquina, cada sombra, nos parece un animal enroscado acechando. Porque esta urbe se ha vuelto tan peluda, tan peligrosa, que hasta la respiración de las calles tiene ecos de asalto y filos de navaja. Sobre todo el fin de semana de invierno, caminando en el cemento mojado donde los pasos resuenan a fugas aceleradas porque alguien te viene, alguien te sigue, alguien se acerca con un deseo malandra y negras intenciones. Y a pedir un cigarro, uno sabe que la llama del fósforo va a iluminar un cuchillo. Uno sabe que nunca debió detenerse. Pero estaba tan cerca, a sólo pasos, y al decirle que fumo Life, para que supiera mi estado económico, igual me dice bueno, aspirando mi tabaco ordinario, igual me busca conversa, y de pronto se interrumpe. Queda en silencio escuchándome y mirando fijo. Y yo, tartamudo, lo cuenteo hablándole sin pausa para distraerlo, pensando que viene el atraco, el golpe, el puntazo en la ingle, la sangre. Y como en hemorragia de palabras, no dejo de hablar mirando de perfil por donde arranco. Pero el chico, que es apenas un jovenzuelo de ojos mosquitos, me detiene, me chanta un: Yo te conozco, yo sé que te conozco. Tú hablai en la radio. ¿No es cierto? Bueno sí, le digo respirando hondo ya más calmado. ¿Tenías miedo?, me pregunta. Un poco, me atreví a contestar. A esta hora es muy tarde y uno no sabe. No te equivocaste, dijo soltando la risa púber que iluminó de perlas el pánico de ese momento. Yo te iba a colgar, loco, agregó sonriendo, mostrándome una hoja de acero que me congeló el alma colipata. Te iba a hacer de cogote, pero cuando te oí hablar me acordé de la radio, caché que era la misma voz que oíamos en Canadá. Pero Radio Tierra es onda corta y no se escucha tan lejos. ¿Estuviste fuera?
No, ni cagando, yo te digo en cana, en la cárcel, en la peni, tres años y salí hace poco. Me acuerdo que a las ocho, cuando dan tu programa, jugábamos a las cartas, porque no hay na’ para hacer, ¿cachái? La única entretención era quedarnos callados pa’ escuchar tus historias. Habían algunas re buenas, y otras no tanto porque te ibai al chancho, como ésa del fútbol o la de Don Francisco. Ahí nos daba bronca y apagábamos la radio y nos quedábamos dormidos. Pero al otro día, no faltaba el loco que se acordaba y ahí estábamos de nuevo escuchando esa canción, ¿”Invítame a pecar” se llama? La única vez que no pudimos escuchar fue cuando un loco agarró a patás la radio porque estaba hablando el ministro de Justicia, y pasamos como un mes con la radio mala, hasta que la mandamos a arreglar al taller de electricidad. A veces alguien estaba preparando comida y hacía sonar las ollas y lo hacíamos callar para oír bien, porque tu radio se escucha pa’ la goma. Otras veces se escuchaba clarita, pero los otros presos andaban amargados pateando la perra porque les habían negado el indulto, o no tenían visitas, o el abogado les pedía más plata, o porque los gendarmes güeviaban tanto. Ahí, antes que estallara la mocha, yo agarraba la radio y la ponía bien bajito bajo la frazada pa’ escucharte.
Ibamos caminando por la calle húmeda, estilada de estrellas, libres en la noche pelleja del Santiago lunar. No había pasado más de una hora desde ese aterrado encuentro, y ya éramos cómplices de tantos secretos tuyos, de tanta vida aporreada por sus cortos años chamuscados en delincuencia y fatalidad. ¿Y qué otra cosa voy a hacer?, me dijo triste. ¿Cómo voy a trabajar con mis papeles sucios? En todas partes piden antecedentes, y si me encuentran los pacos les tengo que mostrar los brazos, mira. Y se levantó la manga de la camisa y pude ver la escalera cicatrizada de tajos que subían desde sus muñecas. Te los haces para que no te lleven preso, pa’ que te manden a la enfermería. Pero cuando los pacos te ven las marcas, te mandan al tiro padentro. No hay caso, no puedo salir de esto, es mi condena. Pero se puede borrar con aceite humano o rosa mosqueta, le dije como en secreto. No resulta, igual vuelven las cicatrices, por eso en verano no uso manga corta.
