Dice que siempre hizo y hace muchas cosas y que siempre lo que más quiso y quiere en el mundo es escribir. “Muchas cosas”, actualmente, es el periodismo, la televisión (es coguionista y conductor del ciclo Ver para leer), la revista Fierro de la que es director, trabajos varios, agenda cargada. Pero así y todo, Juan Sasturain vuelve al ruedo literario con el volumen de cuentos El caso Yotivenko (Sudamericana). En esta entrevista habla de su historia como narrador, de compañeros literarios que van de Osvaldo Soriano a Fontanarrosa y Dolina, de los ’70 y los ’80, y en definitiva de cómo es ser escritor en un momento de alta exposición.
› Por Angel Berlanga
Tres argentos, tres noticias, cuatro casos: de eso se compone el libro de cuentos que acaba de publicar Juan Sasturain, que aparece un segundo después de sonar el timbre de su departamento, porque llega casi en simultáneo caminando por Defensa, pleno Centro, vereda angosta, bolso bandolero colgado al hombro. Alguna vez, hace poco, en la redacción de este diario, me hizo recordar –pero por la contraria– a aquel personaje de Woody Allen que destaca de los otros por desenfocado: Sasturain parecía sintonizado en un toque adicional de brillo y color. La tele. La sensación se esfuma apenas se cruzan unas palabras y se piensa, entonces, en que la noción del lustre excesivo es una boludez que contrasta con cómo escribe y dice este bonaerense venido a la ciudad hace, casi, cincuenta años.
El caso Yotivenko es una muestra fabulosa de su gusto y vocación por desacralizar hasta lo desacralizado. “Isaías, un malentendido”, por ejemplo, es la biografía apócrifa de Julio Isaías Ortiz Fijman, el profe, trazada a raíz de la aparición de dos libros sobre este personaje que profe-tizó el peronismo: en un mismo texto hace crítica de libros (sagrado) pero a partir de la parodia (que busca desacralizar) y entrelaza lo bíblico (sagrado) con las leyendas justicialistas –avión negro y mensajes incluidos– que fogoneaban el retorno del movimiento postulado como opuesto a los poderes tradicionales (los que levantaban el sagrado parqué). En los relatos de “Tres noticias” puede verse con nitidez cómo Sasturain parte de un suceso, desplaza enfoques, tiempos y/o protagonistas, y empieza a contar, a largar la imaginación. Así, en “El veintiséis”, French y Beruti se encuentran y hablan del reclamo de pago del tendero, de las chicas que habían ido a la plaza y del destino de las cintas que repartieron. En “La bandera almidonada” el escenario es el living de los Collins, la expectativa –o no– de la familia del astronauta ante el descenso –o no– en la luna, cuarenta años atrás. En “Lengua larga”, el que completa ese terceto, alterna las voces de dama y caballero que se conocen y entreveran, pescador nocturno y Marcelo Cattáneo, señor que apareció colgado con recorte de diario en la boca que aludía al menemista affaire IBM-Banco Nación, todo ambientado en esas tierras a orillas del Río de la Plata. Sasturain cuenta al final, en una nota, “algunas noticias sobre estos diez relatos”, y apunta que el que da título al libro es el único inédito: los otros fueron publicándose por aquí y por allá, diarios, revistas, antologías. Cuentos vitales por los que circulan formas varias de humor, lucidez y delirio.
Hasta ahora, dice Sasturain, los comentarios que le han hecho se enfocan sobre todo en los cruces entre literatura y periodismo y en el encargo como punto de partida. “Porque yo cometo el error, entre comillas, de hablar de la cocina de mi trabajo”, dice. Sasturain ya despidió a la paseadora de perros, a su mujer y a la fotógrafa de Radar, ya ofreció algo de tomar, ya atendió un llamado y apagó el celular, ya tiene cargada la agenda del día. “Y entonces –sigue– en lugar de leer los cuentos, que son textos, textos literarios, el énfasis se pone en el hecho de que son ocasionales, o que están escritos a pedido. Ahora, ¿por qué hablo de la cocina? Para desmitificar la figura del autor, del escritor que está solo con su inspiración. Un traslado a lo que es la verdadera vida cotidiana de todos los escritores, no sólo la mía. Acaso esto pueda ser una ideología, una manera de concebir el trabajo literario, asumida plenamente. Mostrar las costuras del laburo en lugar de hacer el recorte de la reclusión. Si eso se convierte en el tema hay que joderse, qué se va a hacer.”
–Sí. Puse también ese tipo de marco en los cuentos de La mujer ducha, y en la coda final de la última edición de Manual de perdedores conté la historia del texto. A mí me gusta hablar de eso. Estos textos se podían publicar sin ninguna referencia ni aclaración.
–Traslada el eje a lo no literario. Mirá, vamos a terminar de hablar de esto, que es interesante. Hay quienes son construidos por la historia y quienes han intentado construir por sí mismos una figura, una imagen, un recorte social. Por eso, en cierto momento de su itinerario, resulta que esa firma, esa figura, se antepone al texto. Y eso provoca distorsiones: cualquier gansada de un figurón de este tipo provoca atención, elogios. “Fulano escribió un cuento sobre fútbol: qué bien”. ¡Y resulta una pelotudez insigne! Ese es el caso más grosero. Y también está: “Se publican los poemas de Saramago”. Ajá: ¡son espantosos! Son horribles los poemas de Cortázar, en general, más allá de que lo queremos. Son referencias para dar un ejemplo, nomás, de casos extremos de construcción mítica, aunque genuina a partir de una repercusión real, porque son dos muy buenos escritores. Pero la crítica, o el marketing, u otros efectos externos, construyen la figura, y entonces todo texto será filtrado por esa construcción. Luego están los casos, más penosos, de quienes aspiran a ser otros a partir de mistificar su propia tarea intelectual. Bueno, a contrapelo de gestos de este tipo es que a uno instintivamente le sale otra cosa. En última instancia lo que vale es el texto: a ver qué mierda hay acá, lo quiera o no al autor, sea importante o no, escriba por guita o no. ¿Qué escribió, cómo es su forma? El cómo es lo último y lo único. ¿Se entiende lo que quiero decir?
–Bueno, etiqueta. Ahora, ¿a quién le importan las etiquetas? A los escritores, evidentemente. Nos hacemos los pelotudos, pero a todos nos importan. El Negro Dolina se podrá hacer el boludo, ¿pero quién lo va a leer? ¿Cómo lo leen a él, que es un notable escritor? Cómo y desde dónde, ¿no? ¿Cuántas décadas se leyó a Borges desde etiquetas?
–Hay quienes eligen la etiqueta. Hay escritores que conciben a la literatura como una carrera, o una competencia, y buscan desde ahí ser reconocidos en el doble sentido: valoración e identificación. En ciertos ambientes te hace visible. Y aunque no lo sea, la visibilidad hoy en día parece un valor en sí. En este universo de las artes todo el mundo tiene nostalgia de lo que no tiene: el que tiene lectores quiere también la crítica, el que tiene la academia quiere la lectura masiva. Los que escribimos básicamente para nosotros mismos, como debe ser, queremos ver primero qué nos pasa con lo que tenemos y luego esperamos la repercusión: el texto no se cierra hasta dar con el lector. Y queremos que nos quieran, obviamente.
–Como en La mujer ducha, casi todos tienen personajes fuertes. En general yo arranco de ahí, con un personaje de alguna característica en situación, y luego veo qué pasa. Casi nunca tengo lista la trama.
–A veces el protagonista está visto desde afuera, otras desde adentro, o desde varios lados. Eso cambia bastante, sí. El libro es el resultado de lo que encontré después de un tiempo de trabajo: miré lo que había y vi que tenía cierto sentido ordenarlo. Tres argentos está compuesto por “Susvín”, “Seguro” y “Pinchame”, tres nombres, nada más, que protagonizan refranes o lugares comunes de la expresión, y me gustó la idea de generar ficciones a partir de eso. En el caso de las noticias, el disparador es un suceso histórico/periodístico, con el protagonismo desplazado; los cuentos tienen su autonomía, pero requieren conocimiento del suceso. Me gusta mucho esa idea de mirada oblicua, la acotación, la nota al pie. Hay, guardando todas las distancias, ejemplos como el de Hemingway, que en un cuento muy lindo, uno de los pocos ensayos de textos dramáticos de él, pone a tres guardias jugando a los dados, apostando por la pilcha del crucificado, pero en ningún momento menciona que se trata de Cristo. Se ve en Brueghel, también, en un cuadro como La caída de Icaro: un paisaje en el que hay un labrador arando, la costa y el mar, un barquito por allá, y en un costado se ve un chapuzón del que asoma un pie. El mundo sigue andando, como dice Lepera. Nadie sabe en qué momento de la historia está parado, su trascendencia. Ningún hecho nace trascendente: siempre es una forma de leer.
Sasturain dice que le interesa la resonancia sentimental, el mundo de lo afectivo. Cómo fue la noche anterior de Collins, el astronauta de la Apolo XI que, en la luna, no bajó de la nave. “Todo inventado, obviamente: no tengo la más puta idea de cómo es su familia, ni me importa”, dice Sasturain. La tía Mockie, en el relato, se queja: “Este viaje estaba todo mal organizado”. Tenía razón, porque al parecer no se dieron cuenta de que en la luna hay un montón de agua.