Era tan joven, pero una llaga de amargura trizaba su boca de niño punga, su sonrisa morena de labios torcidos por la hiel del arroyo, su media risa menguada en el aluminio escarlata de la luna en acecho, que acompañaba nuestros pasos al filo del amanecer. Te fue mal esta noche, le murmuré aterciopelado para sacarle una alegría. No importa, te conocí a ti, y te voy a dejar a tu casa para que no te pase nada. Ya estamos llegando, suspiré, así que déjame aquí no más, le alcancé a decir antes de estrechar su mano y verlo caminar hacia la esquina, donde giró la cabeza para verme por última vez antes de doblar, antes que la madrugada fría se lo tragara en el fichaje iluminado de esta ciudad, también cárcel, igual de injusta y sin salida para este pájaro prófugo que dulcificó mi noche con el zarpazo del amor.
Las joyas del golpe
Y ocurrió en un sencillo país colgado de la cordillera con vista al ancho mar. Un país dibujado como una hilacha en el mapa, una aletargada culebra de sal que despertó un día con una metraca en la frente, escuchando bandos gangosos que repetían: “Todos los ciudadanos deben guardarse temprano al toque de queda, y no exponerse a la mansalva terrorista”. Sucedió los primeros meses después del 11, en los jolgorios victoriosos del aletazo golpista, cuando los vencidos andaban huyendo y ocultando gente y llevando gente y salvando gente. A alguna cabeza uniformada se le ocurrió organizar una campaña de donativos para ayudar al gobierno. La idea, copiada de Lo que el viento se llevó o de algún panfleto nazi, convocaba al pueblo a recuperar las arcas fiscales colaborando con joyas para reconstruir el patrimonio nacional arrasado por la farra upelienta, decían las damas rubias en sus tés-canasta, organizando rifas y kermeses para ayudar a Augusto y sacarlo alante en su heroica gestión.
Demostrarle al mundo entero que el golpe sólo había sido una palmada eléctrica en la nalga de un niño mañoso. El resto eran calumnias del marxismo internacional, que envidian a Augusto y a los miembros de la junta, porque supieron ponerse los pantalones y terminar de un guaracazo esa orgía de rotos. Por eso, que si usted apoyó el pronunciamiento militar, pues vaya pronunciándose con algo, vaya poniéndose con un anillito, un collar, lo que sea; vaya donando un prendedor o la alhaja de su abuela, decía la Mimí Barrenechea, la emperifollada esposa de un almirante y promotora más entusiasta con la campaña de regalos en oro y platino que recibía en la gala organizada por las damas de celeste, verde y rosa que corrían como gallinas cluecas recibiendo los obsequios.
A cambio, el gobierno militar entregaba una piocha de lata, hecha en la Casa de Moneda por la histórica cooperación. Porque con el gasto de tropas y balas para recuperar la libertad, el país se quedó en la ruina, agregaba la Mimí para convencer a las ricachas que entregaban sus argollas matrimoniales a cambio de un anillo de cobre, que en poco tiempo les dejaba el dedo verde como un mohoso recuerdo a su patriota generosidad.
En aquella gala estaba toda la prensa, más bien sólo bastaba con El Mercurio y Televisión Nacional mostrando a los famosos haciendo cola para entregar el collar de brillantes que la familia había guardado por generaciones como cáliz sagrado, la herencia patrimonial que la Mimí Barrenechea recibía emocionada, diciéndole a sus amigas aristócratas: “Esto es hacer patria, chiquillas”, eufórica junto a las mismas veterrugas de pelo ceniza que la habían acompañado a tocar cacerolas frente a los regimientos, las mismas que la ayudaban en los cócteles de la Escuela Militar, el Club de la Unión o en la misma casa de la Mimí, juntando la millonaria limosna de ayuda al ejército.