La identidad, la nacionalidad, son asuntos que nutren los relatos. “Mirá vos”, dice Sasturain, y se larga a contar a partir de “Susvín”.
“Era un cuento cortito que se convirtió en bastante largo –grafica–. Al comienzo era el diálogo puro entre dos tipos que están en un bar, bien clima Negro Fontanarrosa. Se publicó en Página hace muchos años, luego de que se afanaran unas banderas. Lo empecé a pensar desde un reo que le vende a otro un negocio. Y en esa conversación aparecía, en boca de uno, esto: ‘¿A dónde carajo van a parar las cosas?’. Nos hacemos preguntas por el estilo... ¿Tantos desarmaderos hay, dónde van a parar los autos? Lo mismo con los cadáveres. A mí me gustó que uno de éstos se preguntara por las banderas: ‘Las de Alfonsín, las de Malvinas, tanta bandera al pedo, ¿dónde carajo están?’. Los tipos se las afanan y las reciclan. Hay un jugueteo, otras connotaciones en esa pregunta.”
La cuestión de la identidad y la nacionalidad tiene mucho peso, también, en las biografías apócrifas de los Casos: “Alias Tristano” cuenta la historia de Milton Paniagua, “el mejor pianista de jazz que dio Bolivia”; “El tango de antes” orbita alrededor de la figura de Roberto Parmigiani, un singular bailarín que, en su apogeo, llegó a pesar 145 kilos; “El caso Yotivenko” narra las desventuras de un ruso que pasó en los ’60, sin pena ni gloria, por Boca Juniors, arrastrado por la cornamenta de un agente soviético. “Mi literatura no es psicológica ni sociologista –dice Sasturain–. Pero las pertenencias, las creencias, los valores, siempre aparecen jugados. La política no es central, tampoco, pero aparece todo el tiempo, está ahí, vinculada con la historia. Todos están situados en algún momento. Cosas chicas hechas con materiales grandes; o al revés, grandes temas tratados con materiales chicos. Si hay algún intento es no incurrir en la solemnidad, o el engrupimiento literario. Todos pescamos algo de psicoanálisis y, después de tantos años, sabemos que medio nos construimos, impostamos. Pero bueno, elegimos esta impostura, y no otra.”
–No sé si me siento emparentado, pero que esa identidad existe, sí. Somos provincianos solamente porque no somos porteños. Es una identidad muy rara: yo, que viví acá desde los 18 años, con una breve interrupción, nunca me pensé como porteño. Si es que existe la porteñidad. De la provincia de Buenos Aires son también Briante, Puig, Conti, el mismo Piglia, que vivió mucho en Mar del Plata. No existe el regionalismo bonaerense, por más que Barbieri haya escrito la “Balada del río Salado” o que el mismo Martínez Estrada escribiera sobre la pampa. Es más bien un lugar de tránsito, algo por construir, un clima, más bien. No hay un paisaje que te marque. Los bonaerenses, además, no se reivindican desde el interior frente a la Capital; en otras provincias sí, están las líneas divisorias. Pero Buenos Aires tiene una fluidez mayor, podría ser una periferia, un territorio más de ida y vuelta, no se siente la contraposición con la ciudad puerto y núcleo cultural. Estás en el borde: ni enfrente, ni detrás.
Sasturain dice que cuando escribe lo que decantaría hacia el lado del ensayo y la reflexión utiliza elementos líricos, y que cuando escribe poesía se le filtran los materiales narrativos. “Hay una intención, consciente o inconsciente, de entreverar las cosas –señala–. A nivel de lo verosímil y lo verdadero y, también, a nivel de los tipos de discurso. La idea de mostrar todo como un gran continuum, sin compartimentos estancos. Ahí también está mezclado el escritor, el periodista, el futbolero. Como si cualquier compartimentación, de algún modo, si no miente, diera una visión distorsionada. De ahí debe venir la compulsión a mostrar todo el abanico. Mirá qué bien quedó. Y debe ser cierto y todo. Por ahí es cierto. Algo de eso hay.”
–Todas las generaciones tienen sus ideales; hay un par que se definieron por valores muy absolutos, que comprometían la vida y la muerte. Grandes pasiones que le daban sentido a toda tu vida; en ese caso, durante bastante tiempo, fue la militancia más o menos revolucionaria, o lo que se creía que era eso. Es decir, para darle sentido a tu vida, tenías que hacer algo para cambiar la sociedad. Así de fuerte. Y eso no es producto de nadie: es el clima de una época. Es muy difícil reconstruir eso, el sentido común de una época. Con qué valores te criás. Eso viene junto con la música, la literatura, el lenguaje, y es muy difícil de reconstruir porque uno no puede dejar de pensar desde su presente. Y con el resultado puesto, además, como con el fútbol. Es fácil hablar los lunes: a mí me gustan los que hablaron el sábado, el domingo, y luego se hacen cargo. No soy resultadista en el fútbol, ni en la literatura, ni en la historia, ni en el amor. Por eso escribí un manual de perdedores. El resultado no dice nada.
–Como escritor, primero, no he sido militante. No puse el cuerpo. Pude haberlo puesto y en determinado momento elegí otra cosa. Tengo muy claro que una cosa es ponerlo y otra cosa no. Así que cualquier gesto literario que pueda llegar a hacerle suponer al otro, a un lector cualquiera, que yo estoy haciendo lo mismo por otros medios, me parece una truchada éticamente deplorable. Uno tiene que estar a la altura de lo que cree, y bancarse lo que escribe. Si vos escribís la necesidad de la revolución, tenés que bancarlo con tu vida, con tu biografía. Entonces trato de estar a la altura de lo que he vivido, de lo que creo. Porque si no, hay un tramposo tráfico de mensajes. Al tipo que tomó ciertas decisiones con su vida, que puso el cuerpo, no tengo nada que objetarle, más allá de que no coincida con esa elección. Y lo que jamás podría hacer es colarme, hacer gestos para ir chupado detrás de los mártires.
–Para empezar a escribir, en la adolescencia, tiene que haber cierta dosis de engrupimiento. Un engrupido es una víctima, porque lo engrupen los demás, y genera una imagen que proyecta a los otros. En algún momento, ahí, y hablamos de la pre-escritura, porque nada de eso quedó, hay un reconocimiento de que podés hacer algo que otros, cerca, no pueden. Eso tiene, saludablemente, una vida muy corta, porque cuando te encontrás con la literatura, ¡paf! (la mano hace un giro en el aire y da de revés contra la palma de la otra). Ahí confrontás tu aspiración con lo que realmente hay. Luego hay una pausa, que tiene que ver con el estudio de la literatura. Siempre decimos que la facultad funciona como una especie de reactivo contra la vocación: vos querés ser escritor, vas a la facultad y es difícil que sobreviva la vocación. Al acceder al conocimiento de los autores y los textos te das cuenta, a la vez, de tus limitaciones: eso te inhibe para siempre o empezás a trabajar desde otro lugar. Al tratar de terminar mi primera novela antes de los 30, Manual de perdedores, hice un verdadero ejercicio de estilo, porque no me daba para otra cosa; hacía literatura a la manera de una parodia, que me sirvió como andador. A mí me sirvió, a otros no. O no sé, tal vez me condenó para siempre a una manera de escribir. Pero evidentemente, lo que yo siempre quiero hacer es escribir, aunque haga miles de cosas. Y me gusta que me reconozcan como escritor, que me consideren y juzguen como tal.
–Un montonazo de equívocos, como siempre pasa. Es probable que ahora tenga mayor visibilidad como escritor, de rebote por otra cosa, por la tele. Tal vez sea leído con mayor atención, o no; o con mayor prejuicio, también. Estoy más en foco en un momento que tal vez no sea el mejor. Yo tenía otra energía e impunidad a fines de los ’80, la época de Arena en los zapatos. Tenía una capacidad de laburar sin red muy linda. A veces agarro textos y veo la tensión, la violencia: pueden ser más o menos imperfectos, pero están vivos, escritos desde muy adentro. En otros, después, artesanalmente, uno se las rebusca: ‘tá bien. Pero aquella energía no es eterna. Y cuando uno hace muchas cosas se dispersa. Siempre he hecho muchas cosas, y eso no es una limitación, ni siquiera es una elección: es un poco dejarse llevar. Yo no he tenido objetivos: cuando me fui a Europa lo hice sin haberlo pensado. Y ahora laburo en la tele: me vinieron a buscar. Es la verdad. Nunca tuve vocación periodística y me la he pasado laburando en los diarios. Qué sé yo. Pero más o menos es así. ¿Ya estamos, no?
–Qué hijo de puta.
“Como suele suceder tras la práctica empírica –escribió en “Isaías”–, fruto de la casualidad y la improvisación, vino la teoría para fundar sentido y proponer esquemas.” Un rato después, ya en la calle, al toque lo reconocen, lo saludan. Ahí está el brillo, otra vez.
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