Por aquí Consuelo, por acá Pía Ignacia, repiqueteaba la señora Barrenechea llenando las canastillas timbradas con el escudo nacional, y a su paso simpático y paltón caían las zarandajas de oro, platino, rubíes y esmeraldas. Con su conocido humor encopetado, imitaba a Eva Perón arrancando las joyas de los cuellos de aquellas amigas que no las querían soltar. Ay, Pochi, ¿no te gustó tanto el pronunciamiento? ¿No aplaudías tomando champán el 11? Entonces venga para acá ese anillito que a ti se te ve como una verruga en el dedo artrítico. Venga ese collar de perlas,querida, ese mismo que escondes bajo la blusa, Pelusa Larraín, entrégalo a la causa.
Entonces, la Pelusa Larraín, picada, tocándose el desnudo cuello que había perdido ese collar finísimo que le gustaba tanto, le contestó a la Mimí: Y tú, linda, ¿con qué te vas a poner? La Mimí la miró descolocada, viendo que todos los ojos estaban fijos en ella. Ay, Pelu, es que en el apuro por sacar adelante esta campaña, ¿me vas a creer que se me había olvidado? Entonces da el ejemplo con ese valioso prendedor de zafiro, le dijo la Pelusa arrancándoselo del escote. Recuerda que la caridad empieza por casa. Y la Mimí Barrenechea vio con horror chispear su enorme zafiro azul, regalo de su abuelita porque hacía juego con sus ojos. Lo vio caer en la canasta de donativos y hasta ahí le duró el ánimo de su voluntarioso nacionalismo. Cayó en depresión viendo alejarse la cesta con las alhajas, preguntándose por primera vez: ¿qué harán con tantas joyas? ¿A nombre de quién estaba la cuenta en el banco? ¿Cuándo y dónde sería el remate para rescatar el zafiro? Pero ni siquiera su marido almirante pudo responderle. La miró con dureza, preguntándole si acaso tenía dudas del honor del ejército. El caso fue que la Mimí se quedó con sus dudas, porque nunca hubo cuenta ni cuánto se recaudó en aquella enjoyada colecta de la Reconstrucción Nacional.
Años más tarde, cuando su marido la llevó a Estados Unidos por razones de trabajo, y fueron invitados a la recepción en la embajada chilena por la recién nombrada embajadora del gobierno militar ante las Naciones Unidas, la Mimí, de traje largo y guantes, entró del brazo de su almirante al gran salón lleno de uniformes que relampagueaban con medallas, flecos dorados y condecoraciones tintineando como árboles de pascua. Entre todo ese brillo de galones y perchas de oro, lo único que vio fue un relámpago azul en el cogote de la embajadora. Y se quedó tiesa en la escalera de mármol, tironeada por su marido que le decía entre dientes, sonriendo, en voz baja; qué te pasa, tonta, camina que todos nos están mirando.
Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, decía la Mimí tartamuda, mirando el cuello de la embajadora que se acercaba sonriente a darles la bienvenida. Reacciona, estúpida, qué te pasa, le murmuraba su marido pellizcándola para que saludara a esa mujer que se veía gloriosa vestida de raso azulino con la diadema temblándole al pescuezo. Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, repetía la Mimí a punto de desmayarse. ¿Qué cosa?, preguntó la embajadora sin entender el balbuceo de la Mimí, hipnotizada por el brillo de la joya. Es su prendedor, que a mi mujer le ha gustado mucho, contestó el almirante sacando a la Mimí del apuro. Ah, sí, es precioso, un obsequio del Comandante en Jefe, que tiene tan buen gusto, y me lo regaló con el dolor de su alma porque es un recuerdo de familia, dijo emocionada la diplomática antes de seguir saludando a los invitados.
La Mimí Barrenechea nunca pudo reponerse de ese shock, y esa noche se lo tomó todo, hasta los corchos de las copas que recogían los mozos. Y su marido, avergonzado, se la tuvo que llevar a la rastra, porque para la Mimí era necesario embriagarse para resistir el dolor. Era urgente curarse como una rota para morderse la lengua y no decir ni una palabra, no hacer ningún comentario, mientras veía, nublada por el alcohol, los resplandores de su perdida joya multiplicando los fulgores del golpe.